Me gustan los mapas desde siempre.
Mentira. Me gustan los mapas desde que
empecé a trabajar, que es algo así como la fecha cero de mi
calendario. AF, DF: antes o después de lo forestal. La edad en la
que, con un gran bostezo de oso y restregándome los ojos, me
desperté y entonces todo o casi todo me empezó a gustar.
Me acuerdo de uno de los compañeros con
los que fui aprendiendo el oficio. Se las apañaba para escalar con
el Land Rover hasta prácticamente los últimos centímetros
de un cerro de pura arenisca, saltaba al suelo, desplegaba su mapa y,
señalando una piedra o un arroyo invisible, empezaba a recitar
geografías. ¿Ves aquellas tres lajas paralelas con un ángulo de
unos treinta grados? Aquello es vete-tú-a-saber-qué-sitio, y allí
es donde vamos. Mis ojos iban hacia las lajas impulsados por un
triple salto: de su cara al plano, al dedo que señalaba, al gris de
la piedra entre la espesura. Ese encadenamiento me encantaba. La
expresión de druida que a fuerza de repetición ya no percibe sus
talentos particulares. Las curvas apretadas en el plano. Ese dedo que
era como un usb conectando la realidad física con una
proyección más o menos manejable. El sitio, madre mía. Cada día
un nombre, cada día un paraíso. La Cuesta del Huevo. El Cándalo.
Entonces echábamos a andar, y yo me
preguntaba por qué demonios habíamos estado gastando embrague por
una pendiente rocosa del mil por ciento para llegar al culo del mundo
y echarnos al monte como maquis. Pero de alguna forma aprendí que estaba
dibujando con mi cuerpo un plano paralelo. Las curvas se abrían: mi
pecho y mis pasos se agrandaban. Atravesábamos una línea azul
menudita: las suelas de mis botas se mojaban. Estaba pintándome adentro el
paisaje. Hacía inteligible esa masa verde que desde fuera y
desde lejos se veía tan huraña. Me había tatuado el mapa.
Así que desde entonces me gustan. Soy
esa latosa que en los viajes siempre lleva el mapa de carreteras
abierto sobre las piernas. Si eres un conductor de vista corta y
reacciones lentas, te aviso del cruce adecuado antes de que te lo
pases. No te preocupes que ya te digo yo cuánto queda para la
próxima gasolinera. Si te gusta saber los nombres de los lugares,
soy tu chica. La tonta de la topografía. Montevil, Comporta,
Cachopos. ¿Te acuerdas? Nombres para bautizar una remota lengua de
arena portuguesa. Recitarlos era aferrarse un instante antes de
abandonarlos para siempre y seguir huyendo a otra parte.
Y ya sé que es idiota. Otra forma de
coleccionismo. Pero a mí me gusta paladear cómo se llaman las
cosas. Sabores espesos de vida escondida. Cuántos pasos, cuántas
miradas son precisas para resumir todo un paraje. Por qué esa es la
Sierra del Niño. Qué historia explica siquiera imaginariamente el
nombre de San Martín del Tesorillo. Si Guadalmesí quiere decir en
árabe arroyo de las mujeres, ¿quiénes eran ellas y por qué
valía la pena recordarlas durante el camino? ¿Y Las Esclarecidas?
Alguien debería escribir algún día ese libro delirante.
Se ve tan pequeñito que..hay que ir a la fuente para deleitarse |
Me encantan los mapas, y sin embargo,
camino sin ellos los días. Saber dónde estoy importa cada vez
menos. No creo que vaya a perderme en la ruta, y si me pierdo, pues
bueno.
Los mapas son muy suyos...
ResponderEliminarDos dimensiones opositando una y otra vez a lo tri. Y encima. nunca se doblan bien: como si quisieran recordarte una y otra lo nefasto que es tu paso por ellos. Serán intensos.
EliminarHija mía, lo has heredado de tu madre. Jejeje
ResponderEliminarMuhaha, muy simpática.
EliminarA mí también me encantan los mapas. Sobre todo porque parece que alguien se los haya inventado.
ResponderEliminarPara colar de estraperlo algún tesoro.
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