La playa te devuelve tu cuerpo, si es que
lo has dejado en empeño a favor de esa cosa pegajosa y ambigua que
es la mente.
Te desnudas con permiso de más de un
solo par de ojos. Te echas crema, que es una manera relativamente
decente de acariciarte en sociedad a ti misma. Te tumbas. Te entregas
a sustancias primordiales y simples. La radiación solar en todo su
coloreado espectro, ese bonsai de desierto que es la arena pisoteada,
el agua del mar. Si lo piensas bien, en realidad nada es simple. Todo
eso que está ahí sin darse importancia narra una biografía y una
crónica de viajes que dejan en bragas a todo logro humano.
Pero no te has tumbado para seguir
pensando. Hay un discurso dentro de tu cabeza, pero apenas tiene que
ver contigo. Las olas arrastran los cantos rodados de la orilla y
también tus rutinas mentales. Dónde estás. Adónde te diriges.
Cómo se te ve desde la posición que estás ocupando. Qué has hecho
y qué te queda por hacer todavía. Si darte cuenta de que estás a
gusto forma parte de tu hábito, entonces eso sí permanece. Todo lo demás se
restriega en la tabla de frotar de la arena; se enjuaga en el mar y se
seca.
Al menos a mí me pasa. Tengo ocurrencias, pero es como si el
paisaje me las pensara. Soy una médium para esas cosas sin lenguaje.
Me pongo las manos bajo el ombligo, y no
sé por qué, recuerdo que ahí debajo sigue maniobrando y urdiendo
intrigas toda una tribu de hormonas. Dichosa química. Mi cuerpo y mi
ánimo brujulean a su antojo. Mi presente y mi historia son lo que
precipita tras un billón de reacciones químicas. Me mosquea y a la
vez me conmueve: saber que soy naturaleza bruta. Demuestro las leyes de
Newton y de la termodinámica sin tener que hacer ni una cuenta. Los
libros de texto de entonces hablaban de ti y de mí todo el rato.
Y pienso, o lo piensa por mí el paisaje,
en todas las fuerzas externas que intervendrán y charlarán de
continuo sobre este cuerpo tendido. Los sonidos del mundo que escucho
y que no, las radiaciones que no ven mis ojos, el magnetismo de las
rocas bajo el suelo y en las sierras. Neurotransmisores y hormonas
dictan mi microclima. La geografía por la que me muevo sugiere que
copie su clima general. Los espacios por donde ando y me paro
construyen mi vida tanto como mi química propia y mi voluntad.
Yo digo así sea. Tumbarte en la playa y
saberte permeable a todo tipo de influencia es una forma de
felicidad.
(Este blog no sería el mismo sin su
texto anual de alabanza a la playa. Es como un ave migratoria que
todos los años regresa a criar a la misma costa. Como un socorrista
de la Cruz Roja)
¡ Por muchos años !
ResponderEliminarNo, no puede faltar tu oda a la arena, al sol y al mar.
ResponderEliminarNo nos puede faltar.
Un beso.
¡Ni vosotras tampoco! Todos el tiempo que quede, por favor.
ResponderEliminar