martes, 12 de mayo de 2015

La importancia de llamarse Roberto

Llego del súper. Guardo la compra. Se empieza a reír de mí. No por ese orden, necesariamente .

Nunca sé cómo lo hace. El tipo de rádar emocional que hay en su cabeza. He pasado por el salón, camino de la cocina, como si llevara droga dura en las bolsas. Nuggets de pollo o tarrinas de profiteroles. Es que vivo con y padezco a una nutrivirtuosa. Capaz de pintarse las uñas de los pies encorvando la espalda como un armadillo. Tiene ese superpoder. Ese, y la capacidad de desencriptar expresiones faciales en nanosegundos. Cuando une los dos superpoderes me derrota. No hay manera de aparentar aplomo frente a una mujer que te cala sin dejar de pintarse las uñas.

O sea, que antes de sacar de la bolsa los huevos de gallinas felices ya está con su jijiji. Esa risilla de labios cerrados que se le escapa por la nariz. Jijiji, ¿qué? Nada, jijiji. ¿Dónde te lo has encontrado, en el portal o viniendo del súper? Será bruja. Por un pelo no hemos tenido media docena de huevos infelices. No sé de qué me hablas, eso le he dicho. Venga ya, pero si traes toda Esa Cara.

Todavía no ha dado con el nombre perfecto para bautizarla. Ella afirma que cada vez que me encuentro con Don Armando la cara me cambia. Es cierto. Yo me doy cuenta aunque no me mire en el espejo. Pero confío en ella para que me la describa. Dice que la ceja izquierda me sube tres pulgadas - ¡tres pulgadas!, esposa regia- y que la boca empieza a fruncírseme en zigzag como a ese icono del Whatsapp. No es eso lo que me asustaría ver si fuera capaz de mirarme. Tengo caras peores: la de ver el fútbol con mi suegro; la de las comuniones de los hijos de sus amigas. Lo que temo encontrar en el espejo es un borrón de rasgos y gestos. Una no-cara. La cara de otro. La de ese tal Roberto. 

Porque así es como me llama Don Armando. Buenos días, Roberto . ¿Cómo anda su señora, Roberto? ¿Qué opina de lo de la subvención para el arreglo de fachada, Roberto? No le vi en la última reunión, Don Roberto. Desde hace exactamente once años y cuatro meses. Desde el mismo día en que nos mudamos. Me acuerdo de que dejé una caja en el suelo para tenderle la mano. Le dije mi nombre. Charlamos sobre el perro y los ruidos de los anteriores propietarios. Y se despidió con un pues encantado de conocerle, Roberto.  No me dio tiempo a rectificarlo. Qué sentido tiene abochornar a un viejo después de tanto tiempo.

A veces me está hablando, Roberto por aquí, Roberto por allá, qué mano tiene su mujer para las plantas, Roberto; he visto su buzón, Roberto, y qué cachondo es usted, ¿es que no quiere que los acreedores le encuentren?, y yo me imagino cómo sería mi vida si realmente fuera ese tipo. Una vez conocí a uno que tenía, no, que ostentaba ese nombre. Llevaba camisetas de lycra. Sí, era ese tipo. El que no tiene nada que esconder bajo camisas de franela. El que compra profiteroles si se le antoja. El que transforma en lobas lujuriosas hasta a sus ex. Me pregunto si llamándome de esa modo mi mujer seguiría calándome. Si ese nombre me otorgaría algún superpoder.

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