Llego del súper. Guardo la compra. Se
empieza a reír de mí. No por ese orden, necesariamente .
Nunca sé cómo lo hace. El tipo de rádar
emocional que hay en su cabeza. He pasado por el salón, camino de
la cocina, como si llevara droga dura en las bolsas. Nuggets de pollo
o tarrinas de profiteroles. Es que vivo con y padezco a una
nutrivirtuosa. Capaz de pintarse las uñas de los pies encorvando la
espalda como un armadillo. Tiene ese superpoder. Ese, y la capacidad
de desencriptar expresiones faciales en nanosegundos. Cuando une los
dos superpoderes me derrota. No hay manera de aparentar aplomo frente
a una mujer que te cala sin dejar de pintarse las uñas.
O sea, que antes de sacar de la bolsa los
huevos de gallinas felices ya está con su jijiji. Esa risilla de
labios cerrados que se le escapa por la nariz. Jijiji, ¿qué?
Nada, jijiji. ¿Dónde te lo has encontrado, en el portal o viniendo
del súper? Será bruja. Por un pelo no hemos tenido media docena
de huevos infelices. No sé de qué me hablas, eso le he dicho. Venga
ya, pero si traes toda Esa Cara.
Todavía no ha dado con el nombre
perfecto para bautizarla. Ella afirma que cada vez que me encuentro
con Don Armando la cara me cambia. Es cierto. Yo me doy cuenta aunque
no me mire en el espejo. Pero confío en ella para que me la
describa. Dice que la ceja izquierda me sube tres pulgadas - ¡tres
pulgadas!, esposa regia- y que la boca empieza a fruncírseme en
zigzag como a ese icono del Whatsapp. No es eso lo que me
asustaría ver si fuera capaz de mirarme. Tengo caras peores: la de
ver el fútbol con mi suegro; la de las comuniones de
los hijos de sus amigas. Lo que temo encontrar en el espejo es un
borrón de rasgos y gestos. Una no-cara. La cara de otro. La de ese
tal Roberto.
Porque así es como me llama Don Armando.
Buenos días, Roberto . ¿Cómo anda su señora, Roberto? ¿Qué opina
de lo de la subvención para el arreglo de fachada, Roberto? No le vi
en la última reunión, Don Roberto. Desde hace exactamente once años
y cuatro meses. Desde el mismo día en que nos mudamos. Me acuerdo de que dejé una caja en el suelo para tenderle
la mano. Le dije mi nombre. Charlamos sobre el perro y los ruidos de
los anteriores propietarios. Y se despidió con un pues encantado de
conocerle, Roberto. No me dio tiempo a rectificarlo. Qué
sentido tiene abochornar a un viejo después de tanto tiempo.
A veces me está hablando, Roberto por
aquí, Roberto por allá, qué mano tiene su mujer para las plantas, Roberto; he visto su buzón, Roberto, y qué cachondo es usted, ¿es
que no quiere que los acreedores le encuentren?, y yo me imagino cómo
sería mi vida si realmente fuera ese tipo. Una vez conocí a uno que
tenía, no, que ostentaba ese nombre. Llevaba camisetas de lycra.
Sí, era ese tipo. El que no tiene nada que esconder bajo camisas de
franela. El que compra profiteroles si se le antoja. El que
transforma en lobas lujuriosas hasta a sus ex. Me pregunto si
llamándome de esa modo mi mujer seguiría calándome. Si ese nombre
me otorgaría algún superpoder.
Qué buenísimo! Me ha encantado.
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