¿Cómo demonios ha entrado una avispa,
si todavía no he abierto las ventanas?
No han dado las nueve y el sol baña mi
casa. Me encanta desayunar deslumbrada, entreviendo apenas el
simulacro rural de ahí afuera, la acequia y los naranjos en el
parque, sin que el ruido de los coches lo desmienta. El polvo baila
en su cucurucho de luz. Es una cosa bonita, el enésimo ejemplo de
que lo que se mueve luce más que lo estático. El pan y el café
saben triple cuando los tomas con los ojos entornados.
Pero en este cuadro casi idílico se ha
colado una avispa. O lo que sea. Grande como si se hubiera estado
tonteando con uranio por aquí cerca. Se pasea por el filo de la
mesa, da un saltito al sofá, se decide a explorar el mapa estampado
en los pantalones de mi pijama. No es una figura retórica. Realmente
llevo un mapa naíf sobre las piernas, señalando el camino a las
Rocosas, adornado con tipis y abetos y osos grizzlies. Si lo piensas
bien, todos los planos que seguimos son igual de infantiles. Pero
estoy desayunando y una mega-avispa me ronda. No es momento de hacer
símiles bobos.
Mantengo la calma, pese a mi larga y
desdichada relación con los bichos. La Silvipedia me dicta que ese
aspecto temible es una trampa para intimidarme y que no me meta con
ella. ¿Cómo debería vestirme yo entonces para que los insectos no
se metan conmigo? Jose aflauta la voz como una dama victoriana.
Teniendo en cuenta que todo aguijón pasa de largo siempre por encima
de su carne blanca, considero que su aprensión está un poco
sobreactuada. Marcada por el menosprecio.
Pero no quiero que la espante. Se me hace
marciano tener a este engendro alimentado con vapores de gasóil
buscando el camino a las Rocosas sobre mis piernas. Es una imagen
lisérgica. Hay algo extraño en su merodeo. Está desorientada y
parece darse cuenta de ello. Me hace cosquillas con esas antenas que
sabe dios qué vibraciones estarán sintiendo. El runrún de mi
sangre, nuestras voces a la vez abisales y retumbantes. Mi vocación
de empatía está desbarrando. De aquí a tres minutos le habré
puesto nombre a una avispa.
Te ponen esos ojitos, y claro. (La foto no es robada, sino compartida.) |
Por fin se da cuenta de que el mapa de mi
pijama está trucado como su propio disfraz negriamarillo, y que por
mi pierna no se llega a ninguna parte. El balcón está ahora
entreabierto. Alguien se ha encargado de abrir una vía de escape
mientras que yo intentaba entrar en la conciencia de un insecto. Debe
de estar oliendo el mundo al que pertenece. Debatiéndose sobre si
seguir explorando este planeta remoto o emprender vuelo hacia el
verde. Elige lo segundo. Si hubiera aguantado un poco más, la
hubiera llamado Ulises.
Sólo que...los ojos de los insectos son
ciegos al cristal, y una y otra vez mi bicho se estampa. Algo lo
separa de la imagen perfectamente clara del lugar al que se dirige. A
cada intento puedo oír cómo chasquea su cuerpo. Es patético. Mirar
y no ser capaz de ver que para llegar adonde quieres sólo tienes que
dar un pequeño rodeo.
Pasan unos buenos cinco minutos antes de
que la avispa dé con el camino que conduce al aire libre. Después
de casi diez horas no se me quita de la cabeza que en realidad no
somos especies tan distintas.
Mirando la fuente de la que has compartido la foto, me entero de que Vespa es un tipo de avispa, en concreto la "tuya" gigante; ¡cuánta ignorancia de cuántos calibres arrastra una durante toda su vida!
ResponderEliminarMe quedo con tu conclusión sobre nuestro parecido con esos bichejos.