viernes, 1 de mayo de 2015

A este paso me identifico con un protozoo

 
¿Cómo demonios ha entrado una avispa, si todavía no he abierto las ventanas?

No han dado las nueve y el sol baña mi casa. Me encanta desayunar deslumbrada, entreviendo apenas el simulacro rural de ahí afuera, la acequia y los naranjos en el parque, sin que el ruido de los coches lo desmienta. El polvo baila en su cucurucho de luz. Es una cosa bonita, el enésimo ejemplo de que lo que se mueve luce más que lo estático. El pan y el café saben triple cuando los tomas con los ojos entornados.

Pero en este cuadro casi idílico se ha colado una avispa. O lo que sea. Grande como si se hubiera estado tonteando con uranio por aquí cerca. Se pasea por el filo de la mesa, da un saltito al sofá, se decide a explorar el mapa estampado en los pantalones de mi pijama. No es una figura retórica. Realmente llevo un mapa naíf sobre las piernas, señalando el camino a las Rocosas, adornado con tipis y abetos y osos grizzlies. Si lo piensas bien, todos los planos que seguimos son igual de infantiles. Pero estoy desayunando y una mega-avispa me ronda. No es momento de hacer símiles bobos.

Mantengo la calma, pese a mi larga y desdichada relación con los bichos. La Silvipedia me dicta que ese aspecto temible es una trampa para intimidarme y que no me meta con ella. ¿Cómo debería vestirme yo entonces para que los insectos no se metan conmigo? Jose aflauta la voz como una dama victoriana. Teniendo en cuenta que todo aguijón pasa de largo siempre por encima de su carne blanca, considero que su aprensión está un poco sobreactuada. Marcada por el menosprecio.

Pero no quiero que la espante. Se me hace marciano tener a este engendro alimentado con vapores de gasóil buscando el camino a las Rocosas sobre mis piernas. Es una imagen lisérgica. Hay algo extraño en su merodeo. Está desorientada y parece darse cuenta de ello. Me hace cosquillas con esas antenas que sabe dios qué vibraciones estarán sintiendo. El runrún de mi sangre, nuestras voces a la vez abisales y retumbantes. Mi vocación de empatía está desbarrando. De aquí a tres minutos le habré puesto nombre a una avispa.


Te ponen esos ojitos, y claro. (La foto no es robada, sino compartida.)

Por fin se da cuenta de que el mapa de mi pijama está trucado como su propio disfraz negriamarillo, y que por mi pierna no se llega a ninguna parte. El balcón está ahora entreabierto. Alguien se ha encargado de abrir una vía de escape mientras que yo intentaba entrar en la conciencia de un insecto. Debe de estar oliendo el mundo al que pertenece. Debatiéndose sobre si seguir explorando este planeta remoto o emprender vuelo hacia el verde. Elige lo segundo. Si hubiera aguantado un poco más, la hubiera llamado Ulises.

Sólo que...los ojos de los insectos son ciegos al cristal, y una y otra vez mi bicho se estampa. Algo lo separa de la imagen perfectamente clara del lugar al que se dirige. A cada intento puedo oír cómo chasquea su cuerpo. Es patético. Mirar y no ser capaz de ver que para llegar adonde quieres sólo tienes que dar un pequeño rodeo.

Pasan unos buenos cinco minutos antes de que la avispa dé con el camino que conduce al aire libre. Después de casi diez horas no se me quita de la cabeza que en realidad no somos especies tan distintas.

1 comentario:

  1. Anónimo entre comillas03 mayo, 2015 23:00

    Mirando la fuente de la que has compartido la foto, me entero de que Vespa es un tipo de avispa, en concreto la "tuya" gigante; ¡cuánta ignorancia de cuántos calibres arrastra una durante toda su vida!

    Me quedo con tu conclusión sobre nuestro parecido con esos bichejos.

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