sábado, 25 de abril de 2015

Gusano del olvido

 
Me da un par de besos antes de preguntarle a su madre ¿Te acuerdas de Silvia, la hija mayor de J.? Y la madre me dedica una ojeada larga y curiosa que a mí me hiela la sangre. Su sonrisa viene rápidamente al rescate. Eso, y su enésimo reproche sobre lo poco o lo nada que voy a verla. Claro que me acuerdo, aunque con lo que me visita se merece que me olvide de ella. No hay ni rastro de censura en su voz, ni un barrunto de queja. Está más delgada. Está más alegre. Parece como si hubiera hecho un trueque de humores con su hija.

La cara de la mujer joven tampoco es la misma. Está más llena de sombras. Más abatida. Ella que siempre se ha dirigido a la gente como cuando al bailar sevillanas se caracolean las manos. Así que su saludo no era la broma que se podría hacer a alguien a quien no se ve más que dos o tres veces fortuitas al año. Así que a lo mejor es verdad que su madre empieza a tener lagunas.

Si es así, debe de encontrarse en una fase temprana. Nada en su manera de permanecer en el mundo y de someterse a sus ceremonias hace pensar que su mente haya sido reducida a serrín por las terribles termitas. Son sólo pequeñas áreas inconexas y aleatorias de un cerebro que se van nublando, mientras que el grueso del yo permanece intacto. El mecanismo del dolor y de la compasión todavía no tiene bastante combustible para ponerse en marcha, pero el proceso ya es inquietante. Como en una novela de ciencia ficción en la que sólo un par de detalles triviales llevan al protagonista a sospechar que la realidad consensuada se ha quebrado en pedazos. No sé. De repente la ropa tendida tarda una semana en secarse. O todos los conductores de autobús dan los buenos días con una sonrisa marciana.

La alarma en cambio es una fuente de energía renovable, un motor que se alimenta prácticamente del aire. Me despido de ellas con la atribulada esperanza de que la mayor se siga acordando de mí la próxima vez que me encuentre, y de que a pesar de los indicios, la senda del olvido no sea una de esas deudas que hereda la familia. Porque su madre murió cuando a todos los niños de la calle les daba miedo encontrársela en el portal del edificio donde vivía. Porque su hermana mayor probablemente haya confundido ya a su nuera con una practicante.

Porque su hermano pequeño es mi padre.

4 comentarios:

  1. Descorazonador... Más aún a estas horas.

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  2. Qué triste y qué conmovedor.
    Y qué curioso que hasta nuestra propia identidad pueda perderse. Ni siquiera eso nos pertenece. Y aún así creo que algo siempre permanece: eso que observa y que es imperturbable en nuestra vida. Eso constante dentro de nosotros que es lo que nos hace decir "yo es que me siento igual que cuando tenía 10 años". Esas sentencias siempre las he atribuído a la existencia de ese observador que en el fondo somos.
    Ya me he enrollado... sólo buscaba algo permanente dentro de lo efímero que es todo.
    Ánimo a los que la rodeáis. Ella quizá sea verdad que cada vez sonría más, que cada vez sea más niña. Un abrazo!

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    1. A veces hasta resulta hasta tentadora la idea de llegar a ese primer paisaje de olvidos aleatorios, cuando la propia identidad, tan cuajada, empieza a soltar barriga y uno parece hacerse un poco más difuso y más ancho. A partir de ahí, el horror...Yo sí creo que también la conciencia última desaparece.

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