Me da un par de besos antes de
preguntarle a su madre ¿Te acuerdas de Silvia, la hija mayor de
J.? Y la madre me dedica una ojeada larga y curiosa que a mí me
hiela la sangre. Su sonrisa viene rápidamente al rescate. Eso, y su
enésimo reproche sobre lo poco o lo nada que voy a verla. Claro
que me acuerdo, aunque con lo que me visita se merece que me olvide
de ella. No hay ni rastro de censura en su voz, ni un barrunto de
queja. Está más delgada. Está más alegre. Parece como si hubiera
hecho un trueque de humores con su hija.
La cara de la mujer joven tampoco es la
misma. Está más llena de sombras. Más abatida. Ella que siempre se
ha dirigido a la gente como cuando al bailar sevillanas se caracolean
las manos. Así que su saludo no era la broma que se podría hacer a
alguien a quien no se ve más que dos o tres veces fortuitas al año.
Así que a lo mejor es verdad que su madre empieza a tener lagunas.
Si es así, debe de encontrarse en una
fase temprana. Nada en su manera de permanecer en el mundo y de
someterse a sus ceremonias hace pensar que su mente haya sido
reducida a serrín por las terribles termitas. Son sólo
pequeñas áreas inconexas y aleatorias de un cerebro que se van
nublando, mientras que el grueso del yo permanece intacto. El
mecanismo del dolor y de la compasión todavía no tiene bastante combustible
para ponerse en marcha, pero el proceso ya es inquietante. Como en
una novela de ciencia ficción en la que sólo un par de detalles
triviales llevan al protagonista a sospechar que la realidad
consensuada se ha quebrado en pedazos. No sé. De repente la ropa
tendida tarda una semana en secarse. O todos los conductores de
autobús dan los buenos días con una sonrisa marciana.
La alarma en cambio es una fuente de
energía renovable, un motor que se alimenta prácticamente del aire.
Me despido de ellas con la atribulada esperanza de que la mayor se
siga acordando de mí la próxima vez que me encuentre, y de que a
pesar de los indicios, la senda del olvido no sea una de esas deudas
que hereda la familia. Porque su madre murió cuando a todos los
niños de la calle les daba miedo encontrársela en el portal del
edificio donde vivía. Porque su hermana mayor probablemente haya
confundido ya a su nuera con una practicante.
Porque su hermano pequeño es mi padre.
Descorazonador... Más aún a estas horas.
ResponderEliminarA todas.
EliminarQué triste y qué conmovedor.
ResponderEliminarY qué curioso que hasta nuestra propia identidad pueda perderse. Ni siquiera eso nos pertenece. Y aún así creo que algo siempre permanece: eso que observa y que es imperturbable en nuestra vida. Eso constante dentro de nosotros que es lo que nos hace decir "yo es que me siento igual que cuando tenía 10 años". Esas sentencias siempre las he atribuído a la existencia de ese observador que en el fondo somos.
Ya me he enrollado... sólo buscaba algo permanente dentro de lo efímero que es todo.
Ánimo a los que la rodeáis. Ella quizá sea verdad que cada vez sonría más, que cada vez sea más niña. Un abrazo!
A veces hasta resulta hasta tentadora la idea de llegar a ese primer paisaje de olvidos aleatorios, cuando la propia identidad, tan cuajada, empieza a soltar barriga y uno parece hacerse un poco más difuso y más ancho. A partir de ahí, el horror...Yo sí creo que también la conciencia última desaparece.
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