martes, 21 de abril de 2015

Encontrarse y desencontrarse

 
Siempre me pilla un poco por sorpresa el efecto que sobre mí tienen los traslados, los cambios de escenario. Debería estar acostumbrada, pero esa sensación de extrañeza regresa una y otra vez intacta, como si en mi historia el paisaje hubiera sido una constante invariable. Nada más lejos de la realidad. Pero soy una Paco Martínez Soria recalcitrante. Con la maleta siempre a cuestas, con los ojos como platos. Con la leve sospecha de haber llegado a un artículo geográfico de la Wikipedia, o a un decorado. A un lugar donde la vida no es vida del todo, sino una novela en la que sólo soy un personaje. Más bien secundario.

Y no hace falta que el movimiento adopte la forma de un viaje especial o de una mudanza. No es necesario que trate de pedir el desayuno en una lengua ajena para que la extrañeza vuelva, cada vez que me acuesto en una cama distinta a aquella de la que me he levantado. En realidad lo único que tengo que hacer es reintegrarme a mi rutina. Regresar al lugar adonde pago el alquiler de un piso y ejerzo un trabajo remunerado. A lo mejor sólo me siento completamente integrada en un tipo de vida gratis.

En Granada me cambia la piel, que inmediatamente empieza a tirarme en los pómulos y en los labios. Me cambia el sueño, que se transforma en una especie de código morse de sueños largos y puntos desvelados. Me cambian los horarios. Mi paisaje mental cambia tanto que a veces pienso que la persona que soy aquí ha sido programada como un replicante de Blade Runner. Salvo en lo dermatológico, no siento aversión hacia esos cambios. He dejado de perder el tiempo interrogándome sobre si esa replicante atareada y urbana tiene más o menos derechos de autor sobre mí. Ya no me planteo que deba tener una coherencia, porque, simplemente, lo continuo y lo sólido son conceptos en los que uno cree o no cree, y yo soy más bien atea. Pero nunca dejará de chocarme lo permeables que mi cuerpo y mi mente son al paisaje.

Y sin embargo...

Calculo que la semana pasada caminé en total más de cincuenta kilómetros por una carretera en desuso que atraviesa los bosques que amo. Casi hacían falta gafas especiales para tolerar la virulencia del verde. Abandoné más de una vez la pista, caminé arroyo arriba, pasto abajo. Me olvidé de adivinar el nombre de cada planta, de la taxonomía. Y me dio risa cada intento que he hecho de clasificarme. Pertenecer aquí o allá. Ser esto o aquello. Valer o no para, pongamos, la compañía o la escritura.

Paso a paso a paso, toda músculo y sentidos; el movimiento encarnado en mis piernas, el paisaje deslizante. Y en ningún momento me sentí una extraña. 


Esta foto debe de ser como mi mito del eterno retorno, ¿no? Lo es.
 

2 comentarios:

  1. Así que después de todo encontraste tu sitio...
    Un beso.

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    1. Pues...No quisiera confesármelo, porque en realidad preferiría que cualquier sitio pudiera ser mi sitio.

      (Mi fiel Ficticita, soy lo peor: tres días de diferencia entre tu comentario y mi réplica)

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