Siempre me pilla un poco por sorpresa el
efecto que sobre mí tienen los traslados, los cambios de escenario.
Debería estar acostumbrada, pero esa sensación de extrañeza
regresa una y otra vez intacta, como si en mi historia el paisaje
hubiera sido una constante invariable. Nada más lejos de la
realidad. Pero soy una Paco Martínez Soria recalcitrante. Con la
maleta siempre a cuestas, con los ojos como platos. Con la leve
sospecha de haber llegado a un artículo geográfico de la Wikipedia,
o a un decorado. A un lugar donde la vida no es vida del todo, sino
una novela en la que sólo soy un personaje. Más bien secundario.
Y no hace falta que el movimiento adopte
la forma de un viaje especial o de una mudanza. No es necesario que
trate de pedir el desayuno en una lengua ajena para que la extrañeza
vuelva, cada vez que me acuesto en una cama distinta a aquella de la
que me he levantado. En realidad lo único que tengo que hacer es
reintegrarme a mi rutina. Regresar al lugar adonde pago el alquiler
de un piso y ejerzo un trabajo remunerado. A lo mejor sólo me siento
completamente integrada en un tipo de vida gratis.
En Granada me cambia la piel, que
inmediatamente empieza a tirarme en los pómulos y en los labios. Me
cambia el sueño, que se transforma en una especie de código morse
de sueños largos y puntos desvelados. Me cambian los horarios. Mi
paisaje mental cambia tanto que a veces pienso que la persona que soy
aquí ha sido programada como un replicante de Blade Runner.
Salvo en lo dermatológico, no siento aversión hacia esos cambios.
He dejado de perder el tiempo interrogándome sobre si esa replicante
atareada y urbana tiene más o menos derechos de autor sobre mí. Ya
no me planteo que deba tener una coherencia, porque, simplemente, lo
continuo y lo sólido son conceptos en los que uno cree o no cree, y
yo soy más bien atea. Pero nunca dejará de chocarme lo permeables que mi cuerpo y mi mente son al
paisaje.
Y sin embargo...
Calculo que la semana pasada caminé en
total más de cincuenta kilómetros por una carretera en desuso que
atraviesa los bosques que amo. Casi hacían falta gafas especiales
para tolerar la virulencia del verde. Abandoné más de una vez la
pista, caminé arroyo arriba, pasto abajo. Me olvidé de adivinar el
nombre de cada planta, de la taxonomía. Y me dio risa cada intento
que he hecho de clasificarme. Pertenecer aquí o allá. Ser esto o
aquello. Valer o no para, pongamos, la compañía o la escritura.
Paso a paso a paso, toda músculo y
sentidos; el movimiento encarnado en mis piernas, el paisaje
deslizante. Y en ningún momento me sentí una extraña.
Esta foto debe de ser como mi mito del eterno retorno, ¿no? Lo es. |
Así que después de todo encontraste tu sitio...
ResponderEliminarUn beso.
Pues...No quisiera confesármelo, porque en realidad preferiría que cualquier sitio pudiera ser mi sitio.
Eliminar(Mi fiel Ficticita, soy lo peor: tres días de diferencia entre tu comentario y mi réplica)