Volví a aquel lugar el domingo pasado, y
los ojos se me irritaron. Mirara adonde mirara podía distinguir cipreses, así que tenía bien a mano el argumento de la
alergia si alguien me notaba algo. Tienes los ojos rojos, Silvia, ¿no
te parece forzado? No, no me hubiera gustado que a nadie se le pasara
mínimamente por la cabeza que estaba haciendo teatro. Al fin y al
cabo, yo no conocí a la mujer a la que se despedía.
Hacía sol; todo el mundo llevaba el
abrigo en la mano; todo el mundo salía a tomar el aire. El patio no
es un lugar desagradable. Hay setos de mirto: arranca una hoja,
sóbala mientras la pesada espera se alarga, huele el olor elegante a
laurel que se te ha quedado en las manos. Hay pérgolas y enredaderas
y bancos donde quizás se te consienta encender un cigarro. Hay
una persistencia un poco irónica del trino de los pájaros. He
estado en discotecas de verano muy parecidas.
Por eso la tristeza que ves en las caras
no rima con la templanza del aire, y eso sí es desagradable. En el
lugar de duelo las plantas crecen, los pájaros cantan, la gente
charla de los hijos y el trabajo. Los muertos se quedan el doble de
solos en días en los que la primavera se anticipa. El tanatorio
tiene unas diez salas y en cada una hay un cuerpo donde la sangre se
ha quedado estancada. La velocidad a la que ha empezado a correr la
nuestra debe de parecerles un escándalo.
Todos los muertos se quedan solos, pero
más que ninguno, aquella que nos trajo hasta aquí hace unos años.
No, no pasa nada, sólo es la alergia, demasiados cipreses en
Granada. Ahí en ese poyete junto al seto de mirto estuvimos todos
sentados. Apoyábamos los codos en las rodillas, juntábamos las
manos como si la postura del rezo fuera a servirnos de algo,
mirábamos al suelo para no ver lo que estaba pasando. El edificio
que quedaba a nuestra izquierda tenía una chimenea que
empezaría a despedir humo en breve. En un día de primeros de agosto no
tendría que hacer falta encender una hoguera.
No tenía una sala a su nombre. Gracias
al cielo sin nubes, nadie vino a cumplir con nosotros. No quisimos
verla justo antes de que la metieran en el horno. Todos los muertos
se mueren solos, pero ella, que se mató mucho antes de que el cuerpo
dijera basta, lo hizo más sola que nadie. Ya ni siquiera me acuerdo a
la primera del número de años pasados. La sangre corre, la vida
empuja, pero en aquel poyete bajo un emparrado agradable mi familia
sigue llorando.
Siempre me pareció terrible el título del poema " ¡Dios mio, que solos se quedan los muertos!" Esta noche, después de leerte, se me hace insoportable.
ResponderEliminarUna preciosidad de texto, Silvia.
ResponderEliminarEl dolor transformado en arte.
Abrazo muy grande!
y seguro hemos vuelto a llorar al leerte. Que fuerza de texto hermana.
ResponderEliminarYo he tenido que volver muchas veces a aquel lugar: mis compañeros tienen esa edad en que a uno suelen morírsele los padres, si la naturaleza cumpliera su dosis de crueldad sin adelantarse.
ResponderEliminarLa muerte sería mucho más sencilla si pudiéramos liberarla de esas cargas añadidas. Agradezco no haber visto su nombre, escrito tantas veces al lado lado mío (hasta aprobamos oposiciones con números consecutivos, de entre casi dos mil personas), igual que no imaginarlo ahora sobre una fría lápida.
Queridas mías.
ResponderEliminarSólo voy a decir eso, para que nadie pueda acusarme de alimentar con dolor mi parte vanidosa.