sábado, 28 de febrero de 2015

Mi photoshop


A veces juego a una cosa cuando me aburro. En realidad, no, casi nunca me aburro: con la adolescencia dejé atrás el dudoso talento de sentir fastidio hacia el mundo. Simplemente, me distraigo de lo que estoy haciendo con adivinanzas respecto a lo que veo. Qué pasaría si esta cuarentona de mechas rubias y el chico con demasiado calzoncillo al aire que está a punto de cruzarse con ella se dieran a un affaire sin mediación de palabras. Si colocáramos al quiosquero que nunca devuelve el buenos días en una calle de Kinshasa, con los bolsillos vacíos y sin diccionario.

A veces me da un poco de remordimiento. No por usar a estas buenas personas como a muñequitos de Playmobil, sino porque al maquinar tramas paralelas seguro que voy perdiendo puntada de la historia alucinante que la realidad por sí misma narra. Otras veces me siento presumida y magnánima: miro la espalda de la cuarentona que taconea delante de mí por la calle Mesones y telepáticamente le digo si tú supieras lo que estás viviendo ahora mismo en mi cabeza.

El juego al que me refería prefiero practicarlo en el gimnasio. Consiste en manipular el tiempo vital del cuerpo que en cada momento elijo. Qué efecto tendrán cincuenta años sobre esta espalda aguerrida, este cuello de estatua, esta cara bonita. En el gimnasio tengo material de sobra para mi experimento imaginario; tengo un tiempo sin mucho apremio entre clase y clase; tengo compasión hacia toda esa cantidad de carne. Hay una representación de todas las edades. Y una negación candorosa y terca del paso del tiempo. Me gusta de manera casi perversa introducir ese elemento en una foto fija que huele a sudor y autoconfianza.

Miro los muslos sin tacha de esta que aún no ha cumplido los veinte y los deformo con la curvatura característica que lleva a las viejas a adoptar un paso de paloma bamboleante. El edificio muscular del monitor de sala se derrumba tras semejante chute de años: los hombros se cargan, el abdomen se comba, su modo de andar de león recién desayunado pierde todo su aplomo. Donde ahora hay una melena brillante pongo un casco de pelo ahuecado y de color raro. Donde hay una mandíbula en ángulo recto, un pegote de plastilina. Donde hay fuerza, tembleque. Donde agilidad, torpor. Donde está mi cara guasona, la de mi abuela airada por la demencia.

Para ser justa también hago la operación contraria, y quito años a los que ya no van a cumplir otros cincuenta. Enderezco, pongo carne o la quito, redibujo, aliso. La chica que acabo de marchitar y la vieja que rejuvece convergen en algún punto de mi escala temporal. Podrían ser la misma, y ninguna de las dos lo creería.

3 comentarios: