El coche que habitualmente usa otro
compañero me lleva mucho más lejos de lo que luego apuntaré en el
parte de viaje. Puede que el cenicero esté lleno de colillas, pero
no me hace falta comprobarlo. Nada más abrir la puerta del copiloto
lo noto. Ya no estoy en este día de febrero ciclotímico, ni
siquiera en este año del que espero grandes cosas. Cosas medianas al
menos. O cosas pequeñas y profundas que lo mismo me cambian por
dentro. Cuando llegue a casa mi uniforme olerá ligeramente a tabaco,
y no será una sensación desagradable. O sí, pero no importará,
porque el olor de ese coche me ha transportado a un país de mi
infancia.
Era un piso grande con un número de
habitaciones que a mi escala de tamaño y fantasía parecía
inagotable. Grandes habitaciones colectivas, despachos importantes,
cuartos que se abrían a otros cuartos que se abrían a otros
cuartos, como en una disposición fractal de la arquitectura.
Todavía, siempre que sueño con espacios interiores inquietantes,
recorro aquellos pasillos sin plano que los descifrase, aquellas
habitaciones sombrías que nunca parecían orearse. Probablemente
todo fuera mucho más claro y amable. Yo no era más que una niña
que leía.
Aquel piso desde el que hubiera podido
ver la plaza de toros de Málaga si me hubiera asomado era el
centro de trabajo de mi padre. Los sábados nos llevaba para que mi
madre pudiera hablar por teléfono con su casa. Abría la puerta, y
la hipotética inquietud de furtivo que a lo mejor despedía su
cuerpo al menos a mí me infectaba. ¿Cómo vería él ese sitio
donde transcurría su semana, sin los ruidos y el barullo de los días
hábiles, sin toda la gente que junto a él hacía cuentas y fumaba?
El piso olía a taberna y a vida recién desalojada, y es posible que
esa presencia rotunda le pareciese una especie de riña. No sé a él,
pero a mí sí me daba la impresión de que estaba donde no debía.
Olía raro, había muchas habitaciones que mi hermana y yo espiábamos
como dos ratones en busca del trozo de queso de los dibujos animados.
Abríamos otra puerta mágica y ahí estaba mi padre otra vez,
regañándonos.
Pero cómo íbamos a estarnos quietas;
quién pensaba que a nuestra edad podíamos dejar de abrir
todos los cajones, probar todos los bolígrafos, girar en todas las
sillas. La del jefe era un trono de cuero que probablemente te
aspirase y te separase para siempre de tu familia. También había
una habitación donde se almacenaba el material de oficina. Yo no
hacía mucho que había leído una versión de Las mil y una
noches para niños. Otra puerta ligeramente distinta de la
anterior, un sillón imponente, el asombroso cuarto de las cosas que nadie había tocado todavía: todo tenía un doble fondo; todo era sugestivo. Explorábamos,
nos la dábamos de eficientes secretarias en aquellas máquinas de
escribir artríticas. Hacíamos cuentas delirantes en calculadoras
que tenían dentro un rollo de papel indiscreto. Con la etiquetadora troquelábamos nuestros
nombres en tiras de plástico gris que luego nos
poníamos de pulsera. Mi madre hablaba por teléfono. Mi padre
trataba de pastorearnos.
Quizás a la salida comiéramos en alguna
parte búsanos y conchas finas. Mi padre comiendo búsanos era todo
un espectáculo. Un auténtico especialista. Dominaba a la perfección
la técnica de extraer el bicho de una guarida tan intrincada como la
de su oficina. A mí siempre se me quedaba la última parte dentro de
la concha, el premio secreto del molusco. El sabor salvajemente
salino, agudo de limón, de lo que sacaba compensaba aquello a lo que
no accedía.
Entro en el coche de mi compañero y es
como abrir una de aquellas puertas sobrenaturales. Todo aquello ya no
existe: máquinas de escribir, hogares sin teléfono, el olor de
tabaco acaparando los espacios. Las semanas laborables de mi padre. Mi
familia. Huelo y me parece que algunos de mis recuerdos hablan en lenguas muertas.
El olor a tabaco, el sabor de la magdalena de Proust... añoranzas y más añoranzas, siempre con ese tono melancólico que usamos para describir las evocaciones. Queramos o no, parece que contínuamente nos estamos diciendo que sí, que todo tiempo pasado fue mejor. Y no es cierto. Pero el presente no puede competir contra la nostalgia, esto es evidente.
ResponderEliminarTodos recordamos momentos que ahora nos resultan nostálgicos, y seguiremos haciéndolo: dentro de unos años podremos hablar de un hoy que entonces será un ayer y seguro que olería a algo. Conviene retener en la memoria este olor actual, que seguramente ya no tiene la fuerza de los olores antiguos, para poder echarlo de menos luego.
Una cosa sé de todo lo que llevo escrito: que doy todo lo que puedo para que el presente me agarre antes y más fuerte que la nostalgia.
EliminarNo creo que mi infancia huela más y mejor que cada uno de los días en que me levanta de un respingo el despertador.
No añoro lo que siempre he considerado apocado.
No estoy enferma de melancolía.
Todo tiempo pasado...pasó.
Dicho lo cual, me encanta la sugerencia de ir pescando y hasta recolectando olores para cocinarlos y digerirlos, que no echarlos de menos, más adelante.
¡Nos has eliminado!.¿Cómo se llama eso, licencia poética?.
ResponderEliminarYou know what I mean..
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