miércoles, 18 de febrero de 2015

Aquellos sábados en latín

 
El coche que habitualmente usa otro compañero me lleva mucho más lejos de lo que luego apuntaré en el parte de viaje. Puede que el cenicero esté lleno de colillas, pero no me hace falta comprobarlo. Nada más abrir la puerta del copiloto lo noto. Ya no estoy en este día de febrero ciclotímico, ni siquiera en este año del que espero grandes cosas. Cosas medianas al menos. O cosas pequeñas y profundas que lo mismo me cambian por dentro. Cuando llegue a casa mi uniforme olerá ligeramente a tabaco, y no será una sensación desagradable. O sí, pero no importará, porque el olor de ese coche me ha transportado a un país de mi infancia.

Era un piso grande con un número de habitaciones que a mi escala de tamaño y fantasía parecía inagotable. Grandes habitaciones colectivas, despachos importantes, cuartos que se abrían a otros cuartos que se abrían a otros cuartos, como en una disposición fractal de la arquitectura. Todavía, siempre que sueño con espacios interiores inquietantes, recorro aquellos pasillos sin plano que los descifrase, aquellas habitaciones sombrías que nunca parecían orearse. Probablemente todo fuera mucho más claro y amable. Yo no era más que una niña que leía.

Aquel piso desde el que hubiera podido ver la plaza de toros de Málaga si me hubiera asomado era el centro de trabajo de mi padre. Los sábados nos llevaba para que mi madre pudiera hablar por teléfono con su casa. Abría la puerta, y la hipotética inquietud de furtivo que a lo mejor despedía su cuerpo al menos a mí me infectaba. ¿Cómo vería él ese sitio donde transcurría su semana, sin los ruidos y el barullo de los días hábiles, sin toda la gente que junto a él hacía cuentas y fumaba? El piso olía a taberna y a vida recién desalojada, y es posible que esa presencia rotunda le pareciese una especie de riña. No sé a él, pero a mí sí me daba la impresión de que estaba donde no debía. Olía raro, había muchas habitaciones que mi hermana y yo espiábamos como dos ratones en busca del trozo de queso de los dibujos animados. Abríamos otra puerta mágica y ahí estaba mi padre otra vez, regañándonos.

Pero cómo íbamos a estarnos quietas; quién pensaba que a nuestra edad podíamos dejar de abrir todos los cajones, probar todos los bolígrafos, girar en todas las sillas. La del jefe era un trono de cuero que probablemente te aspirase y te separase para siempre de tu familia. También había una habitación donde se almacenaba el material de oficina. Yo no hacía mucho que había leído una versión de Las mil y una noches para niños. Otra puerta ligeramente distinta de la anterior, un sillón imponente, el asombroso cuarto de las cosas que nadie había tocado todavía: todo tenía un doble fondo; todo era sugestivo. Explorábamos, nos la dábamos de eficientes secretarias en aquellas máquinas de escribir artríticas. Hacíamos cuentas delirantes en calculadoras que tenían dentro un rollo de papel indiscreto. Con la etiquetadora troquelábamos nuestros nombres en tiras de plástico gris que luego nos poníamos de pulsera. Mi madre hablaba por teléfono. Mi padre trataba de pastorearnos.

Quizás a la salida comiéramos en alguna parte búsanos y conchas finas. Mi padre comiendo búsanos era todo un espectáculo. Un auténtico especialista. Dominaba a la perfección la técnica de extraer el bicho de una guarida tan intrincada como la de su oficina. A mí siempre se me quedaba la última parte dentro de la concha, el premio secreto del molusco. El sabor salvajemente salino, agudo de limón, de lo que sacaba compensaba aquello a lo que no accedía.

Entro en el coche de mi compañero y es como abrir una de aquellas puertas sobrenaturales. Todo aquello ya no existe: máquinas de escribir, hogares sin teléfono, el olor de tabaco acaparando los espacios. Las semanas laborables de mi padre. Mi familia. Huelo y me parece que algunos de mis recuerdos hablan en lenguas muertas.

4 comentarios:

  1. El olor a tabaco, el sabor de la magdalena de Proust... añoranzas y más añoranzas, siempre con ese tono melancólico que usamos para describir las evocaciones. Queramos o no, parece que contínuamente nos estamos diciendo que sí, que todo tiempo pasado fue mejor. Y no es cierto. Pero el presente no puede competir contra la nostalgia, esto es evidente.

    Todos recordamos momentos que ahora nos resultan nostálgicos, y seguiremos haciéndolo: dentro de unos años podremos hablar de un hoy que entonces será un ayer y seguro que olería a algo. Conviene retener en la memoria este olor actual, que seguramente ya no tiene la fuerza de los olores antiguos, para poder echarlo de menos luego.

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    1. Una cosa sé de todo lo que llevo escrito: que doy todo lo que puedo para que el presente me agarre antes y más fuerte que la nostalgia.
      No creo que mi infancia huela más y mejor que cada uno de los días en que me levanta de un respingo el despertador.
      No añoro lo que siempre he considerado apocado.
      No estoy enferma de melancolía.
      Todo tiempo pasado...pasó.

      Dicho lo cual, me encanta la sugerencia de ir pescando y hasta recolectando olores para cocinarlos y digerirlos, que no echarlos de menos, más adelante.

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  2. ¡Nos has eliminado!.¿Cómo se llama eso, licencia poética?.

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