Por amor y por lealtad me salté el
juramento de que jamás volvería a tragarme una misa. Y en la
iglesia, paseando la mirada por todas las redondeces sospechosas del
retablo, por los dorados un poco libertinos de más, un poco ávidos,
me acordé de lo que escribía la amiga Laura sobre su incapacidad
para entender el discurso de un cura. Me vi terca como ella, empeñada
en permanecer atenta a unos textos tan presumidos que parecían al
margen del deber de ser persuasivos. Vi casi a cámara lenta como la
escucha amable a la que me había obligado pegaba un patinazo y se
quedaba ahí tirada, en el suelo frío, abandonada bajo uno de esos
bancos en los que de manera escalofriante aún se arrodilla gente
vieja.
Reboté, como Laura, como tantos otros,
contra el pellejo impermeable de los textos sagrados. Me volvió a
noquear el autismo de la Biblia. Y así habría seguido, arrugada y
furiosa, jurando que jamás, J-A-M-Á-S, volvería a poner los pies
en una iglesia, convencida de que el único templo que respeto es el
suelo en el que brotan hierbas y setas, si la palabra paraíso
no hubiera venido a rescatarme.
Confieso que me chocó escuchar una
palabra que creía marginada al ámbito de los clubes de carretera,
escrita en letras de neón tristes. A bocadillerías en lugares de
veraneo que se quedan vacíos en invierno. Pensé que ya no se
llevaba mucho en la retórica de la Iglesia. No me preguntéis por
qué, si los trending topic de la
doctrina no son mi fuerte. Pero de pronto el Paraíso me pareció una cosa muy
naíf, una representación cándida y tosca como los muñequitos de
grandes ojos almendrados y piernecitas cortas de los capiteles
románicos. Una promesa de plastilina. Seguid esperando el Paraíso.
Y de fondo, una musiquilla de anuncio cutre de radio. Me pareció que
al mismo cura le dio un poquito de vergüenza anunciarlo.
Y ya que estaba allí y que de alguna
manera había que pasar el rato, me dio por pensar que un Paraíso
pregonado en abstracto es un timo muy grande, una torpe maniobra del
marketing religioso. Quién quiere pasarse la
eternidad en el regazo de Dios, apiñado como una camada de perritos
con infinitos entes etéreos perfectamente desconocidos. Pensé que
hasta la agencia de publicistas más modestita podría ofertar una
estrategia basada en la premisa de un edén íntimo. Automontable
como un armario de Ikea. Personalizado hasta el delirio. Imaginé a
los funcionarios del Cielo adjudicando a cada difunto una parcelita,
dejándole manejarse como un concursante de MasterChef a la
caza de ingredientes en los Grandes Almacenes Infinitos.
Pensé que el hombre que acababa de morir
andaría atareado en ese momento levantando su conmovedor y modesto
Paraíso, mientras los vivos nos quedábamos tristes y perdidos: él
circulando sin ahogo en una bicicleta eterna por caminos sin escarcha. Él en bañador con su bebé tan blanco haciéndole
claqué sobre la barriga. Silbando al pintar las paredes de su casa
sin dejar caer ni una gota. Limpiando un montón de alcachofas
recién cosechadas de un huerto que nunca volverá a saber del
invierno. Chapurreando holandés con ángeles veraneantes y
preparando los cafés más fastuosos del Cielo.
Mientras el cura seguía leyendo sin que
una convicción bárbara lo inflamara, yo imaginé otras versiones
particulares de paraíso. Este y sus padres siempre fuertes y sanos.
Aquel con sus infinitos campeonatos del Barça. Aquella, la semana
que pasó en un balneario, expandida por todos los recovecos de lo
eterno. Yo con un maravilloso libro que nunca se acaba, iluminada por una luz verde de árboles, sin humo de coches ni ruido. Siempre riéndome con alguien, siempre llegando a pie
a todas las historias y a todos los paisajes.
Si me vendieran así el paraíso, quizás
podría revisar el juramento de no volver a escuchar una misa.
Me parto con el párrafo tercero y los usos de la palabra "paraíso".
ResponderEliminarY lo del pudor del cura me trae a la mente precisamente eso, que ya no se sostiene que ni curas ni políticos nos cuenten cuentos que, por otro lado, no sé si se terminan de creer.
Con todo y con eso hay leyendas que cuentan que hay curas (y políticos) que se hacen entender. Estemos atentas.
Besos mil!
Paaaso mortalmente de esas dos especies animales, querida mía. Yo al zoológico no vuelvo.
EliminarBesos, obviamente.
Es un paraiso surrealista en la más académica definición del término, esa que propones. Pero tendría su gracia, desde luego; más de la que tiene esa abstracción que nos cuentan y que efectivamente no es nada.
ResponderEliminarAhora, en lo de hacerse entender ya veo que eres poco militante de las misas: precisamente una de las armas de la religión -de cualquier religión- es hacerse incomprensible: lo críptico, para la gente de condición humilde y poco cultivada, es sinónimo de lo alto. De ahí que los católicos retrógrados sigan exigiendo las misas en latín: si no te entiende nadie es que eres superior.
Ya, me sé lo de la invención del jeroglífico por parte de los sacerdotes de Amón Ra, y lo de la nostalgia del latín, pero ¿qué poder puede conservar todavía un pobre curita envejecido frente a unas pobres viejas? La iglesia de pueblo o de barrio, sin tierras ya, sin ascendente, sin otra cosa en la hucha que calderilla, es tan o más humilde que sus parroquianos.
EliminarMe gusta tu paraiso. Solicito una plaza.
ResponderEliminarEn el Paraíso tienen que estar las personas queridas, y por eso tú tienes tu plaza asegurada sin necesidad de concurso. Pero esa es mi versión, ¿cuál es la tuya?
EliminarFíjate que me está costando imaginar u paraíso propio... ¡jo!
ResponderEliminarA lo mejor es que...¡no te hace falta!
EliminarCon salud, orujo y montañas...
Pos también es verdad! si es queee...
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