viernes, 28 de noviembre de 2014

Ahí van mis cinco


Me acuerdo de todo el kit de Barbie Forestal que me fui montando al poco de empezar a trabajar. Las guías de pájaros y de hierbecillas. El paquetito de gasas y mercromina, pomada para picaduras y protector labial. Un par de bolsas de red de las que se usan para ensacar patatas, porque nunca podía estar segura de que no fuera a encontrar un rodal de setas de ensueño, o un corazón amable emperrado en que me llevara a casa unos kilos de naranjas. La navaja que me regaló un compañero al que le contaba todo, todo y todo, cuando se hacía de noche bajo los árboles. Y mi brújula. Hoy me acuerdo sobre todo de mi brújula.

La compré nuevecita, en un Decathlon quizás, pero tenía ese aire vetusto de las cosas que las tecnologías digitales han relegado a un cajón sin salida. Era una brújula vintage, tenía una carcasa de latón dorado, y pesaba como una jornada laboral de catorce horas cuando me la metía en el bolsillo del forro polar. Me encantaba darle vueltas en la mano y sentir su tacto frío cuando andaba por el campo. Me encantaba llevarla, pero no la usaba nunca. Casi nunca. Muy raras veces la abría con la intención de hacer una práctica de orientación en algún camino en el que no me encontrara muy perdida. No tardaba mucho en volver a cerrarla, con un elegante click digno de Willy Fog que me encantaba. Podía pasarme una hora entera abriéndola y cerrándola, abriéndola y cerrándola, generando ese click tan old-fashioned que sonaba como un metrónomo para mis pasos. Pero no sabía utilizarla. Entendía la teoría, pero no me las arreglaba muy bien con aquella aguja tan errática. Así que por ahí anda el norte. Pues mira qué bien, me decía. Eso a mí no me ofrecía seguridad alguna. Cuando enfilaba mi cuerpo hacia la dirección que me interesaba, la aguja oscilaba cual política educativa. El norte era una cosa muy frívola y poco digna de confianza.

(Fin del Pasaje Melancolía)

Me acuerdo hoy de mi brújula a propósito de aquellos Objetivos Alocadamente Improbables. Si trabajas bien con ellos, si consigues el equilibrio ideal entre lo disparatado y lo inseguro, te darás cuenta enseguida de que no son un norte precisamente fiable para guiarte por el bosque de tu vida. Los OAI tienen que ser lo bastante locos como para que el hecho de visualizarte cumpliéndolos te haga poner cejas de Ancelloti, pero no tanto como para que su improbabilidad derrape hacia la fantasía.* Y ese equilibrio tan frágil sólo puede dar consejos de calado dudoso. La aguja de los OAI baila como una dama de honor borracha. Y sin embargo... Es posible echarse un bailecito con ella. Es posible que los OAI no sirvan para nada, y a la vez te echen un cable. Que no sean el mejor GPS del mundo, pero te permitan intuir tu posición relativa respecto a lo que en el fondo, muy en el fondo, necesitas.


La ceja que ondula el camino.
¿Qué dise, quilla?

Mis OAI, a bote pronto y por orden creciente de improbabilidad, serían hoy los siguientes:

  • Llegar a escribir el libro cuya simiente ha empezado a arraigar en mi corazoncito (Improbable, porque no sé si mi cuerpo y mi mente son genéticamente aptos para peoná semejante)

  • Comprame una furgoneta como esta (bastante improbable, porque mi plaza de garaje alquilada es de tamaño Playmobile, y porque mi coche de doce años anda todavía de modo bastante aceptable, y porque desembolsos de cuatro ceros me hacen pensar concienzudamente “pa qué, Silvia”)

    Mi cumpleaños es la semana que viene. Acepto donativos.

  •  Hacer travesías a pie o en bicicleta por lugares agrestes, dormir con los cárabos, cargar todo lo que necesito en una mochila, vendimiar relaciones en ruta (muy improbable, porque no sé si me atrevería a hacerlo sin cómplice).

  • Pedir una excedencia para conocer la experiencia WWOF y partirme moderadamente el espinazo a salto de granja (muy, muy improbable, porque mi padre puede morirse esperando a que le ayude a hacer caballones y exterminar hierbas malqueridas)

  • Vivir en una casa de campo, lejos de los coches y de las vecinas con insomnio y de los aires feos y de los apegos urbanos (muy,muy,muy improbable: demasiados ajustes laborales, demasiadas negociaciones sentimentales)

Y podría seguir y seguir, hasta un grado de improbabilidad muy elevado a cinco, pero la aguja loca de mis OAI parece que se obceca en un norte más o menos claro. ¿Alguien lo distingue? Lo silvestre y el aire libre. Quién me iba a decir que a estas alturas iba a aprender a leer al menos esta brújula.


* Lo siento, Bubo, pero lo tuyo con Megan y las hojaldrinas no es un OAI, sino un OTF (Objetivo Tú Flipas)

martes, 25 de noviembre de 2014

(Y también escucho reggaeton)


¿Qué nombre le damos a ese trance de que te atraiga diabólicamente alguien que te daría vergüenza presentar a tu mejor amigo o a tu hermana? ¿Enajenación Genital Transitoria? ¿Gravitación Carnal Alienante? Imagínate: un rociero de pelo engominado y tirantes rojigualdas. Un culturista con rubio platino en la barba y camisetas que a simple vista no parecen poder quitarse más que con rascavidrios. Un matemático que rellena cada año el álbum de cromos de la Liga, y que garabatea en un cuaderno de bolsillo ecuaciones sobre la probabilidad de que en un mismo sobre te salgan Messi y Modric. Un legionario con El novio de la muerte como cancioncilla de móvil.

A mí ese trastorno me ocurre a veces con libros. Con ese tipo de libros que encontrarías en la sección de autoyuda. Yo me hago la tonta buscando manuales de yoga, pero en realidad mi rádar para la perversión literaria ha entrado en modo alerta. Mi rabillo del ojo izquierdo rastrea como sin querer títulos en imperativo. Sea así; Conviértase en tal; Trabaje tres minutos al día. Tonos de jardín de infancia en las cubiertas. Sospechosa abundancia de flores y mariposas. A veces uno de esos títulos interpela clamorosamente a tu víscera ñoña. Te magnetiza. Y lo extraes hechizada de ese oasis de papel meloso y autocomplaciente que abochorna levemente a tu juicio. Si tiene cuestionarios y ejercicios te lo llevas a casa, quieras o no quieras. Te obligas a comprar otro libro algo más presentable para no avergonzarte al pagarlo. Sí, quiero los cuentos completos de Faulkner y, esto, ejem, Lígate a un legionario culturista con el poder de tu mente.

Y luego llegas a casa, empiezas a hojearlo de manera medio furtiva, y te das cuenta de que eres carne blandita para la fiera de los prejuicios. No hay libros más o menos respetables, sino libros mejor o peor escritos, con ideas brillantes o lamentables y argumentaciones lúcidas o aptas para cretinos. Y hay libros de los que a priori nunca pondrías a la vista en tu bar favorito que terminan convirtiéndose en perro lazarillo. Yo acabo de devorar este:



 
Y mi víscera ñoña se ha sentido soberanamente complacida. ¿Me ha aportado algo de provecho? Probablemente, pero más que su contenido, lo que me ha camelado ha sido su gracia y su voz risueña, a veces suave, muy suavemente caricaturesca, y su sensatez bestial y compasiva. ¿Se convertirá en un impulso para redecorar mi vida? No creo. Me jacto de tener enjundia suficiente como para que un libro de tapas moradas me haga de biblia.

¿Recetas, instrucciones, mapas del tesoro? Ninguna, y eso es algo que honra a su autora. Pero sí hay cuestionarios, y hay ejercicios, y hay la opción de pasar un rato jugando a que la vida es un plato de confección sencilla. Este me encanta: la Lista de Objetivos Alocadamente Improbables (OAI), por el alivio que genera su mordacidad implícita: metas tan exuberantes que ningún juez interior podrá culparte si no las alcanzas. Fantasía existencial que te devuelve a la época en que decías ¿vale que yo era astronauta y tú tenías un kiosko de gominolas galácticas en la constelación de Alpha-Centauri?, y que no te compromete a nada. O a casi nada. Quién sabe. A lo mejor esa semilla de alucinación queda latente después del juego, cuando ya toca poner el despertador para el madrugón de mañana, en un rinconcito oscuro y caliente de tu cerebro. A lo mejor tarde o temprano, y sin saber si has hecho algo para merecerlo, termina fructificando.


Me encantaría leer en los comentarios alguna lista de OAI. Me chiflaría que nos dejásemos de sonrojos y me presentarais a vuestros rocieros / culturistas / friquis / legionarios.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Está pasando

 
Transición. Resuena en mi conciencia tan machacona como en la de toda la ralea política.
Transición. Lo susurra la base de mi cráneo, mis muelas del juicio y un espacio pequeñito que se va abriendo como un helecho entre el esternón y el ombligo.
Transición. Algo que sé sin saber en que me fundamento para saberlo. Pero lo sé. Algo que lo quiera o no ya está en curso. Pero lo quiero. 
 
No tiene programa ni diseño. Sólo una especie muy imprecisa de credo. No tiene nada que ver con las habilidades o las torpezas del primer plano de mi conciencia.
No puedo ni quiero analizar este estado, descomponerlo o manipularlo. Al menos todavía.

Es una dirección diferente que desconozco adónde me lleva y en qué va a convertirme.
Una energía sorda, un rechinar interior que se parece a la fuerza que mueve en secreto las placas de la litosfera.
Un núcleo que se funde y se pone cada vez más caliente, y que ya está a punto de derramarse como un río de lava por una ladera, quemando tierra a su paso y generando formas nuevas.

¿Me siento perdida? Muy cierto. ¿Desconcertada? No tanto. Llevaba una temporada sintiendo señales. Un leve pinchazo en el corazón a la hora de acostarme. Una necesidad acuciante, casi patológica, de salir de la cama por las mañanas. Una consternación disimulada de ver cómo el tiempo se iba licuando, día tras día, una semana encima de otra, un gran vaso de meses que te bebes de un trago y no llena bastante porque no tiene fibra. ¿Asustada? En absoluto. La falta de rumbo no me hiere si no pienso en ella o la someto a esa manía tan cansina de hacer juicios.

Transición. Digo que no sé hacia adónde, pero ya lo voy presintiendo. Mi corazón nota síntomas igual que los nota mi cuerpo.

Síntoma nº 1: no quiero estar hoy en ningún otro sitio distinto.
Síntoma nº 2: cada tarea insignificante y fastidiosa de la supervivencia – salir a comprar fruta, limpiar el váter, sacar los jerseys de su escondite – se me revela tan llena de sentido como aquello que me he habituado a pensar que hace que la vida merezca la pena.
Síntoma nº 3: se me olvida mirar los relojes.
Síntoma nº 4: paso minutos muertos pasmándome de que respiro. Se me convierten en minutos vivos.

Transición. Digo que me siento confusa, pero la confianza invade poco a poco el terreno que ya no cubren las certezas. No voy a hacer ningún esfuerzo. No voy a seguir apretando: la mano que escribe, el diente contra el diente, la voluntad que se impone, el cuello torturado. Por ahí van los tiros:

De la inquietud a la paciencia.
De la obligación al descanso.
Del proyecto a la intuición.
De la productividad a la presencia.
Del esfuerzo a la distensión.
De la meta al desarrollo.
Del vigor a la ligereza.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Cómo era la abuela





¿Quién se deshizo de su lata de botones? ¿A qué hija deshecha por años de cuidado, a qué yerno, a qué sobrina-nieta le parecieron poco dignos de ser conservados? ¿Cómo acabaron desparramados en el campo, medio escondidos por ese tipo de matas sin nombre que colonizan los eriales? Cerca de ellos había un colchón de espuma, destripado y como picoteado por pájaros. ¿Vinieron de la misma casa? ¿Formaron parte de un mismo botín del olvido?

Quizás haya ahí más cosas de la abuela, justo ahí mismo, en el hueco de esa cantera abandonada que el pueblo ha estado usando para quitarse de encima lo inservible. Cambios de decorado en las casas. Puertas de madera que no soportaban más barnices. Personajes que van rotando. Han echado toneladas de tierra encima de todo eso. Han plantado pinos y gastado dinero de suecos o alemanes en adecentar el paisaje. No está bien que nuestros restos se queden al aire. Resulta ... grosero. Feo como las venas correosas de un viejo.

Nadie quiso los tres o cuatro platos de Duralex tan rayados, tantas pasadas de cuchara que sufrieron, tantos litros y litros de sopa aguada con que fueron llenados. Ninguna prima le imaginó una segunda o tercera reencarnación al tapete de ganchillo que había encima de la butaca y que la cabeza roída de la abuela fue poniendo amarillo. Los jarroncitos con flores artificiales hubieran resultado bochonosos hasta en una tienda de chinos. Los catorce calendarios de Fray Leopoldo. Cómo era la abuela. Todo lo guardaba. Y no dejó más que mierda. Mejor que se quede ahí escondido. La arqueología ennoblece, tapa las vergüenzas.

Pero los botones se quedaron al aire. Y cómo era la abuela. ¿De dónde diablos los iba sacando, cómo era posible que los acumulase? ¿Los arrancaba de prendas que ya no soportaban ni un solo lavado? ¿Recogía los que veía en la calle, por si acaso, mirando a lado y a lado? A lo mejor se cayó uno de tu falda de pana en una visita que le hiciste a los once años. A lo mejor se pasó otros once esperando a que volvieras para pegártelo. La falda se te quedó pequeña. El botón y la abuela se quedaron esperando. Hebillas de alpargata que ni la más modernita se atreverá a poner de moda. Por el amor de dios, tornillos oxidados. Unas llaves viejas. Como si alguna vez hubiera tenido algún secreto, o algo que moviera a la codicia.

La abuela nunca dejó de pensar que lo que guardaba podría tener otro uso más adelante. No había nada realmente inservible, nada que debiera ser desechado, expurgado de la casa. Era una forma ya perdida de esperanza.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Y con esto os respondo y cierro el asunto de la hipocondría

Estoy ya en la cama, vencida para la lectura, pero consciente de lo manga por hombro que me he dejado el cerebro a lo largo del día. Paso lista a mi cuerpo para comprobar que ninguna de sus partes ha hecho novillos. ¿Somos una clase cohesionada? ¿Vamos carne y mente a una, todavía? Vamos. Cada trozo de mi despiece me dice alguna cosa, trae un ronroneo o un recuerdo, cuenta una historia o una queja. La planta de los pies me devuelve esa sensación religiosa de entrar al mar frío en un día de poniente. Mis gemelos echan de menos jactarse de haber conocido los Pirineos. El culo es pura zumba y tiene inteligencia de ajedrecista para memorizar movimientos obscenos. Mi cintura: el lugar adonde le gusta posarse un momento mi mano amiga preferida. La espalda me pregunta si me acuerdo de cuando este verano eché una siesta en el bosque, y luego, al desnudarme, tenía en la piel marcas de hojas que parecían besos. En mi mejilla vive todavía la caricia que dejó un bombero hace doce años. El cuello es una maroma tortuosa que no sabe hasta cuándo podra mantener la cabeza anclada a puerto.

Me recorro, me repaso, y me leo. Y entonces la sensación de amenaza regresa, y yo apenas puedo soportar que toda esa belleza antigua que mi cuerpo ha ido acumulando se desvanezca. En un año o en cincuenta. Lo peor de creerte en el filo del precipicio, de este atar cabos vagos de la manera más espantosa posible, es la sensación de pasmo y extrañeza: empezar a considerar que ese cuerpo que te ha dado tanto y te ha llevado lejos sea cosa ya del pasado. Que se haya divorciado de lo que ahora mismo está metido entre sábanas. Pero si hace una semana estaba trotando por el huerto de mi padre con la camiseta llena de aguacates. Pero si ayer fui Beyoncé bailando en el gimnasio. ¿Cómo voy a estar enferma?

Y no es sólo esa desconexión repentina con el pasado, sino también con todo el tiempo que se supone que me tenía que quedar por delante. Pero si me quedan tanto por hacer. Pero si justo ahora empezaba a materializarse ese proyecto literario que llevaba tiempo rastreando. Pero si sigo hambrienta de andar por el monte, mojarme con la lluvia, dormir al raso y reír toda una noche. Pero si tengo la alegría vital de las moscas. ¿Cómo voy a morirme?

Entonces surge la revelación que en cierto modo justifica la senda disparatada por la que mi mente desbarra de vez en cuando. Es una imagen muy breve, más bien vacía. Soy yo insertada en un paisaje. Hay tonos dorados, no sé si de sol o de otoño, de bosque o de espigas. No estoy haciendo nada. No camino, no leo, no escribo. No busco nada. Estoy tranquila. Estoy tan tranquila. Sé que mi casa está ahí detrás, muy cerca a mi espalda, una casa sencilla y sin ruidos en la que habitualmente cocino lo que mis manos han cogido de los árboles o de las matas, y donde a lo mejor he dispuesto la mesa para la visita de algún amigo. Pero ahora mismo no espero eso tampoco. No ando a la expectativa. No me inquieta no tener tiempo para hacer las cosas que debería tachar antes de irme a la cama o a la tumba. No hay tiempo que valga. Ni por detrás ni por delante.

Sé lo qué es esa imagen. La reconozco un poco antes de quedarme por fin dormida. Es la mejor versión de mí misma, Laura. Es lo que, Lectoraadicta, no soportaría que la perspectiva de la muerte me quitase. Es la vocación que me ha costado tanto concretar. El miedo se convierte en una piqueta que arranca motivaciones ajenas y valores heredados. La amenaza, fundada o infundada, Paseante, encuentra atajos hacia el sentido: yo sólo aspiro a esa alegría apacible que desprendía cada elemento de mi imagen. Esa situación en la que una sólo sirve para hacerle coros a todo lo que el sol ilumina. 

 


(No me olvido de ti, Ficticita: todo esto que he escrito es precisamente el poso que me deja la experiencia del miedo en este cerebro de merluza a la romana que tengo)

jueves, 13 de noviembre de 2014

Me avergüenzo lo mejor que me sale

 
Este es uno de esos momentos que dejan mi dignidad maltrecha. Uno de esos cuyo relato avergüenza tanto a mi madre como a la mejor versión de mí misma que me guardo aún en la manga. Este es uno de esos momentos en los que me levanto de la silla de nuevo, pronuncio mi nombre ante la concurrencia y confieso que la vida me asusta sobremanera.

La vida no: lo que linda con ella. Todo país a este lado de la nada es mi amigo. Todo lo que pueda ocurrirme mientras respiro lo acataré con la cuota de aplomo que tenga. El dolor en realidad no me intimida. Si la negociación es posible, la enfermedad es siempre una oportunidad para entrenar la paciencia. Las otras, las irrevocables, las sordomudas, las que alzan una ceja ponzoñosa ante el instinto de supervivencia, esas son las que me quiebran.

Qué confesión escabrosa. Pero, ¿cómo, Silvia? ¿También a ti la hipotésis de morir te aterra? ¿Te abochorna estar a la misma altura emocional que los cerdos cuando el matarife se acerca? Pero el que me conoce sabe de qué pie cojeo. Este es uno de esos momentos en que el que me quiere pone los ojos en blanco. Lo entiendo. Uno de esos momentos en los que mi talento para imaginar lo que podría llevarme a la tumba descuella.

Lo sé. La hipocondria es un transtorno mental con un glamour muy dudoso. Propia de señores bajitos con gafas de montura gruesa. No se en qué momento me comí a Woody Allen, pero ahora se me repite. A Charlotte Brontë, a Marcel Proust o a Darwin. No sé cuándo la preocupación por la salud se convirtió en esta cosa pornográfica, tan alejada de la realidad y tan sin encanto.

Pero así estamos. Así es como justo en este momento estamos, desde que un par batas blancas han empezado a tener en cuenta la posibilidad de que esas extrañas partidas que se juegan en mi cuerpo, las erupciones en la piel, la menstruación incierta como el Guadiana, los hormigueos en brazos y piernas, obedezcan al final a una sola regla. Anónima, por lo pronto. He empezado a ser la mesa donde se montan los puzzles. Y eso a la vez me consuela y me aterra. Lo primero, por el gusto de tenerlo todo bien atadito, lo bastante compacto como para poder atacar por un solo flanco. Lo segundo, porque no hay manera de saber si en esta pantalla de Tetris en la que a lo mejor me he convertido quedan piezas por caer, todavía, y si será posible encajarlas sin que den mucha guerra.

Este es uno de esos momentos en los que el no – saber se olvida de la etiqueta. No saber si el Dr. Maligno aguará la fiesta en el bonito mundo de color de Austin Powers. No saber los medios astutos que podría usar la nada para expresarse a su modo tajante. No saber el nombre del gusano que en este mismo momento podría estar royendo el corazón de tanta vitalidad, de tanta esperanza como cada despertar me genera.


Aunque sea una tipa culta, de esto no me avergüenzo.

Y, sin embargo, en medio del no – saber histérico, puedes saber ciertas cosas. Después de una travesía larga, es posible llegar a la costa de aquellos países amigos de los que hablaba. Despegar una esquinita del tiempo que normalmente das por sentado te ofrece la ocasión de comprender algo más del dibujo de tu vida. Después de los bandazos y de la sensación ocasional pero punzante de ir a la deriva, descubres lo que bajo ningún concepto tolerarías que la muerte te quitase.

Este es uno de esos momentos vergonzosos que a veces me sirven de brújula. Uno de esos momentos que en cierto modo agradezco.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Esto va de no dejar que se pierdan los detalles

 
La jaula donde fue capturado el mapache. Guardaré ese fotograma en mi memoria durante años. Lo veré pasar por mi mente dentro de quince, en el transcurso de una meditación sentada, si es que sigo perseverando. Lo confundiré con un sueño en 2035, cuanto esté a punto de quedarme dormida en la siesta. Abriré los ojos de golpe y pensaré qué raro. Quién puso ahí esa escena. ¿David Lynch, acaso?

La jaula, que en realidad es un transportín color crema pocha, gotea lejía por la puerta. Dentro, flotando en un líquido que jamás desinfectará mi recuerdo, un puñado de esponjitas de azúcar: rosa cursi en contraste con los restos de sangre y de mierda que han quedado del lance. Hemos leído que los mapaches se pirran por esas chuches, y preguntado en dos o tres gasolineras hasta dar con ellas. Qué habrán pensado de nosotros, dos criaturas uniformadas que bajan marciales de un todoterreno y se ponen a la cola tan serios. Tan profesionales. No seré capaz de olvidarnos, aunque me alucine reconocerte en ese que disimula una bolsa de colorines junto a su pierna, reconocerme en esa que busca monedas con prisa y sin mirar a los ojos a la dependienta.

No olvidaré la pequeña manita negra, sorprendente, dolorosamente primate, que agarra contra un pecho de peluche una de esas esponjitas. Una mano que nos obligamos a visualizar como garra para que lo que estamos haciendo tenga algún sentido. Este animalito de aspecto mimoso podría arrancarnos un ojo si tratáramos de hacerle una caricia. Podría desbaratar nidos y madrigueras, convertir en un plató de Tele 5 el ecosistema. Pero ahí estamos nosotros para impedirlo. El cebo ha funcionado como si el animal sufriera mal de amores y necesitara un chute de calorías; la carita de atracador de cómic se pierde en la versión pegajosa del paraíso que hemos concebido. No la veremos más. No querremos saber si murió con la boca dulce. Sólo nos quedará aquel fotograma: el transportín vacío, el rosa estúpido de las chucherías. Una suciedad que habla de la enésima batalla por la supervivencia. Lejía para no dejar rastro de lo difícil que es convivir en este planeta.

Recordaré esa imagen una y cien veces y pensaré qué raro. Qué vida tan rara hemos vivido, sin darnos cuenta.

A continuación pensaré de nuevo en los detalles. El terrible poder de los detalles para hacer de cualquier escena algo memorable. El bicho no se me habría grabado en la memoria si no hubiera agarrado de esa manera infantil la esponjita. La película no sería tan violenta sin esa combinación de mierda y dulzura asesina. Me exhortaré una y otra vez para permanecer atenta al detalle. Cebaré una y otra vez mis trampas para no perder ni uno de ellos.

Y entonces te veré de nuevo cargando por media ciudad con una garrafa naranja, llena hasta los topes con tres litros de mi orina. Dentro de quince, treinta años, habré olvidado para qué análisis concreto tenía que servir toda esa cantidad increíble de mí misma. Habré olvidado quizás alguna palabra de nuestro idioma privado, o alguno de tus regalos de cumpleaños. Pero jamás, jamás, se me borrará ese detalle capaz de traducir sutilmente toda tu camaradería.

Te recordaré portando mi orina como si fuera oro líquido o mirra y pensaré qué raro. Qué absurda y maravillosamente rara la vida.

sábado, 8 de noviembre de 2014

La tentación de hibernar


Me cuesta una tonelada de voluntad salir de debajo de la manta. Estoy tan a gusto que no entiendo cómo la Iglesia no recoge la siesta invernal dentro de su poco imaginativa lista de pecados capitales. Ah, que esto entra en el saco de la pereza. Bueno, no exactamente, pienso yo. Hay algo más mucho militante que la gandulería en la negativa que mi mente le da al mundo esta tarde. Es una necesidad orgánica. Esta mañana he cambiado la selvática colcha de verano por el edredón, y ahora descanso sobre un fondo estampado de hojarasca. Me enrosco sobre mi ombligo. Cierro la madriguera con una mantita de viaje. A veces abro los ojos para comprobar que ningún charco de sol me está esperando ahí afuera. La luz pasada por agua sigue adelgazando. Eso es el invierno: una estación devoradora, una hormiga avariciosa que nos deja sin alimento a las cigarras.

Nadie va a convencerme de que esto que ha entrado sea el otoño. La meteorología se ha puesto categórica. Hace una semana paseaba por la playa en manga corta; este mediodía he salido a la calle con unos tres kilos más de ropa. Invierno rencoroso. Me da igual lo que a modo de reconciliación haya escrito anteriormente. Lo odio. Lo odio. Lo odio. ¿Puedo quedarme en la cama los próximos cinco meses? Cada célula de mi cuerpo lo desea. Que me den al menos un periodo razonable de adaptación. Diez o quince días, lo justo para que mi piel se acostumbre y deje de tirarme en cada uno de mis bultos como si hubiera encogido al lavarla.

Por decirlo de manera benigna. Lo cierto es que el invierno repentino me ha regalado un ataque de dermatitis brutal. No voy a quejarme. Sólo pido que un alma compasiva me arranque las diez uñas de las manos para poder parar de rascarme. Mejor aún: que me desuelle y me ponga una piel nueva, artificial, intacta. Un neopreno finito, silicona deluxe. Algo inerte que no pique ni duela ni se reseque ni me convierta en un ser poroso y vulnerable. Que me haga dura y permita que me defienda regiamente del frío. Que evite que la mínima caricia me sacuda como un terremoto. Hasta que venga ese mesías, mi cuerpo suplica que no lo saque de la cama.

Y entonces ¿por qué me fuerzo a levantarme? Porque por muy a la ligera que me dé a la regresión, no soy ninguna osezna. En mi neocórtex cerebral se hunde bien profundo el surco de la diligencia. No está bien que duerma tanto, cuando todavía hay luz de día peleona, no, señora mía. No es buena esta estrategia del búnker. El mono empezó su viaje hacia la humanidad bajándose de las ramas. Yo debo regresar a mí misma siguiendo el mismo camino. Ponte en pie, Silvia, sal de la cama.

Y lo hago, lo hago, rascándome, acariciando los sillones como quien llora un amor perdido. La vida pica y escuece, pero no hay nada mejor que sentirla. De mi paso por la madriguera salgo con una idea que consuela: mi cuerpo sigue el curso de las estaciones. Se subleva en primavera; se despliega en verano; languidece en otoño; en invierno se achica. Soy animal con dos pelajes. Soy un árbol. Adoro esa imagen. Estoy cambiando de color ahora, reteniendo unos días más el sol antes de soltar la hoja. Quedaré reducida a mi esencia, expuesta al paisaje. Y en abril demostraré que la meteorología adversa es algo tan transitorio como mi piel enferma.

Haiku vegetal