sábado, 30 de agosto de 2014

No estaba muerto

 
A veces te descubres usando formas verbales impropias. Hablas en pasado de heridas que todavía huelen; conjugas en presente cuentos de tu vida que no han sucedido. Das por muerta una cuarta parte del año. Y automáticamente te sale: qué corto se me ha hecho el verano. A las chicharras les da coraje, y por eso redoblan sus restregones frenéticos. El pelo aún se te pega a la nuca, y colocarte el ordenador sobre el regazo sigue siendo una modesta tentativa de suicidio. Te quitas el vestido, sacas los pies de las chanclas, miras por la ventana para comprobar que nadie del parque vecino te va a ver las tetas si te quitas el sujetador. Sudas: el bigote, el pubis, la axila izquierda, sólo esa. Ojalá pudieras arrancarte también el aire viscoso de tu alrededor inmediato. El verano es un muchachote, y tú te empeñas en jubilarlo.

Es verdad que tienes cómplices. La ciudad ha cambiado en apenas cinco días, sin sutilidad ninguna: los ausentes empiezan ya a ventilar el ambiente enfermizo de sus pisos, como si achicaran calor en vez de agua. Poco a poco la circunvalación se va congestionando. En el gimnasio los habituales se abrazan, y arrepentidos confiesan todas las cervezas y las tarrinas de helado a las que no han sabido negarse. El ruido de la cuesta te ha vuelto a robar la opción de dormir con los balcones abiertos. Ya no le cantas poemas de amor a la brisa. De noche la gente pasea por el bulevar como si estuviera en una cámara hiperbárica: entre la playa y el adiós a las vacaciones, una aclimatación. Los carteles publicitarios rebosan mochilas y chándales. Los locutores estrella de la radio empiezan a incorporarse. El calendario intimida. Si esto fuera un complot contra el clima, no haría falta que nadie os delatara. Qué más da que ahora haga más calor que en julio. El verano se acaba, y tu papagayo interior lo sabe.

Qué corto se te está haciendo este verano. Qué pocos remojones en el mar por culpa de levanteras y ponenteras y de una temperatura hostil del agua. Qué poca o ninguna montaña. Qué poca vida exterior. Formentera queda lejos. Las horas sentada al fresco no parecen computar en la calculadora de lo importante. Si te dejaras llevar por la nostalgia de septiembre, puede que lo que ha pasado estos meses te pareciera escaso.

Y, sin embargo, un recuerdo tonto y mágico te sirve de antídoto. Estás otra vez en casa de tu padre, empujando las puertas de la verja. Vuelves de tirar la basura en el contenedor comunitario. Huele tan bien a matojo húmedo. No hay muchas estrellas, porque nos las han robado a nivel planetario, pero algunas sí que resisten. Siempre te sorprende lo bonita que se ve la casa desde fuera: el exterior bordado de sombras vegetales, una palmera, un cactus, una cenefa de jazmín que parece un tatuaje; el interior, tan cálido y naranja como la pulpa de un mango. Entonces la sientes perfectamente: la razón de que el verano sea tu estación favorita. En estos meses hay una especie de relación romántica entre tu cuerpo y el aire. Tu piel ya no es una barrera sino una puerta abierta. Te pasas el resto del año echando de menos esa falta de diferenciación, y sólo esta noche has sido consciente de ella. De repente has notado con todo tu ser una cosa más bien idiota: que es verano y que te encanta. Sin más adorno ni planes. No hace falta verbo siquiera. En tu mente, el mismo clamor de las chicharras: verano, verano.

A veces usamos maquinalmente los tiempos verbales. A mí no me importan las señales de que esto se va ya acabando. Todavía verano. 
 

miércoles, 27 de agosto de 2014

Diez chapuzas de Dios

 
Dios no tenía madre que le lavara el cerebro con refranes del tipo Vísteme despacio que tengo prisa. Dios, en su infinita sapiencia, desconocía los riesgos de la precipitación. Dios procrastinaba, y se dejó para la última semana de curso todo el temario de la Creación. Tenía toda la eternidad por detrás y por delante para hacer una cosa fina, sin más cliente, contratista o acreedor que su propio capricho, y no se le ocurrió otra que improvisar un Universo en seis días. Después de semejante empacho, al séptimo, lógicamente, descansó.

A lo mejor se encontraba solo, inconmensurablemente solo, y se puso a fabricar mundos en un ataque de salvaje melancolía. Tenía el seso y el corazón supurantes, y hasta Él debe de saber que uno entra en estados febriles creyéndose un genio y sale de ellos con un montón de mierda alrededor.

A lo mejor nunca lo había hecho antes.

Chapucero, maníaco-depresivo o simplemente novato, a Dios se le ve, a poco que mires, el plumero de la incompetencia. A mí se me ocurren las siguientes diez pifias, pero segura que hay otras tantas:

Las rodillas. Uno no se explica cómo las manos virtuosas que modelaron el ala de la libélula o el cloroplasto pudieron echar remiendos a la hora de ensamblar las diversas piezas del esqueleto. Los tobillos recuerdan a aves de corral, los codos son increíblemente toscos; los nudillos sugieren congestión, pero ¿y las rodillas? ¿No había otro acabado menos basto que poner ahí encima, como a paletadas, un pegote de plastilina, una excrecencia de carne más propia de un muñón? Hay rodillas y rodillas, pero hasta las menos imperfectas tienen un aire de pieza de jamón de York.

Las uñas. Estoy hablando del cuerpo humano, ¿de acuerdo? No sé, hay algo que no me cuadra en eso de a su imagen y semejanza. Dime, Dios, ¿eres un resentido o un juerguista? ¿Para qué necesita tu Delfín – Hacedor – de – Herramientas esas plaquitas córneas que, por muy curioso que uno sea, son imanes para la mugre más cobarde? ¿Que crecen y crecen y se burlan de un pobre cadáver?

El asunto del pelaje está igualmente mal resuelto. Al cambio de armario y la depilación me remito. ¿Quién ha visto a lagartijas y liebres armar la que armamos nosotros a cada cambio de estación? Podría decirse que la caída de la hoja es otra forma cutre de adaptación climatológica; pero al menos de ella se benefician el humus y los pintores impresionistas. De mis cambios de armario sólo sacan partido Inditex y, si acaso, alguna mujer de mi familia.

El sueño. Que sí, que yo ya me sé su importancia fisiológica, lo de la reparación de los tejidos y la consolidación del aprendizaje y la memoria, pero ¿no habría otro proceso menos parsimonioso y torpe, más aprovechadito, que un coma de ocho horas? Uno se echa a dormir como si fuera un ordenador de los años ochenta, y por si fuera poco desperdicio de un tiempo que así se vuelve precioso, al despertarse tiene que emplear al menos otra hora para recordar cómo funcionaba la vida.

Que quede claro: Dios es misógino. Sólo tengo que poner encima de la mesa, y perdón por lo escatológico, esas dos grandes salidas de tono que son la menstruación y el mear en cuclillas. ¿Qué es eso de poner los orificios femeninos más escabrosos apelotonados ahí abajo? ¿No quedaba más soporte anatómico para los distintos tipos de evacuación? No sé, el dedo meñique está francamente infrautilizado. ¿Y el sangrado mensual, haya o no oportunidad de reproducción? A eso se le llama ensañarse.

Hablemos un poco de animales, para no pasarnos de antropocéntricos. A ver, Padre Eterno, hay un millón de especies de insectos descritas, y la Wikipedia calcula que entre otros diez y treinta millones están aún por identificar. En medio de semejante masa apocalíptica de alas y antenas, ¿cuál es el sentido ontológico de las moscas, de los mosquitos? ¿No eran perfectamente prescindibles? ¿Había necesidad alguna de subirlas al Arca de Noé? El parasitismo también me parece una bufonada y una inmoralidad. Liendres, lombrices intestinales, pulgas, y garrapatas, y perdón por la demagogia, pero tertulianos, banqueros y políticos. La predación y la ley del más fuerte, a mi pesar, las respeto. La simbiosis es amor. Pero que ciertos seres ínfimos se tomen las naturales relaciones de poder como el pito del sereno viene a ser un atentado yihadista a tu omnipotencia. Dios.

La confinación ecológica de las especies resulta, como todo determinismo, una tomadura de pelo asfixiante. ¿Por qué no me dotaste de branquias, por qué no puedo volar sin Tranxilium y sin que Ryanair me veje? ¿Por qué me pesa tanto el culo si quiero trepar a la copa de un árbol? ¿Por qué he de compartir el tabique nasal desviado y la miopía de mi padre?

Podría seguir pero, Dios, no pretendo avergonzarte. Si tienes un poco de decencia, hace ya tiempo que debiste de haber lamentado que la conciencia humana te saliera como te saliera. 
 

sábado, 23 de agosto de 2014

Big Sister

 
¿Y ahora qué, Lionel?

¿Cuánto tiempo tendré que esperar para volver a tener ese esplenderoso cerebro tuyo entre manos? ¿Dos, tres, cinco? Venga ya. ¿Cuántos sucedáneos, mientras tanto?

Algunos no me parecerán, en comparación, completamente malos. Podrán resultarme pasables, atractivos, encantadores, hasta fascinantes. Daré por bien empleado el tiempo que les dedique. Algunos incluso conseguirán tumbar ese espejismo tan bien conseguido, ese lugar común que insiste en que el tiempo de los relojes existe. Me acordaré para siempre de alguna frase impactante. Tal vez, aunque me despida de ellos, pasen a formar parte de mi vida, de una manera sutil y suave, como ese tipo de amigos de los que uno tiene la certeza de que van a pillar tus chistes memos o ambiguos, por más que el lapsus en la comunicación se pueda contar en años. Puede que hasta me hagan olvidarte.

Pero ninguno de ellos conseguirá arrastrar el poso de deseo semiinconsciente de leerte otra vez. Grumos de nostalgia camuflados en la ilusión de encontrar nuevas juntas, que me obligarán a buscar tu apellido impronuncible en los anaqueles de mis librerías favoritas. Pero el momento aún no habrá llegado. Mientras yo miro y remiro, y acaricio los otros cuatro volúmenes tan queridos y amarillos; mientras con un suspiro paso de largo y sigo repasando la S en los estantes, Salter, Saunders, Steinbeck, tú seguirás sentada en ese viejo sillón de cuero del que no sabes desprenderte. La ventana abierta a la humedad poco amiga de tu pelo fosco, una taza de té de jengibre sin azúcar sobre el escritorio, el ceño fruncido, los ojos cerrados. Tal vez prepares una tarta de pesto y polenta, embebida sin embargo en tus paisajes mentales, procurando no espolvorear el relleno con la zozobra de tus personajes.

Dos viñetas en apariencia incoherentes. Quién sabe cuántos borradores por tu parte, cuántos descartes y brotes de novelas que terminaste podando pero que a mí me habrían valido de sobra. Quién sabe cuántos vaivenes de opinión por la mía, cuántas dudas todavía y cuántas certezas. Así hasta que en una de esas visitas un poco onanistas a la librería encuentre tu Nuevo Libro. Y en él, algunas de las intuiciones que no he sabido formular nunca, muchos más deslumbramientos, mucho hábito mental resquebrajándose. Tratados de ecología emocional expuestos de manera despiadada, por lo minucioso, por lo desnudos de toda vestidura biempensante. Maternidad, fidelidad, insatisfacción; enfermedad y muerte: todas esas abstracciones que pasadas por el filtro de un puñado de personas de mentira se vuelven dolorosamente específicas.

Devoraré entonces tu libro, en dos, tres, cinco días, y volveré a saber así que la espera siempre es más larga e irrefutable que un encuentro. Estaré otra vez de acuerdo con esto que cierra Big Brother:

 Por más daño que haga la carencia, la saciedad es peor. Así pues, esto es lo que pienso:  estamos hechos para tener hambre.

Hambreee


jueves, 21 de agosto de 2014

Nos escucharemos en el monte cualquier día de estos

 
Lo llamaré Camilo, por esas cejas imponentes que tiene, y esa cara de pocos amigos. No le reprocho nada: yo también, en su caso, hubiera tratado de mostrar una expresión brava, con tal de que nadie me oliera el miedo a lo desconocido.

No sé cuál es el alcance temporal y la calidad de la memoria de un pájaro. Camilo el búho joven ha recibido alguna que otra impresión a lo largo de su corta vida, pero ¿cuántas de esas vivencias adensan ahora mismo el amarillo de sus ojazos? Una caída en el vacío, un impacto que no fue fatal. El desamparo. Tratar de articular sonidos con una garganta demasiado verde y que arriba en el nido se desentiendan. La soledad. De repente, unas criaturas largas que se acercan armando un barullo insufrible. Tinieblas. Ah, la tregua consoladora de la oscuridad. Si yo no puedo ver nada, tal vez a mí tampoco me vea nadie. Pero espera, ¿y estos golpes, este traqueteo? Ah, no, otra vez la luz espantosa. Más criaturas largas y chillonas. Me meten comida en el pico. Tal vez no sean tan temibles. Comida. Comida. Más comida.

Algunos días le vienen recuerdos de aquel nido en las rocas, donde había gente de su tamaño y su forma. Allí olía mejor, pero donde ahora se encuentra no está mal del todo. Ha hecho ejercicio y se ha puesto fuerte. Ya es todo un hombrecito. No conoce los árboles, pero de alguna forma milagrosa o innata ha aprendido a volar haciendo quiebros, como si en su mente diminuta llevara una calcomanía del bosque. Y un buen día, la oscuridad parda regresa. La criatura larga que le daba de comer ratones lo ha encerrado en un sitio donde no puede moverse. Aquellos golpes que creía olvidados, aquel traqueteo...¿lospuede reconocer ahora?

Camilo está un poco nervioso. Dentro de su caja no para de soltar bufidos, como si ya se supiera de sobra el truquito de la noche falsa que hay en ella. En el tiempo que ha vivido entre humanos han debido de consentirlo. O a lo mejor es que su memoria no es tan corta. Estas cosas, estos vaivenes y ruidos, siempre ocurren después de algo muy gordo: un gran impacto, un abandono. ¿Qué es lo que tocará ahora? Por eso Camilo se toma su tiempo. Se ha abierto una rendija de luz en la caja, una luz espesa en la que sus ojos empiezan a intuir sombras. Como una vedette enseña una de sus patas y por fin, tras un momento de suspense, sale de cuerpo entero.

Erizado como si se creyera gato. Se le ve grandote e impactante, pero a mí no puede engañarme. Yo también he sido demasiado joven en lugares demasiado extraños. Reconozco la expresión de sus ojos grandes como monedas de dos euros, solo que mucho más brillantes. Los grandes ojos de las cosas que uno no sabe afrontar. El miedo a verte libre de pronto. La soledad. Todo eso que no comprendes. No deberíamos estar mirándonos, Camilo. La naturaleza nos ha diseñado para que no coincidamos más que de lejos. Tú reconoces la amenaza de mi especie, yo reconozco tu ulular. Poco más. Ya es hora de que nos separemos, amigo.

Camilo vacila, mira en torno a él, empieza a calibrar la geometría del paisaje. Mantiene esa mirada que quiere desafiante y se ve simplemente espantada. Cuando se acciona no sé qué resorte misterioso, levanta el vuelo de una vez por todas: las alas desmesuradas se abren, y ese cuerpo que parecía tan macizo levita. Del suelo al cielo sobre olivos viejos y encinas, sin emitir ni un sonido. Como una despedida definitiva o un te quiero que, sin ser pronunciado, se dibujase en el aire. Qué precioso silencio que ahora mismo es escudo, mecanismo de defensa, y que en poco tiempo será un arma de caza poderosa.

Se aprende esto liberando a animales salvajes: el miedo sabe marcar coreografías muy bellas.


Foto infame capturada de un vídeo de teléfono que no le hace justicia al Rey Camilo


lunes, 18 de agosto de 2014

Dale la vuelta como buenamente sepas. O cambia el menú.

 
Cuando me levanté y lo vi preparando crepes para el desayuno supe que estaba perdida. Me restregué los ojos, pero ahí seguía él, dos metros de más hueso que carne batiendo a mano unos huevos, adivinando la ubicación de las especias y la harina como si llevara más de una noche en mi casa. Se sabía la receta de memoria, y eso tenía que significar algo. Ni más ni menos que me había llegado la hora de darme por vencida en el pulso que me traía conmigo misma para no admitir que estaba enamorada hasta las trancas. Un hombre que sabe preparar crepes nada más despertarse es un espectáculo que me llegaba muy hondo: una coreografía de gentileza y autosuficiencia. Una demostración de destreza. Un modo de aristocracia. Era meticuloso: cortó la fruta que agonizaba en mi nevera con una precisión milimétrica, y cuando pensé que ya había visto suficiente, alehop, le dio a la primera crepe una vuelta impecable con un movimiento seco y escueto de muñeca. Debí haber intuido en ese momento que todo lo hacía con la misma precisión: voltear una crepe. Darle la vuelta a un flechazo para transformarlo limpiamente en desprecio. Devolverme mi admiración sin desenvolverla. Romperme el corazón.

Hay que ser de una pasta meticulosa y audaz para servir crepes con finura. Yo no soy así, en absoluto. Así que ¿qué locura transitoria me cableó la mente y me llevó a pensar que hacer estas crepes de zanahoria y garbanzo era una buena idea? Mis modos en la cocina son resultones, pero nada elegantes. Hago lo que puedo con mis manos de osito panda. A veces sobrevaloro mi pericia, decididamente. Con estas mimbres, y a una hora de largarme al trabajo, lo de hacer crepes, más que audaz, fue un acto irreflexivo.

Seguí la receta punto por punto. Mezclé el huevo con la harina de garbanzo, que es una cosa que deben de abominar todos los gurús de la cocina que enumero cuando picar verdura me hace acordarme de Sísifo. El gurú de la alta cocina es un señor que articula reguleramente el lenguaje y que reprueba esa actividad animal y sucia que es comer con hambre. La gurú de la cocina tradicional es esa vecina madre de Yosua que viste impenitentemente un bambi y que sería capaz de freír en aceite de girasol hasta el café con leche. El gurú de la cocina vegana, como yihadista que es, tiene mucho pelo, en la cara si es hombre; en el sobaco si mujer.

La masa de crepes en cuestión habría irritado a los tres. Resumiré diciendo que cuando tocó cocinarla, se pegó apasionadamente al fondo de mi sartén. Agosto, una y veinte de la tarde: el momento de ponerme el uniforme se acerca. Granada: me resbalan por la frente gotas de sudor e ira. El relleno de espinacas y ricotta lleva tanto rato preparado que un poco más, y su destino será el contenedor azul. Jose contempla el manicomio en que he convertido la cocina y, sin medir las posibles consecuencias, se atreve a preguntar si no hubiera sido más fácil freír unas papas con huevo. Mirada glacial por mi parte. Por comentarios así debieron de echarse al monte las amazonas.

Dos menos veinte. Hora punta del autorreproche. ¿Pa' qué te metes, Sila, pa'qué te lías en asuntos en los que no das la talla? Me avergüenza confesarlo, pero hay uno o dos pasos en el arte de cuajar tortillas que no logro dominar. Y una crepe no es más que una tortilla con ánimo de progresar en la escala social. Una tortilla esnob y trepa. Estoy tan fuera de mí que reviento mi nuevo minutero de cocina al intentar darle cuerda. Esto sí que no sé dónde voy a tirarlo. El tic tac ya no hay quien lo pare, y si lo echo a la basura normal, probablemente algún vecino del barrio termine avisando a los TEDAX.

En fin, no voy a alargar la historia. Ese día no se comieron crepes en mi casa, sino tortillas rellenas, sí, tortillas, moderadamente endiabladas y más o menos manejables. ¿Hay una moraleja capaz de justificar este post absurdo? Ninguna. Dejadme anotar sólo estos apuntes:

- Las preparaciones que van a ser gratinadas no merecen tanto esmero ni sofoco. Tú cúbrelas con una buena capa de tomate y queso rallado, y cuando llegue la hora de hincarles el diente, nadie notará si debajo hay una chabola de cartones o un Tal Mahal culinario.

- No soy habilidosa, pero sí terca, y las cosas que en principio me superaban, más feas o más bonitas, terminan sabiendo buenas.

- Hace mucho, mucho tiempo que el glamour de un hombre que sabe hacer crepes como el que extirpa un tumor cerebral no me dice tanto. Un buen corazón y alegría: eso es lo único por lo que estoy dispuesta a perderme.

sábado, 16 de agosto de 2014

Manifiesto antibrillo

Ya no me importa llegar a la playa y que el mar parezca un gran plato de sopa juliana. No me molesta toda esa nata, esos trocitos de verdura pocha, esa mugre flotante que recuerda sospechosamente a algún tipo de secreción. Ya no me repele que las algas me rocen los muslos: ese tacto cadavérico y violador.
No me importa salpicarme los pies cuando meo en el campo y llevo sandalias.
Caerme delante de la gente. Tropezar con mi propia sombra con una frecuencia superior a la media.


Ya no me importa que un bollito de masa acolche mi cadera según qué posturas. 
Que la piel de mis piernas no tenga la lisura pétrea de las mujeres de pelo fino. 
Andar con mi afroamericano culo proyectado hacia fuera como un patito. 
Las palmeras tiesas de pelo que encrespan mis dos coronillas y oponen una resistencia digna de respeto a mi empeño civilizador.
Todas las ocasiones tiernas y estúpidas en que defendí mi desnudez con todo tipo de armadura.


No me importa no identificar mi alegría basal en esa muequecilla de sonrisa que me observo en las fotos. Mirar esa cara y no encontrar en ella un correlato de lo que me pasa por dentro.
Que sólo los ojos abnegados de mi suegra me encuentren parecido con La señora.
Admitir que en realidad tengo más pinta de pastorcillo a Belén que de mujerón. 


¿Y por este perfil tampoco?
 

No me importa que mi coche tenga el aspecto de una bola de papel de aluminio.
Que mi casa, como una beata, sólo esté aparentemente pulcra.
Que mi decoración culinaria recuerde al amontonamiento de comida en un plato de buffet libre.
Que me chorree un goterón de helado en la falda limpia.
Que un planchado virtuoso no me anuncie.

No me importa no tener invitados brillantes y graciosos esta y ninguna otra noche.
Que mi correo no rebose de más correos obsequiosos de los que puedo contestar. Que, de hecho, no relumbre ni uno.
Que no se me ofrezca participar en algún proyecto interesante. Que a mí no se me ocurran proyectos que al menos a mí me puedan interesar.
Que la imagen que ofrezco no sea exactamente apasionada ni vistosa.
Que no se me pueda asociar al campo semántico de la palabra fulgor.

No me importa haberme enamorado más veces de las que de mí se enamoraron.
No me importa que la realidad se escape de la faja de mi deseo.
No me importa un carajo no ser específicamente deseada.
No me importa ser esa persona cuya cara te suena pero sin que recuerdes de qué.
No me importa que el tiempo apremie, apremie, apremie y, a la vez vaya borrando mis huellas.
No me importa ser chapucera.
No me importa puntuar con cifras decimales en la cuenta de la humanidad.

No es resignación ni acomodo. Es la liberación. Soy mucho más ligera sin todo ese equipamiento de virtudes y resistencias. No blindo mi imagen. No endioso mi pretensión. Voy mucho más lejos a cuestas del humor.

miércoles, 13 de agosto de 2014

Manos que siembran recuerdos


Pasadas las 20:30 salimos por fin de la casa. Llevo todo el día añorando el aire libre levemente y por compromiso, porque es lo que espero de mí misma. Pero el calor no ha accedido hasta ahora a dar una tregua a la israelí, y de algún modo esta casa es un híbrido entre lo orgánico y lo construido. Las escaleras son tan empinadas que uno echa de menos al bajarlas un bastón senderista. Por las baldosas de arcilla ando descalza sin que nadie tuerza el morro a mi paso. Los cuartitos son pequeños como cavidades secundarias de una gruta, y encima de todos ellos, el altillo, la casita en el árbol a la que sólo se llega trepando. Nosotros somos ahora esos dos animalitos que salen de la madriguera guiñando. Nos cuesta vivir sin ríos ni hierbas, pero en cualquier puñado de paredes con un techo bastante alto sabemos levantar un castillo.

Ahora por fin podemos echar un vistazo al huertecito. Aquí unas tomateras, unas matas de berenjenas y pimientos, acelgas. Un mallazo metálico que ha sido reciclado con gracia para componer una espaldera de judías verdes. Unos cuantos naranjos más allá, pasada la hamaca que mi tía Juani trajo de Guatemala, otro trocito de empeño: más tomates, más berenjenas, ¿calabacines o calabazas? Me arrimo a todo esto sin que me importe ensuciarme las sandalias, y pienso que la ternura es un tipo de arma. Puede matarme un cachito, a poco que recuerde que los tomates de formas no muy ortodoxas, las berenjenas de carne tan prieta como el culo de la garota de Ipanema, están ahí merced al trabajo de dos hermanas, que no son cualesquiera, sino mi madre y mi tía Esperanza. Y sólo tengo que imaginar la seriedad casi docta de una, la sonrisa bajo el sombrero de paja de la otra, la tierra invitándose a sus uñas, sus lomos hacendosos, para que algo por dentro se me encoja. Esto es lo que en unos pocos ratos, y sin tener como mi padre una sabiduría genética del asunto, le han arrancado a la tierra donde una exageración de naranjas se pudre, a la sombra que apenas domestica los vientos salvajes del Valle, al ronroneo continuo de la acequia. Sobre todo, a la provisionalidad de este lugar en sus vidas.

En apenas dos meses ya no tenderán un mantel sobre aquella mesa. No les inquietará el rechinar de unos pasos sobre la grava de la entrada a la parcela. No nos quejaremos más del viento y del frío invasivo. No sufriremos en la ciudad los efectos de una resaca de azahares. Antes de que el pueblo huela a chimenea, mi tía entregará al dueño de la casa las llaves de un proyecto que nadie podrá tildar de fallido. Su expectativa, como la mía respecto a este blog, tal vez fuera otra, pero cuántas cosas, aparte de estas verduras, se habrán sembrado por el camino.


Hermana acelga, prima habichuela


En la linde de la parcela vecina sobrevive una vid medio loca que conoció en otro tiempo las manos de algún campesino. De ellas a lo mejor ya no quedan más que huesos en el cementerio, pero la parra persevera y está llena de racimos. Yo me conmuevo y picoteo uvitas todavía un poco verdes. Quién sabe. Tal vez dentro de unos años, cuando en esta tierra ya no haya huerto ni tía ni madre, alguien se tope con una mata terca de las calabazas que ellas plantaron, y no sepa de dónde le viene un disparo de ternura.

domingo, 10 de agosto de 2014

No echar de menos ningún otro sitio

 
Este es otro río, y este, otro de esos momentos en los que te congratulas de haber nacido. No pasa nada absolutamente, pero quién echa de menos una trama. Este es uno de esos días que nos guardaremos para el invierno, cuando tan necesitados estemos de aire amable y espacios sin techo.

Una avispa inspecciona el menú que mis pies ofrecen. Lo primero que hice cuando dimos por buena esta sombra fue quitarme las botas y los calcetines sudados. Hemos andado sólo una hora, y por un camino bastante llano, porque mi rodilla no está para mambo. Pero quién se resiste a jugar a los montañeros curtidos; quién no se remoja los pies en esta corriente de hielo líquido. No le he cogido miedo ni rencor a ese tipo de piedras que sólo son firmes a la vista. Así que he buscado un hueco en el lecho para meterme hasta las corvas. El agua tan fría debe de tener el efecto que le supongo a una raya de coca: un latigazo en todo el cuerpo, unas ganas simultáneas de huir y quedarse, un ataque de euforia. Sólo que no hay manera de quedarse sin que la parálisis te pueda. Yo no le he aguantado el tipo más de un minuto al río. Con las piernas puestas a la plancha de una piedra brillante, con el libro en el regazo, espero a que mi sangre vuelva a coger temperatura de mamífero.

Razón por la cual siempre se me olvida jugar al Euromillones


Debe de creerse que tus uñas son flores, dice Jose a propósito de la avispa. Yo le echo un vistazo tranquilo: tengo ese superpoder de no entrar en pánico ante la visión de los bichos, por más que su picadura genere en mi cuerpo algo así como la revolución rusa. Miro cómo husmea en torno a los cuadraditos turquesa que rematan mis dedos, y esa deducción de Jose me parece de pronto increíblemente obvia e increíblemente hermosa: me honra que los ojos tan especializados de la avispa me acepten como nicho ecológico.

Pero no parece que me considere demasiado suculenta. La avispa se aleja ofendida, y yo puedo volver a mi libro. El Viaje a Rusia de Steinbeck es un libro hecho para la orilla: tiene ese mismo desenfado, ese descuido elegante de la vida que transcurre bajo la sombra de un río. La ropa se llena de tierra y pajitos. El runrún continuo del agua arrastra el barullo de tu mente. La inteligencia se despeja para levantar un salón de té con los dos tocones, las tres piedras medio planas, el techo lleno de guiños que ofrece la naturaleza. Este libro no es esa llamarada de espacio y de hierba que era Viajes con Charley, pero sí adelanta gran parte de su encanto macizo y sin artificio. El río no deja de pasar ni un instante. Yo no puedo dejar de leer ni de pasear, magia de la lectura mediante, por la orilla del mar Negro.

Bueno, un instante sí paro. Lo suficiente para darme cuenta de cuánta plenitud, qué pocos recovecos, guarda este momento. Levanto la mirada de la página y me topo con una ladera apretada de árboles. Todos elásticos como corresponde a un hábitat tan inestable, todos luminosos y cimbreantes. El agua pasa sin pausa, como el río de la literatura, el aire por nuestros pulmones, la circulación en nuestras arterias, las generaciones que han desembocado en nosotros, el tiempo. Jose me rodea con un brazo para hacerme hueco en la piedra que usa de respaldo. Leemos a la orilla de un río, y el resto del mundo sólo es una entre tantas conjeturas posibles. O precisamente lo contrario: aquí, en este instante a la vez suspendido y escurridizo, el mundo acaba y comienza.

viernes, 8 de agosto de 2014

Cuidarnos

Dejas de hacer lo que estás haciendo y me espetas un qué. Qué de qué, te respondo, casi esperando que entres al trapo y sigamos encadenando qués hasta la hora de acostarnos. Me apetece jugar a ese pun puñete dialéctico. Que qué miras (Te plantas rápido). Pues qué voy a mirar: a ti, te digo. Y, misteriosamente, das por buena esa respuesta. No te escama, no vacilas. Mi mirada no te pone nervioso. Por mi expresión facial debes de adivinar que no hay en ella ni gota de juicio. Nos tenemos muy cerca el uno al otro como para que yo te parezca un testigo incómodo.

Sigues con lo tuyo. Te acercas mucho la cuchara de medir a los ojos para que este pan no se hunda por exceso de levadura. Mueves los brazos con mucha ceremonia, como un director de orquesta encumbrado, acercándote la harina de dos tipos, la sal, las semillas. Hacer pan de máquina es una cosa muy seria, cuando tu nivel culinario no pasa de componer en el plato un mosaico de mejillones en escabeche y espárragos blancos. Pero la lista de tus tareas no acaba, por mucho que el espíritu del viernes se vaya posando en los muebles. Vas y vienes por este piso minúsculo con la expresión de plenitud de una embarazada, como si ser un hombrecito de provecho te colmase realmente. Riegas el jazmín que mochaste anteayer aunque yo te diga que hace demasiado calor todavía. Rompes un montón de papeles en pedacitos, que es una cosa que te hace disfrutar de un modo que raya en la patología. Me acercas una silla para que estire ese morcón en que se ha transformado mi rodilla desde mi teatral caída en el río. Me arrimas la botella de agua fresquita antes de que te la pida. De mil maneras sutiles o flagrantes, me cuidas.

Bandera hogareña


Y yo te sigo con la mirada, y contemplando tu formalidad alegre, recuerdo cuando hace un par de semanas estuviste malo. Ahora eres el espejo de lo que yo fui aquellos días. Bajé al huerto para cocer una ensalada de judías verdes bien fresquita. Maldije a Putin, a Rasputín y a todos los hijos de la Madre Rusia que me bloqueaban los pasillos del Carrefour de Estepona cuando yo sola empujaba el carro. Cociné alguna cosita inocua con esa misma seriedad que por dentro silba. Te sujeté la frente cada vez que te abrazabas al váter.

Te miro, me recuerdo, y entonces comprendo que estamos creciendo. Puede que la clave de la maduración sea precisamente el modo en que se invierte el sentido del cuidado. De bebés acaparamos atención como banqueros. Tras el destete, y después de cada cumpleaños, nos vamos convirtiendo en seres quebrados: tu mamá y la realidad entera han dejado de responder de manera servicial e inmediata a la menor de tus necesidades. Te pasas el resto de tu vida tratando de rellenar ese hueco de mimo, de sanar una herida cuyo diagnóstico coincide más o menos con haber sido abandonado. Te dedicas a defenderte de manera algo patética: te conviertes en sujeto y objeto de tus propios cuidados. Te labras un futuro, construyes una casa, rascas amor de debajo y de encima de las piedras.

Entonces descubres que tu enfermedad de atención tiene cura, y que sólo necesitas cuidar para compensar la falta de cuidados que vivir te ha ido escamoteando. Te reproduzcas o no, dejas de ser hijo y te conviertes en padre.  Y así te haces grande.

martes, 5 de agosto de 2014

Torpe no, lo siguiente


Esta mañana me he caído en el río. ¿Mucho, Silvia? Bastante. He debido de puntuar un seis en la escala de revuelcos fluviales.

(Donde el 1 es un ay, me he mojado la puntita de la bota al saltar de piedra en piedra, pero si me callo aquí no se entera ni el Tato. El 10, algo parecido a la muerte de Virginia Woolf. El 6 viene a ser un bautismo evangélico a la inversa, en el que el sujeto digno de compasión aterriza no de espaldas, sino decúbito prono. Si no tiene su día, se rompe al menos una paleta. Si Poseidón, que es el dios de las aguas saladas, pero también de las dulces, estaba en ese momento trajinándose a una ninfa, el desdichado, el muy torpe, puede darse con un canto en los dientes – intactos – si la broma se salda con un ibuprofeno y una tarde con permiso para abusar del de al lado)

Bendita alegría, Poseidón, bendita alegría.

Al principio la rodilla me duele lo justo. He superado el modesto talud de la orilla sin que de mí tenga que tirar nadie. Llevo las gafas puestas; no he perdido las llaves. En lo físico, lo material y lo anímico estoy más o menos entera. Por supuesto que me he acordado de ese vídeo casero de hace treinta años, en el que se ve y se oye bien clarito cómo el dominguero de mi padre me regaña mientras cruzamos un arroyito en un pinar de San Roque, y cómo mi torpeza parece exasperarle; cómo sus advertencias sólo sirven para llevar mis pezuñitas directamente al meollo del barro. Pero, vamos, no creo que necesite ni media ración de psicoanálisis.

Lo único que me preocupa es que los papeles que tenía que rellenar con observaciones sobre el hábitat se han empapado. He venido a hacer este trabajo, y mi trabajo se ha convertido en... papel mojado. Y no sólo eso. Mis pies hacen chof chof dentro de unas botas de vadear demasiado grandes, como niños saharauis tras una tormenta. El uniforme está pidiendo a gritos un centrifugado. Los calcetines también, y las bragas. La ropa mojada es un insulto a la condición humana. ¿De qué sirve este pelaje que apenas logra aislar la humedad interna?

Mis buenos compañeros se han quedado en el río, ocultos tras el talud y los sauces. Ellos no me ven a mí; yo sólo puedo oírlos: el ruido intruso del motor que usamos en la pesca eléctrica, sus voces indistintas, a veces una risa que justifica por sí misma este día. Podría decirse que estoy sola, tras las bambalinas del bosque, desvalida como un guacharillo. Podría, pero no seré yo quien lo diga. En apenas un cuarto de hora la humedad dejará de ser ese problema humillante.

Me desabrocho las botas subidas hasta la ingle; me las saco haciendo equilibrios; de cada una desalojo medio litro de río. Esa era la prioridad número uno. Siguiente tarea. ¿Qué puede hacer una cuando el uniforme se ha convertido en una segunda piel viscosa, como la de una trucha? Jose siempre me dice que en días como este no me olvide de echar una muda de recambio. Nunca le hago caso. Menos mal que él es un hombre porfiado: estoy segura de que dentro de su mochila habrá un par de calcetines secos, y hasta unos calzoncillos. Así que voy descalza hasta el coche. Mis pies empapados se ensucian de barro y hojarasca, y yo los miro asombrada, como una virgen que está dejando de serlo. Hurra por la tenacidad: aquí está ese par de calcetines secos, mi Santo Grial. Ya puedo seguir saqueando. Cuando ayer cargamos la camioneta con todo el material necesario, incluimos un vadeador más de la cuenta (Esto es un vadeador, amiguitos). Y bendita sea mi suerte, no era el mío, pero tampoco es de talla XL. Ande yo como un pato bien seco, y ríase la gente.

Ya estoy en paños menores. Ponerme unos calzoncillos me parece un abuso, así que me seco las bragas con unas hojas que he arrancado de mi libreta. Me introduzco en el botín textil recién rapiñado. Ahora toca sacar el coche de la sombra. Las botas me están tan grandes que no atino a pisar bien los pedales, y el motor se me cala. Desmañada como un astronauta me hallo. Al tercer intento consigo dejar mi solarium preparado. Dejo abiertas las puertas del coche con las ventanillas bajadas: de una cuelgo el polo del uniforme; de la otra, los pantalones. Cada folio empapado de mi carpeta se va arrugando sobre el capó por separado. Qué bonita colada de papiros estoy preparando. Mis propios Calcetines de la Vergüenza cuelgan del techo: dos farolillos de feria. 
 
Los calcetines siempre tardan más en secarse. Los farolillos sobreviven a la feria.

Y al rato estoy lista para seguir trabajando. Mis papeles tienen historia. Mi rodilla ya renquea. En la escala del dolor de rodilla me apunto esta vez un cinco, que significa: ojalá tuviera un pene para mear sin tener que agacharme. Pero el río lleva un rato esperándome. Voy cojeando hasta la orilla, y antes de bajar el talud, contemplo mi ropa tendida y sonrío. He sentido algo muy cálido al desplegar mi diligencia precaria. Caer, mojarme. Salir, secarme. Esto no es ser torpe, papá. Esto es acatar la ley del río. Esto es no rehuir su intimidad. Hoy he estado muy cerca de un gran corazón fluido.

domingo, 3 de agosto de 2014

Y nosotros, a medio camino

 
Su risa se despliega en la calle como una serpentina. Como una piñata que estalla y cubre el suelo con un montón de cositas brillantes.

Y mírala, ella misma parece una piñata; una de esas antiguas de cerámica, no muy distinta de un botijo hasta que la rompes. Lleva una de esas faldas que se quedan a medio camino entre corva y tobillo, estampadas con flores grandes, tan propias de su edad. Lleva sandalias de tiras estratégicamente dispuestas para dejar una ventana abierta al juanete. Lleva un marido que pasea con las manos unidas a la espalda y que siempre calla más que habla. Con los años el paso de ambos se ha vuelto un poco zoológico: ella bambolea un peso que no es el de su veintena sobre los pies aún pequeños, y recuerda así a una paloma. Él dobla hacia afuera los suyos como un pingüino tranquilo. Son la fauna autóctona del mercadillo y de los bancos con más sombra de la plaza. Son tus vecinos del segundo; la mercera que vende camisetas interiores capaces de hacerte sudar en enero, y su marido; a lo mejor tus abuelos; tal vez tus padres.

Y ella se ríe como una cría de hace sesenta años, con una picardía de otro tiempo. Ahora los niños lo saben todo o casi todo antes de cumplir los catorce, y ya no van a reírse con una carcajada que mezcla subversión e inocencia. Pero tu vecina del segundo, o tu madre, sí sabe hacerlo. Ha visto lo mismo que tú hace un instante: una chica sentada a horcajadas sobre lo que suponemos un chico, porque está tan a merced de la voracidad de la de encima, que apenas asoman de él más que unas zapatillas deportivas. La chica tiene unos minishorts que se le hunden en los muslos de tersura desafiante, y una melena que es un telón. Qué jóvenes deben de ser. Qué manera de estar expuestos y a la vez ocultos en sí mismos.

¿Crees que la mercera, o tu abuela, se está riendo de ellos? En absoluto. Al verlos le ha dicho a su marido vamos a hacer nosotros lo mismo. Tú te sientas en un banco y yo me espatarro encima. Y ha empezado a reírse como una chiquilla. Como una serpentina. Como una piñata que estalla y derrama todo su contenido. Pongamos que ese todo son cincuenta años de intimidad conyugal, puestos uno detrás del otro en una serie que a veces conduce al tedio, y a veces a la complicidad. Y también la conciencia divertida de la edad que ambos tienen, la aceptación de que ellos ya han cedido dos y hasta tres puestos en la cadena de la generación.

Seguro que de novios no hicieron lo que hacen estos chicos de ahora. No se besuquearon en un parque, no se dieron el lote delante de gente que, cuando aprieta la hormona, es menos que nadie. No se restregaron bultos de cuya naturaleza ella no tenía más que una leve sospecha. Se imagina echada sobre su Pepe a la luz del día y en plena calle, y su osadía es la misma que si lo hubiera propuesto en los tiempos de antes de casarse. Pero sin la historia de su matrimonio, la risa no sería la misma: no sonaría así de irónica, no llevaría tanta guasa, no estaría teñida de camaradería. Toda esa solemnidad de los tiempos carnívoros, si es que los tuvieron, se aflojó más bien rápida. Los muslos de gacela se pican como si la celulitis fuera metralla. El ardor es una cosa que no aguanta veinte mil cenas juntos en zapatillas de estar por casa.

Y al final ningún lazo ata más fuerte que el humor compartido. Tu vecina, tu madre, no sabe que su risa es más sexy que las piernas de una chica.

viernes, 1 de agosto de 2014

De repente, un oasis


Estoy acostumbrada a echarme sobre superficies inertes, la arena de la playa, la cama. Por eso, la primera impresión al tumbarme sobre el césped es como mínimo chocante. Es una cosa tan imitada que ni siquiera parece viva, y sin embargo, debajo de la toalla tan fina y a todas luces insuficiente que he sacado de mi taquilla, algo bulle y amenaza. Como si la voluntad de un montón de criaturas diminutas no estuviera muy dispuesta a permitir que mi cuerpo las aplaste. Las hojas son ásperas y pinchan. Una humedad inesperada, en esta ciudad de aire tan seco, empieza a calarme. Cuando uno ha olvidado lo que era tenderse medio en cueros sobre la hierba, no adivina por qué se siente algo cohibido al principio. Hasta que me doy cuenta de lo que pasa: el tacto del césped, duro, ensortijado y grasiento, recuerda bastante al del vello púbico.

Sólo espero que la nación de insectos que imagino debajo de mi peso haya desterrado a las ladillas. Que se conformen conmigo las moscas. Voy a soportarlas como si quisiera llegar a santa. Su precisión para detectar los puntos donde mi piel se quiebra es asombrosa: no ha pasado ni medio minuto desde que me tumbé junto a la piscina y ya las tengo bebiéndome las picaduras de mosquito viejas, las magulladuras que tres pares de zapatos bonitos me hacen invariablemente en estos pies aburguesados por las botas de campo. Aguantar a las moscas así es como ir ensayando lo de estar muerta. Soy su nicho ecológico, su tremendo banquete, el lugar que habían soñado para colocar sus huevos y sus mandíbulas.

Y a la vez estoy tan en carne viva. Las moscas me exploran de arriba abajo y, gracias a ellas, mi piel se convierte en un grito. Es como si estuvieran perfilando con un khol mi silueta para hacerla más obvia. A veces olvido que tengo esa concavidad en la espalda, un par de codos que son un erial, ese pedazo especialmente sensible en la cima del omóplato. Las moscas me lo recuerdan. Pero, vamos, que no hay que ponerse estupenda. Esas son cuestiones que a lo mejor quedan muy bien en un haiku. En el rato de piscina que me he regalado tras sudar linfa con las sentadillas, las moscas son el Coñazo con el que la evolución compensó la soberbia del ser humano. Agosto no se hizo para el nirvana. Con una frecuencia muy poco elegante, mis brazos y piernas son puro espasmo.

Los demás también se las espantan. Qué gente tan bonita, sin embargo. La tarde ya languidece, las sombras son largas, toda esta carne humana parece artesanía en madera de olivo. Sobre las tumbonas de línea ondulante; sentados sobre el bordillo o a él asomados; amontonados unos sobre otros en un mosaico de toallas; patrullando el filo de la piscina; arrancándose sin disimulo un pelo de las piernas. Se sacuden las moscas mientras siguen charlando o dejando que el mundo los admire. Es verano. Estamos casi desnudos de ropa y malestar en el corazón de nuestro hábitat cotidiano. Por ninguna razón en concreto, somos admirables.

Y entonces sé que esta tarde no voy a bañarme. Aunque el olor a cloro me atraiga como una trampa de feromonas. Tengo mi cuerpo sobre el césped y esas extensiones suyas que son la libreta y el libro. Y tengo una sensación muy íntima de alegría. Esta tarde soy una micro-pionera. La superficie viva que me da asiento es un espacio ganado a edificios que conozco de sobra. Bloques de pisos mal amueblados donde se cuela a todas horas el escándalo del tráfico. Oficinas. El centro comercial donde casi todos los locales se alquilan. Y en medio del humo y del cemento, en avenidas de poca sombra que vertebran nuestra prisa, yo estoy casi quieta y en bikini. Como si delante de mí no tuviera ni más ni menos que la inmensidad del mar y todo el tiempo por delante. Nunca había hecho esto en la ciudad. 

Sudadita y con los cuádriceps hechos papilla mola más