Estoy ya en la cama, vencida para la
lectura, pero consciente de lo manga por hombro que me he dejado el
cerebro a lo largo del día. Paso lista a mi cuerpo para comprobar
que ninguna de sus partes ha hecho novillos. ¿Somos una clase
cohesionada? ¿Vamos carne y mente a una, todavía? Vamos. Cada trozo
de mi despiece me dice alguna cosa, trae un ronroneo o un recuerdo,
cuenta una historia o una queja. La planta de los pies me devuelve
esa sensación religiosa de entrar al mar frío en un día de
poniente. Mis gemelos echan de menos jactarse de haber conocido los
Pirineos. El culo es pura zumba y tiene inteligencia de ajedrecista
para memorizar movimientos obscenos. Mi cintura: el lugar adonde le
gusta posarse un momento mi mano amiga preferida. La espalda me
pregunta si me acuerdo de cuando este verano eché una siesta en el
bosque, y luego, al desnudarme, tenía en la piel marcas de hojas que
parecían besos. En mi mejilla vive todavía la caricia que dejó un
bombero hace doce años. El cuello es una maroma tortuosa que no sabe
hasta cuándo podra mantener la cabeza anclada a puerto.
Me recorro, me repaso, y me leo. Y
entonces la sensación de amenaza regresa, y yo apenas puedo soportar
que toda esa belleza antigua que mi cuerpo ha ido acumulando se
desvanezca. En un año o en cincuenta. Lo peor de creerte en el filo
del precipicio, de este atar cabos vagos de la manera más espantosa
posible, es la sensación de pasmo y extrañeza: empezar a considerar
que ese cuerpo que te ha dado tanto y te ha llevado lejos sea cosa ya
del pasado. Que se haya divorciado de lo que ahora mismo está metido
entre sábanas. Pero si hace una semana estaba trotando por el huerto
de mi padre con la camiseta llena de aguacates. Pero si ayer fui
Beyoncé bailando en el gimnasio. ¿Cómo voy a estar enferma?
Y no es sólo esa desconexión repentina
con el pasado, sino también con todo el tiempo que se supone que me
tenía que quedar por delante. Pero si me quedan tanto por hacer.
Pero si justo ahora empezaba a materializarse ese proyecto literario
que llevaba tiempo rastreando. Pero si sigo hambrienta de andar por
el monte, mojarme con la lluvia, dormir al raso y reír toda una
noche. Pero si tengo la alegría vital de las moscas. ¿Cómo voy a
morirme?
Entonces surge la revelación que en
cierto modo justifica la senda disparatada por la que mi mente
desbarra de vez en cuando. Es una imagen muy breve, más bien vacía.
Soy yo insertada en un paisaje. Hay tonos dorados, no sé si de sol o
de otoño, de bosque o de espigas. No estoy haciendo nada. No camino,
no leo, no escribo. No busco nada. Estoy tranquila. Estoy tan
tranquila. Sé que mi casa está ahí detrás, muy cerca a mi
espalda, una casa sencilla y sin ruidos en la que habitualmente
cocino lo que mis manos han cogido de los árboles o de las matas, y
donde a lo mejor he dispuesto la mesa para la visita de algún amigo.
Pero ahora mismo no espero eso tampoco. No ando a la expectativa. No
me inquieta no tener tiempo para hacer las cosas que debería tachar
antes de irme a la cama o a la tumba. No hay tiempo que valga. Ni por
detrás ni por delante.
Sé lo qué es esa imagen. La reconozco
un poco antes de quedarme por fin dormida. Es la mejor versión de mí
misma, Laura. Es lo que, Lectoraadicta, no soportaría que la
perspectiva de la muerte me quitase. Es la vocación que me ha
costado tanto concretar. El miedo se convierte en una piqueta que
arranca motivaciones ajenas y valores heredados. La amenaza, fundada
o infundada, Paseante, encuentra atajos hacia el sentido: yo sólo
aspiro a esa alegría apacible que desprendía cada elemento de mi
imagen. Esa situación en la que una sólo sirve para hacerle coros a
todo lo que el sol ilumina.
(No me olvido de ti, Ficticita: todo esto que he escrito es precisamente el poso que me deja la experiencia del miedo en este cerebro de merluza a la romana que tengo)
Mmmm...
ResponderEliminar(Pensativo)
Y....
EliminarLa imagen de tu revelación me ha recordado la escena final de Gladiator y no sé bien la razón, porque dudo que aquella fuera la casa de tus sueños, será algo en lo dorado del aire o en ese sentir que estás en el lugar que quieres; pero él vuelve ya muerto y tú no le perdonarías a la perspectiva de la muerte perdértela; no permitas que el miedo te deje más poso que este post.
ResponderEliminarPero te voy a confesar una cosa que me da un poco cosica por lo mística: en realidad pienso pa mis adentros que me estoy muriendo un poquito, a lo mejor no físicamente, espero, sino en lo que toca a mi identidad actual.
EliminarAvisos que da el body.
A veces me pregunto dónde radica la verdadera hipocondria cuando realmente el cuerpo se descontrola, por mucho origen psíquico que tenga.
ResponderEliminarEl miedo a la muerte es racional y humano, el que diga lo contrario miente.
Palabra de Pensadora.
Pensadora hace pensar:
EliminarEsto: que a lo mejor la cuchara que mete la mente en la generación del miedo y otras emociones está un poco sobrevalorada. No es cada uno con su conciencia el dueño absoluto de sus estados mentales, sino que a lo mejor comparte responsabilidad solidaria con su química, su electricidad, los medicamentos que toma...A lo mojón.
Pensadora, amén.
ResponderEliminarYo creo que al final todos nos hermanamos en el mismo afan, los hipocondríacos y los que no los son, los que tienen razones para temer y los irresponsables: lo que cuenta es vivir el instante, porque ni unos ni otros tienen garantizado el siguiente. Como decía Lennon, "la vida es eso que te pasa mientras estás haciendo otros planes".
ResponderEliminarFíjate, y al hilo de lo que le decía a mi Anónima de las Comillas: esta rarunez física y un poco más que me embarga en este momento me está lanzando precisamente, con más finura e insistencia que nunca, hacia donde tú apuntas: a habitar el instante.
EliminarPues yo te suscribo a ti misma en tu respuesta a Comillas. A veces nos entra un miedo irracional (cuando no hay motivo concreto para tenerlo) y no es más que eso, el momento en que nos tenemos que deprender de una capa para pasar a otra cosa, mariposa. Y así volar cada vez más... sinónimo de ser más libre, menos atado y, yo también lo creo a pies juntillas, más sosegados y conscientes del presente.
ResponderEliminarY ya por último, no tengas miedo del miedo y métete en él. Ve a por ello...Oé.
Besazos
PD.: Y me temo que ese esa sensación, que lo que no quiere es precisamente el cambio, te boicotea con dramáticas escenas de terror en forma de enfermedad y otras desgracias (insisto: cuando no hay motivo real de preocupación)
PD2: Que digo yo...
Hoy, 08/01/2015, sigo pensando lo mismo. Si eso.
ResponderEliminar