miércoles, 5 de noviembre de 2014

Qué raros somos por dentro

 
Te ordenan que te desnudes sin compasión por la carne expuesta. Apenas prestan atención a lo que te define y te diferencia. No les importan tu voz ni tu mirada, el modo sutil en que combinas los pendientes con el tono general de tu atuendo, lo bien que huele el champú que estrenaste esta mañana. Eres un número, un caso, un dilema. Un rompecabezas que han de montar. A muchos esa perspectiva les pone calientes. A otros la bata les huele a café, a tostada y a escasa tolerancia al tostón.

Tú, con tu aplomo doblado en un taburete sobre la ropa interior, te sientes más criatura que nunca. Ojalá se supieran tu nombre. Ojalá sonrieran para deshacer el hechizo, la atmósfera que flota de enmienda a la totalidad de tu persona. Ojalá te arrullaran y juraran que nunca te pasará nada bajo su custodia. Ojalá estén ahí para cuidarte. Pero al mismo tiempo comprendes que ellos también tienen un nombre, una historia y una casa a la que están deseando volver. Un corazón sometido como el tuyo a umbrales de resistencia: no pueden agotar su reserva de empatía antes de las diez de la mañana. No puedes dejar de ser un pedazo de carne.

Y luego te tumban en soportes que siempre están fríos, te fuerzan posturas, te abren las piernas, te echan atrás la cabeza, te acercan a la cara artilugios de pesadilla. Te acechan con metales brillantes y plástico. Entran en lugares que ni siquiera percibes como tuyos. Convierten el nombre de tus agujeros en eufemismos: tu boca es la entrada al esófago, tu coño, vagina; tu culo, recto y ano. Te sacan chupitos de sangre. Se quedan con botes de tu orina. Te arrancan células que cifran en su núcleo todas las glorias y las miserias de tu genealogía.

En cierto modo son maestros: te educan en la materia física que eres. Son gurús: desmontando tu cuerpo, te permiten acceder un instante a conocimientos velados. Son sacerdotes que entienden un idioma que a ti te parece indescifrable. Son jueces capaces de absolverte o condenarte. Son la llave que abre tus zonas más impenetrables. Son el espejo que muestra que esa cara tuya, tan única, tan característica, esa piel que te relaciona con el mundo, son más bien obtusas: no ofrecen ni una pista de lo que tienes por dentro. Ocultan lo que eres y lo que te espera. Son tu caparazón, más que tu identidad. Más te vale no identificarte con ellas. 

Y poco más te queda claro al salir de la consulta del médico.

12 comentarios:

  1. Se involucran lo justo y necesario. Es la única manera de ser profesional.
    Saludos.

    ResponderEliminar
  2. Pero como reconforta cuando a la profesionalidad le añaden su poquito de compasión.

    ResponderEliminar
  3. Pues mi médico de cabecera es el mayor AMOR del mundo. Ojalá hubiese más profesionales así. Es evidente que es su trabajo y tu eres su "cliente", pero no está de más cierta empatía. Mi médico se preocupa por mí, se preocupa por sus pacientes y creo que no estaría de más que muchos se sentaran y buscaran un poco en el archivo sobre las razones que les llevaron a estudiar medicina.

    ResponderEliminar
  4. Kaperucito: Mi cabecero también es amor en rama: escucha, se ríe de mí y conmigo, pone los ojos en blanco cuando dejo caer seductoramente la hipótesis de que padezca cáncer. Me tranquiliza y se acuerda de mí de una vez para otra. Pero supongo que ese trato es más fácil de otorgar cuando estas especializado en la pura generalidad: cuando tienes delante un conjunto, y no el órgano o el sistema que te has estudiado de pe a pa, y todo lo demás.

    Lectoraadicta: en realidad yo estoy con Elvis Arsy (y no porque sea un comentarista de nuevo cuño y quiera congraciarme con él). La compasión siempre es un plus que hace que te enamores perdidamente de tu especialista, pero cuando entro a una de esas pavorosas consultas llenas de aparatos más sofisticados que el palito de la garganta, lo que quiero es que den en el clavo de mi salud/enfermedad lo antes posible, y que no me mareen.

    Elvis Arsy: lo dicho, totalmente de acuerdo. Uno entra al médico totalmente apegado a su propia persona, y quiere que lo mimen y lo traten como si fuera un Homo sapiens insustituible en vez de un cacho carne. Y, luego si ve la sombra de sus vísceras en algún monitor, a lo mejor sale de la consulta de otra forma: pensando que a ese montón de tripas, huecos, agujeros y fluidos es complicado ponerle un nombre propio.

    ResponderEliminar
  5. Sólo añadiré que cuando uno se encuentra malito de verdad, agradece el hospital y los médicos. Desde luego el trato sí ayuda, lo digo por experiencia, buena en mi caso.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Cómo me alegro de que fuera así, amiga. Pero que quede bien claro de nuevo: yo Amo a los médicos. Las batas... Me inspiran confianza.

      Eliminar
  6. Me temo que ante ese tipo de lances lo único que nos queda es la dignidad personal. Un médico es un operario, mejor o peor intencionado, que ve muchos cuerpos -muchos mecanismos averiados- al cabo del día y que por supuesto no va a empatizar con todos: uno mismo llega allí, trata de mantener el mismo tono profesional que el profesional al que tiene delante y le cuenta su caso. ¿Podemos esperar cierta simpatía del otro? Tal vez, pero no es seguro: la queja física se le cuenta al médico, el lamento al amigo.

    Quede claro que comprendo la humillación o la amargura que algunos pueden sentir al verse despojados, cruelmente indefensos por sabe-dios-qué-mal ante la fría atalaya de una bata blanca; pero es ahí, como en muchas otras situaciones, donde la entereza es fundamental. Ya sé que es más fácil decirlo que hacerlo, pero…

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Entereza es una palabra que me gusta mucho. A partir de ahora, cada vez que pueda verme en semejante circunstancia o lance, me acordaré de tu comentario, invocaré a la entereza y saldré del paso desnuda pero con la cabeza bien alta.

      Eliminar
  7. A mi eso de ser profesionales me encanta. No es lo mismo que un tipo con bata blanca, utensilios cortantes y asépticos te diga: "Sientese que le voy a sacar el hígado" a que te lo digo un tabernario portuense con mejillas enormes y una albaceteña en el costado.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¿Mejillas enormes? Me parto. ¿Pero qué ambientes frecuenta usted, amigo? A mí las enormes me llevan por el camino de la credulidad peligrosa. Me fío menos de las mejillas hundidas. Mi historial clínico-sentimental lo demuestra.

      Eliminar
    2. Asociación de ideas entre "patillas", que era lo que correspondía y mejillas que es donde se ubican. Es lo que tiene correr y no mirar lo que se escribe.

      Eliminar
    3. Pues sigue corriendo que así se crean personajes: ¿un malhechor con los mofletes de Heidi? Me encanta.

      Eliminar