miércoles, 19 de noviembre de 2014

Cómo era la abuela





¿Quién se deshizo de su lata de botones? ¿A qué hija deshecha por años de cuidado, a qué yerno, a qué sobrina-nieta le parecieron poco dignos de ser conservados? ¿Cómo acabaron desparramados en el campo, medio escondidos por ese tipo de matas sin nombre que colonizan los eriales? Cerca de ellos había un colchón de espuma, destripado y como picoteado por pájaros. ¿Vinieron de la misma casa? ¿Formaron parte de un mismo botín del olvido?

Quizás haya ahí más cosas de la abuela, justo ahí mismo, en el hueco de esa cantera abandonada que el pueblo ha estado usando para quitarse de encima lo inservible. Cambios de decorado en las casas. Puertas de madera que no soportaban más barnices. Personajes que van rotando. Han echado toneladas de tierra encima de todo eso. Han plantado pinos y gastado dinero de suecos o alemanes en adecentar el paisaje. No está bien que nuestros restos se queden al aire. Resulta ... grosero. Feo como las venas correosas de un viejo.

Nadie quiso los tres o cuatro platos de Duralex tan rayados, tantas pasadas de cuchara que sufrieron, tantos litros y litros de sopa aguada con que fueron llenados. Ninguna prima le imaginó una segunda o tercera reencarnación al tapete de ganchillo que había encima de la butaca y que la cabeza roída de la abuela fue poniendo amarillo. Los jarroncitos con flores artificiales hubieran resultado bochonosos hasta en una tienda de chinos. Los catorce calendarios de Fray Leopoldo. Cómo era la abuela. Todo lo guardaba. Y no dejó más que mierda. Mejor que se quede ahí escondido. La arqueología ennoblece, tapa las vergüenzas.

Pero los botones se quedaron al aire. Y cómo era la abuela. ¿De dónde diablos los iba sacando, cómo era posible que los acumulase? ¿Los arrancaba de prendas que ya no soportaban ni un solo lavado? ¿Recogía los que veía en la calle, por si acaso, mirando a lado y a lado? A lo mejor se cayó uno de tu falda de pana en una visita que le hiciste a los once años. A lo mejor se pasó otros once esperando a que volvieras para pegártelo. La falda se te quedó pequeña. El botón y la abuela se quedaron esperando. Hebillas de alpargata que ni la más modernita se atreverá a poner de moda. Por el amor de dios, tornillos oxidados. Unas llaves viejas. Como si alguna vez hubiera tenido algún secreto, o algo que moviera a la codicia.

La abuela nunca dejó de pensar que lo que guardaba podría tener otro uso más adelante. No había nada realmente inservible, nada que debiera ser desechado, expurgado de la casa. Era una forma ya perdida de esperanza.

9 comentarios:

  1. Soy esa abuela, por Dios!.

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    1. Un comportamiento muy de abuelas. De posguerra, de no tirar nada porque nunca se sabe, de supervivencia. Ver ahora todos esos pequeños tesoros desperdigados en una escombrera produce una pena infinita: es como desperdigar su propio recuerdo.

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    2. Dan ganas de hacer un museo con todas esas piezas cargadas todavía de presencias.

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    1. Anda qué no. Estoy muy contenta de que se dé paseítos por esta orilla.
      Ah, y yo nunca, nunca, nunca jamás tiraría tu caja de hilos.

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  3. Mi abuela era igual... No tirar por si acaso, sin entrever que la apisonadora del consumo pasaría unos años después y restaría valor a todo lo que ellas guardaban con mimo.

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  4. Anónimo entre comillas21 noviembre, 2014 23:24

    No sé si hace falta ser tan abuela, ni haber vidido la posguerra, para tener esa creencia de que todo puede tener un uso futuro, aunque sepamos que no, que el final de todos esos "botones" será el contenedor de la basura más cercano a nuestra casa. Y que no serán nuestras manos las que los arrojen dentro.

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    1. Eso es porque todos, toditos, tenemos el hábito de pensar que el futuro es un señor con bigote que necesita ser alimentado.

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