¿Quién se deshizo de su lata de botones? ¿A qué hija deshecha por años de cuidado, a qué
yerno, a qué sobrina-nieta le parecieron poco dignos de ser conservados? ¿Cómo acabaron desparramados en el campo, medio
escondidos por ese tipo de matas sin nombre que colonizan los
eriales? Cerca de ellos había un colchón de espuma, destripado y
como picoteado por pájaros. ¿Vinieron de la misma casa? ¿Formaron
parte de un mismo botín del olvido?
Quizás haya ahí más cosas de la
abuela, justo ahí mismo, en el hueco de esa cantera abandonada que
el pueblo ha estado usando para quitarse de encima lo inservible.
Cambios de decorado en las casas. Puertas de madera que no soportaban
más barnices. Personajes que van rotando. Han echado toneladas de tierra
encima de todo eso. Han plantado pinos y gastado dinero de suecos o
alemanes en adecentar el paisaje. No está bien que nuestros restos
se queden al aire. Resulta ... grosero. Feo como las venas
correosas de un viejo.
Nadie quiso los tres o cuatro platos de
Duralex tan rayados, tantas pasadas de cuchara que sufrieron, tantos
litros y litros de sopa aguada con que fueron llenados. Ninguna prima
le imaginó una segunda o tercera reencarnación al tapete de
ganchillo que había encima de la butaca y que la cabeza roída de la
abuela fue poniendo amarillo. Los jarroncitos con flores artificiales
hubieran resultado bochonosos hasta en una tienda de chinos. Los
catorce calendarios de Fray Leopoldo. Cómo era la abuela. Todo lo
guardaba. Y no dejó más que mierda. Mejor que se quede ahí
escondido. La arqueología ennoblece, tapa las vergüenzas.
Pero los botones se quedaron al aire. Y
cómo era la abuela. ¿De dónde diablos los iba sacando, cómo era
posible que los acumulase? ¿Los arrancaba de prendas que ya no
soportaban ni un solo lavado? ¿Recogía los que veía en la calle,
por si acaso, mirando a lado y a lado? A lo mejor se cayó uno de tu
falda de pana en una visita que le hiciste a los once años. A lo
mejor se pasó otros once esperando a que volvieras para pegártelo.
La falda se te quedó pequeña. El botón y la abuela se quedaron
esperando. Hebillas de alpargata que ni la más
modernita se atreverá a poner de moda. Por el amor de dios, tornillos oxidados. Unas llaves
viejas. Como si alguna vez hubiera tenido algún secreto, o algo que moviera a la codicia.
La abuela nunca dejó de pensar que lo que
guardaba podría tener otro uso más adelante. No había nada
realmente inservible, nada que debiera ser desechado, expurgado de la
casa. Era una forma ya perdida de esperanza.
Soy esa abuela, por Dios!.
ResponderEliminarUn comportamiento muy de abuelas. De posguerra, de no tirar nada porque nunca se sabe, de supervivencia. Ver ahora todos esos pequeños tesoros desperdigados en una escombrera produce una pena infinita: es como desperdigar su propio recuerdo.
EliminarDan ganas de hacer un museo con todas esas piezas cargadas todavía de presencias.
EliminarSabio paseante.
ResponderEliminarAnda qué no. Estoy muy contenta de que se dé paseítos por esta orilla.
EliminarAh, y yo nunca, nunca, nunca jamás tiraría tu caja de hilos.
Mi abuela era igual... No tirar por si acaso, sin entrever que la apisonadora del consumo pasaría unos años después y restaría valor a todo lo que ellas guardaban con mimo.
ResponderEliminarValor ecomónico, querrida.
EliminarNo sé si hace falta ser tan abuela, ni haber vidido la posguerra, para tener esa creencia de que todo puede tener un uso futuro, aunque sepamos que no, que el final de todos esos "botones" será el contenedor de la basura más cercano a nuestra casa. Y que no serán nuestras manos las que los arrojen dentro.
ResponderEliminarEso es porque todos, toditos, tenemos el hábito de pensar que el futuro es un señor con bigote que necesita ser alimentado.
Eliminar