viernes, 17 de octubre de 2014

Yo soy cualquier chorrada que esté haciendo en este momento

 
Una casa muy pequeña, dos seres humanos, no quiero saber cuántos cientos de miles de ácaros. Un solo cuarto de baño en hora punta. Fuera, aunque nadie pueda creérselo, el arranque de la mañana. Se obligan los coches a ello, nos obligan los despertadores a obviar el muy obvio hecho de que hay una noche negra al otro lado de la ventana.

Uno de los seres humanos se me parece en el cuerpo y la cara. Si le preguntas cómo se llama probablemente responda que Silvia. Pero no estoy segura de que sea yo. No me reconozco del todo en esa criatura que sólo necesita volver a cerrar los ojos para vivir una vida plena. Hace sólo unos minutos estaba soñando que tenía un camión. Subía a la cabina como un monito por una escalerilla empinada, desplegaba la litera, dormía en áreas de servicio sin tristeza. Todavía hay una sonrisa en esa cara que podría ser la mía.

El café empieza a hacer su trabajo y así voy reconquistando posiciones dentro del monito desorientado que está sentado en el sillón. Células obedientes las mías, lo bien que se pliegan a la química elemental de cada desayuno. Pero el esfuerzo de enfundarme mi cuerpo como si fuera un neopreno ha hecho que pierda la batalla del váter. Se me ha adelantado el otro ser humano. ¡Otro ser humano, en esta casa de muñecas! A veces me parece tan raro como si viviéramos en una de esas bolas de cristal en cuyo interior cae la nieve.

Bueno, pues a esperar. En estos momentos de saldo siempre suplico que ninguna emergencia me ponga en la calle: con los faldones de la camisa sobre unos pantalones de Cantinflas, el cinturón fláccido colgando sobre las caderas, y los pies con calcetines embutidos en unas chanclas todavía de verano, no estoy nada presentable para que los bomberos me rescaten. En absoluto uniformada para ser una heroína. En momentos así también echo cálculos sobre el porcentaje de tiempo que ocupan los menesteres más insustanciales de lo cotidiano: cuántas horas o meses emplea una persona moderadamente limpia en enjabonarse, cepillarse, lavarse los dientes, abotonarse, pasarse una esponjita por las botas, comprobar el contenido del bolso, buscar las llaves, buscar la cartera, buscarlo todo antes de descubrir que lo primero que tendría que haber buscado eran las gafas.

Si lo busco en Google, seguro que encuentro la cifra. Y seguro que me espanto. Como me espanta lo poco que recuerdo de mis rutinas en otros años y otras casas. Adónde habrá ido a parar toda esa cantidad de vida muda. Cómo no se derrumba el edificio de la memoria con toda la argamasa que falta.

Y para no seguir pensando, porque pensar en momentos de flaqueza puede ser peligroso, abro el primer libro que pillo. Tengo unos cuantos preparados al efecto, encima de la mesa-orquesta donde apoyo el plato de lentejas, el ordenador, las bragas que voy doblando conforme se secan. Lecturas salvavidas para los minutos en tierra de nadie. Hoy ha tocado El milagro del mindfullness, de Thich Nhat Hanh. Lo abro al azar y me topo con esto:


Yo soy la mandarina que me estoy comiendo. Al igual que la planta de mostaza que estoy plantando (…) Limpio esta tetera con la misma atención que pondría si estuviera bañando al Buda o a Jesús cuando eran unos bebés. No hay nada que debas tratar con más solicitud que todo lo demás.


Y esa imagen deliciosa del Buda bebé ha desactivado el espanto que a veces me provoca la matemática perversa de la rutina. Porque comprendido el tiempo de esa otra manera, no hay rutina que valga. No hay minutos mazacote, ni compases de espera entre dos o tres notas brillantes. La conciencia atraviesa todo lo que ocurre como si fuera una flecha. No hay jerarquías de sucesos: nada que haya que añorar, ni nada por lo que estar expectante. No hay ninguna pirámide vital que haya que esforzarse en escalar.

Así que ahora estoy segura: esta cara que sonríe por supuesto que es la mía. Yo soy mis manos sobre el teclado, la oreja que oye agradecida cómo el otro ser humano tiende mis pantalones de Cantinflas, la ensalada que estoy a punto de prepararnos, la certeza de que no hay mejor vida.


3 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas17 octubre, 2014 23:41

    Te copio esto: "Cómo no se derrumba el edificio de la memoria con toda la argamasa que falta", porque esta mañana mismo me hacía esa pregunta, cansada de tanto involuntario olvido, aunque el sentido no sea exactamente el que tú le das en el párrafo del que te robo la frase, pero a vueltas con la memoria sí que andamos.
    Me encanta esa idea del cuidado de lo mínimo, porque ese mínimo somos nosotros...

    ResponderEliminar
  2. Leyendo el párrafo sobre los actos insustanciales, he pensado que no me parece que lo sean, todo eso nos constituye. Más abajo el entresacado de tu libro me lo confirma.

    ResponderEliminar
  3. Concho! Por primera vez no he leido los comentarios anteriores al mío, si lo hubiera hecho, habría visto que "Anonimillas" ya había dicho lo que yo iba a decir.

    ResponderEliminar