El hijo fuerza la espalda para afeitar a
su padre. Lo ha arrancado del sofá y llevado hasta la cocina con la
esperanza de que el tubo fluorescente alivie la oscuridad de la casa.
La silla donde está sentado el padre tiene las patas cortas; las
piernas del hijo son largas. Los dos están concentrados, como si
realizaran una tarea intelectual sofisticada. El padre levanta la
barbilla en el momento oportuno, sin necesidad de que el hijo lo
pida. Tiene la mirada de un niño grave y valiente que está a punto
de quedarse sin amígdalas, y no dice palabra. El otro sigue con la
máquina los contornos de un rostro que a veces no reconoce. ¿Es ese
el hombre sobre el que se tiraba en tromba en la cama de matrimonio,
los domingos por la mañana? ¿El que compensaba con cinco duros
furtivos alguna regañina de la madre? Pasa por las mejillas vacías,
los labios desdibujados, el mentón que cada vez más a menudo
descubre temblando. Como si en vez de pelo quisiera quitarle años.
Como si fuera un mueble viejo al que, decapando la enfermedad,
estuviera restaurando.
Están los dos tan concentrados que no se
dan cuenta de que ahora mismo representan lo mejor y lo peor de la
condición humana: el amor al lado de la caducidad consciente. El
cuerpo entero del padre suena a alarma de evacuación; él la escucha
y a veces no tiene fuerzas ya ni para conformarse. El hijo lo mira
con un sentimiento hondo de injusticia, porque nadie nace sabiendo
que la vida se da la vuelta a sí misma como un guante. Tienes que
aprenderlo todo sobre la marcha: los que cuidaron han de ser
cuidados, los sostenes de tu infancia apuntalados sin mucha esperanza
de que aguanten otros pocos años. Nadie te da un manual de
intrucciones para ese tipo de materias.
Pero se aprende más o menos rápido.
Cualquiera puede reconocer esta otra mirada del hijo que ha
sustituido a la de rebeldía. Yo la he visto, y tú, y la cajera del
Mercadona y ese señor calvo que está doblando la esquina. Todas las
criaturas con una mínima suerte fuimos obligados a la vida por una
mirada amorosa de nuestras madres. Tenemos esa cicatriz indeleble
enterrada en la mente, esa primera huella en la Luna. Alguien te sacó
de la nada, te sostuvo en su regazo y te miró cuando estabas más
indefenso. También sin palabras te dijo: aquí estás, cosa pequeña
y preciosa, no te preocupes que aquí estoy yo para cuidarte.
Exactamente como este hijo mira ahora a su padre.
Para hacerlo bien en la vida uno no
necesita más que rescatar de sí aquella mirada y transmitirla a
quien la precisa.
Tremenda, la última frase. Esa mirada, sí. Casi no importa lo demás, los encuentros y desencuentros que puede haber habido durante todos los años transcurridos entre aquel salto en tromba de los domingos y este afeitado de ahora. Ante esa mirada, "lo demás" suena como debe sonar, a poca cosa.
ResponderEliminarLo que pase entre medias no puede hacer otra cosa que hacer más fuerte, si fue bueno, o más valiosa, si no tanto, esa mirada de empatía y de compasión.
EliminarGracias por pasearte por aquí.
Rebeldía, suspiro de abandono y, finalmente, el amor rellenando los huecos.
ResponderEliminarPrecioso, Sila.
Muas!
Gracias, gonita. Rellenando hasta que los huecos no den más de sí y el amón moje todo lo demás.
EliminarSin palabras. Eres muuuy gráfica.
ResponderEliminarY sí. Es ¿triste? pero en algún momento nos encontramos o encontraremos en cualquiera de los dos lados de la imagen.
Besos!!
Lo triste, o lo raro, es olvidar que tú mismo vas a estar sentado en esa silla, dejándote afeitar o limpiar el bajo fondo.
EliminarPero besos alegres a cascoporro!
Nena!! que me emociono, que estoy en crisis!
ResponderEliminarEs curioso lo que a uno le apremia de repente la necesidad de dar en lugar de recibir, lo cerca que se quiere tener a los padres, para velarles y controlarles la respiración como hicieron ellos.
Por otro lado, que inquietud el saber que un día (más pronto que tarde) seremos nosotros quienes ocupemos ese lugar pero si seguimos así, sin nadie que nos afeite.
Salud!
Estar en crisis es no emocionarse con las dos o tres verdades brutas de la vida, querida mía.
EliminarA mí me dan ganas de ir echando todos los días un euro al cerdito para que unos dedos dulces y jóvenes me hagan las cejas cuando sea nonagenaria.
Salud, más a propósito que nunca!
Bien por ese hijo, haciéndose digno de tan buen padre.
ResponderEliminarLas personas buenas, dándolo todo, son un imán de amor: lo estoy viendo con estos dos ojos moros.
EliminarMe has hecho recordar una de mis noches más tristes: el cuerpo casi inerte de mi madre setenta y dos horas antes de irse, sin mirada en los ojos, casi sin conciencia, buscando sin encontrar... eso no se hace, innombrable...
ResponderEliminarPienso que la escritura y la lectura deben servir, entre otras cosas, como nexo entre lo íntimo y lo universal, lo que te ha pasado a ti solo y los que nos ha pasado o nos pasará a todos. Para no estar solos, vamos.
EliminarY no me creo que todavía sea innombrable.