Lo supieron antes que yo y no quisieron
informarme. Como si estuviera desahuciada, pero sin esa piedad
fastidiosa cuyo olor debe de quedárseles pegado a las batas. Pero
siempre presentí que había algo raro en mí, y que ellos lo
notaban. Esa repentina manera de mirarme por encima de unas gafas
imaginarias. Ese instante de reconocimiento: el momento en que otro
número más se convierte en un caso especial. La conexión a su
pesar. Esa desconfianza. Por supuesto, tenían que ocultármelo. No
fue hasta ayer, en el Hospital Costa del Sol, cuando lo descubrí por
fin: yo, señoras y señores, no soy como los demás.
¿Y por qué tanto secreto? Pues muy
fácil: porque mi diferencia los deja en entredicho. Refuta su
necesidad. Cuestiona su formación tan abultada, los largos años de
carrera, las noches eternas tragando apuntes y nudos de náusea en
las guardias de Urgencias. Para ellos soy lo que un activista vegano
a un gaucho de la Pampa: una amenaza. Una enmienda a la totalidad. Al
toparse conmigo no saben si, ingenuos, me habré reproducido, si
habrá más gente como yo. Cuando mi novio o mi madre me siguen
consulta adentro, su recelo se extiende también a ellos. Como si
tuviera 39 de fiebre y acabara de llegar de Liberia.
Podría ser generosa y decirles que no
tienen de qué preocuparse. Mi familia no está infectada, por seguir
con la comparación. Digamos que ellos son... bastante normales.
Están hechos con los mismos materiales que el resto de los Homo
sapiens: los pilares, el mortero, los ladrillos que aquellos a
quienes tanto molesto se encargan de restaurar. Mi madre se ha roto
el coxis dos veces y tiene artrosis cervical. Mi padre acompaña cada
tostada con un comprimido de Condrosan. Mi hermana, bueno, en
su encarnizada lucha por robarme el protagonismo que como primogénita
me corresponde, consiguió que le escayolaran espectaculamente un
brazo tras una caída más bien sosa. Que yo recuerde, mis primas han
usado muletas. Hoy mismo le operan un pie a una de ellas. Con Jose no
hay problema ninguno: tiene un codo de tenista, rodillas de mazapán,
sinovitis de muñeca. Y yo no pienso reproducirme. Ni con él, hombre
frágil, ni con nadie más. Si a pesar de saltarse a mis parientes
más próximos resulta que mi peculiaridad es genética, entonces sus
efectos quedarán enterrados en mi carne. Soy el cementerio nuclear
de lo que reta a la Medicina.
Pero no seré yo quien tranquilice a sus
profesionales. Ellos me han hecho perder un tiempo precioso en salas
de espera atestadas de gente verdadera o vocacionalmente enferma.
Podría haber pillado cualquier cosa. Gripe, tuberculosis, sarampión.
Y lo peor es que sus diagnósticos siempre me han hecho sentir una
lerda. Una y otra vez me han avergonzado con expresiones ominosas
como no es nada más que el golpe, o una simple contusión.
Como si el dolor que tenía fuera inventado. Como si yo fuera un
despojo psicológico ávido por llamar la atención. Me han
abandonado a merced de mi torpeza. Como si no pudieran entender que
la única manera de redimir tanta caída, porrazo, resbalón,
tropiezo, costalada como desde la infancia he sufrido sería colgarme
una Medalla al Mérito Traumatológico: un yeso firmado por
compañeros del colegio, un buen par de muletas heroicas, un
fracturita; qué menos que una baja laboral de veinte días para
curarme un esguince.
Podrían haberme ahorrado todo eso, si
hubieran querido. Sólo tendrían que haberse sentado en el pico de
sus mesas para revelarme que no era necesario que volviera nunca más
a Urgencias. Que, por algún raro azar, he resultado ser una criatura
biónica: mis huesos están fabricados con una aleación infalible de
amianto y titanio. Las capacidades de mis ligamentos harían sonrojar
al inventor de la fibra de carbono más dúctil. Mis cartílagos son
un sofisticado biogel capaz de amortiguar el impacto más brutal. Ya
puedo caerme mil veces. Protagonizar todo un especial de Año Nuevo
de cualquier programa de zapping. Puedo forzar hasta el
martirio a mi rodilla derecha. Puedo derrumbarme de espaldas, de
boca, por ambos costados. Puedo caerme en ríos, terraplenes y
acantilados. Puedo repetirlo tan primorosamente como ayer lo hice: ni
el más experimentado de los actores extra de Hollywood sería capaz
de reproducir la Hostia Perfecta que perpetré. Ahora que lo pienso,
podría ganarme la vida con ello.
Porque yo, mis amiguitos, soy jodidamente
inmune a los golpes. Una criatura indestructible. Y por eso los
traumatólogos me odian.
La mujer de hierro, si ya lo sabía yo.
ResponderEliminarToquemos madera...
ResponderEliminarEso, eso, toca madera que lo mismo pensaba yo hasta que me rompí el codo. Entonces los traumatólogos también odian, son antipáticos por naturaleza.
ResponderEliminarSalud! (nunca mejor dicho)
De verdad, lectoradicta y Pensadora, pedazo de incrédulas: que no me voy a romper/esguinzar(?!)/distendir/fisurar. Que he cruzado al otro lado de la ley de la probabilidad. Que me he caído más veces en la vida de lo que pueden haberlo hecho toda la población islandesa junta.
ResponderEliminarUn positivo para Ficticia!