lunes, 6 de octubre de 2014

Lo del cántaro a la fuente no me afecta

 
Lo supieron antes que yo y no quisieron informarme. Como si estuviera desahuciada, pero sin esa piedad fastidiosa cuyo olor debe de quedárseles pegado a las batas. Pero siempre presentí que había algo raro en mí, y que ellos lo notaban. Esa repentina manera de mirarme por encima de unas gafas imaginarias. Ese instante de reconocimiento: el momento en que otro número más se convierte en un caso especial. La conexión a su pesar. Esa desconfianza. Por supuesto, tenían que ocultármelo. No fue hasta ayer, en el Hospital Costa del Sol, cuando lo descubrí por fin: yo, señoras y señores, no soy como los demás.

¿Y por qué tanto secreto? Pues muy fácil: porque mi diferencia los deja en entredicho. Refuta su necesidad. Cuestiona su formación tan abultada, los largos años de carrera, las noches eternas tragando apuntes y nudos de náusea en las guardias de Urgencias. Para ellos soy lo que un activista vegano a un gaucho de la Pampa: una amenaza. Una enmienda a la totalidad. Al toparse conmigo no saben si, ingenuos, me habré reproducido, si habrá más gente como yo. Cuando mi novio o mi madre me siguen consulta adentro, su recelo se extiende también a ellos. Como si tuviera 39 de fiebre y acabara de llegar de Liberia.

Podría ser generosa y decirles que no tienen de qué preocuparse. Mi familia no está infectada, por seguir con la comparación. Digamos que ellos son... bastante normales. Están hechos con los mismos materiales que el resto de los Homo sapiens: los pilares, el mortero, los ladrillos que aquellos a quienes tanto molesto se encargan de restaurar. Mi madre se ha roto el coxis dos veces y tiene artrosis cervical. Mi padre acompaña cada tostada con un comprimido de Condrosan. Mi hermana, bueno, en su encarnizada lucha por robarme el protagonismo que como primogénita me corresponde, consiguió que le escayolaran espectaculamente un brazo tras una caída más bien sosa. Que yo recuerde, mis primas han usado muletas. Hoy mismo le operan un pie a una de ellas. Con Jose no hay problema ninguno: tiene un codo de tenista, rodillas de mazapán, sinovitis de muñeca. Y yo no pienso reproducirme. Ni con él, hombre frágil, ni con nadie más. Si a pesar de saltarse a mis parientes más próximos resulta que mi peculiaridad es genética, entonces sus efectos quedarán enterrados en mi carne. Soy el cementerio nuclear de lo que reta a la Medicina.

Pero no seré yo quien tranquilice a sus profesionales. Ellos me han hecho perder un tiempo precioso en salas de espera atestadas de gente verdadera o vocacionalmente enferma. Podría haber pillado cualquier cosa. Gripe, tuberculosis, sarampión. Y lo peor es que sus diagnósticos siempre me han hecho sentir una lerda. Una y otra vez me han avergonzado con expresiones ominosas como no es nada más que el golpe, o una simple contusión. Como si el dolor que tenía fuera inventado. Como si yo fuera un despojo psicológico ávido por llamar la atención. Me han abandonado a merced de mi torpeza. Como si no pudieran entender que la única manera de redimir tanta caída, porrazo, resbalón, tropiezo, costalada como desde la infancia he sufrido sería colgarme una Medalla al Mérito Traumatológico: un yeso firmado por compañeros del colegio, un buen par de muletas heroicas, un fracturita; qué menos que una baja laboral de veinte días para curarme un esguince.

Podrían haberme ahorrado todo eso, si hubieran querido. Sólo tendrían que haberse sentado en el pico de sus mesas para revelarme que no era necesario que volviera nunca más a Urgencias. Que, por algún raro azar, he resultado ser una criatura biónica: mis huesos están fabricados con una aleación infalible de amianto y titanio. Las capacidades de mis ligamentos harían sonrojar al inventor de la fibra de carbono más dúctil. Mis cartílagos son un sofisticado biogel capaz de amortiguar el impacto más brutal. Ya puedo caerme mil veces. Protagonizar todo un especial de Año Nuevo de cualquier programa de zapping. Puedo forzar hasta el martirio a mi rodilla derecha. Puedo derrumbarme de espaldas, de boca, por ambos costados. Puedo caerme en ríos, terraplenes y acantilados. Puedo repetirlo tan primorosamente como ayer lo hice: ni el más experimentado de los actores extra de Hollywood sería capaz de reproducir la Hostia Perfecta que perpetré. Ahora que lo pienso, podría ganarme la vida con ello.

Porque yo, mis amiguitos, soy jodidamente inmune a los golpes. Una criatura indestructible. Y por eso los traumatólogos me odian.

4 comentarios:

  1. La mujer de hierro, si ya lo sabía yo.

    ResponderEliminar
  2. Toquemos madera...

    ResponderEliminar
  3. Eso, eso, toca madera que lo mismo pensaba yo hasta que me rompí el codo. Entonces los traumatólogos también odian, son antipáticos por naturaleza.

    Salud! (nunca mejor dicho)

    ResponderEliminar
  4. De verdad, lectoradicta y Pensadora, pedazo de incrédulas: que no me voy a romper/esguinzar(?!)/distendir/fisurar. Que he cruzado al otro lado de la ley de la probabilidad. Que me he caído más veces en la vida de lo que pueden haberlo hecho toda la población islandesa junta.

    Un positivo para Ficticia!

    ResponderEliminar