Esta foto no tiene nada de particular. No
impacta ni tiene sombras atractivas. No vale un pimiento desde el
punto de vista paisajístico, narrativo o documental. No merece ser
compartida ni subida a los escaparates sociales. Se tomó un día
cualquiera, en una playa cualquiera, sin pretensión. Como quien
suelta un suspiro de gozo.
Y sin embargo, aquí estoy con toda mi
cara morena, presentándome con esta estampa banal después de un
tiempo de ausencia. He andado de viaje. He cosechado espacios
abiertos y fachadas deslumbrantes. Podría ofrecer algo mejor. Pero
al volver de la playa, mientras se calentaban los calamares en
salsa, me puse a repasar las fotos del móvil y me di cuenta de que
esta que hoy traigo, cazada sin pose ni estudio, dice más de mí que
cualquiera de las que fabrico en mis idas y venidas.
Échale un vistazo rápido. No exige
mucho más. Fíjate, por ejemplo, en lo que debería ser arena: es
piedra. Canto rodado. Guijarro. Parece que las playas de la costa
granadina son todas así de horribles poco complacientes y rudas.
Hasta hoy no lo sabía más que de oídas. La gente de aquí se queja
siempre de la arena de otras playas, de lo sucias que son, de esa
presencia persistente y pegajosa que se te pega a la piel como la
muerte, por más que te tumbes como si fueras un maniquí de Zara.
Siempre me he reído de esos remilgos. Y siempre he tenido un mismo
prejuicio de vuelta. Hace casi nueve años, nueve, que me mudé a
Granada, y siendo como soy criatura anfibia, nunca me había arrimado
a sus playas. Las desdeñé siempre. Por feas, por brutas. Yo me he
criado dejando correr un puñado de arena entre los dedos, como si mi
mano fuera un reloj y el tiempo fuera mío. Las dunas
doradas de Cádiz son la salita de estar de mi casa. Pero, mira, hoy
he estado tan en la gloria como en cualquiera de los lugares a los
que me siento apegada. Me curé de otra tirria arbitraria. Aunque
suene a eslogan barato, al final de cada orilla el mar es igual de
grande y de acogedor.
Fíjate también en la toalla roja. Mi
culo se apoyaba en el trozo que falta. Ahí estaba yo, a pesar de mí
misma y de mi esquematismo. Hoy me había propuesto retomar dos de
las tres actividades que, a falta de incorporarme el miércoles al
trabajo, vertebran mis días: este blog, el gimnasio. Dos pilares
para levantar el puente que lleva a la otra orilla del tiempo: del
ocio a la laboriosidad. En el mismo ecuador de septiembre, qué
ortodoxa yo. Pero al final me dejé seducir por la propuesta de esta
excursión, sin más equipaje que el que se ve ahí arriba.
Definitivamente, el tiempo no es un animal vertebrado. No se puede
domesticar a fuerza de horarios personales. Y yo amo estos fusibles
que saltan y dejan a oscuras los planes trazados. Cada viaje me
convierte en una yonqui de la provisionalidad.
Y ya sólo queda el libro. Esta vez no lo
voy a recomendar. Es un poco bastante insufrible, y un poco demasiado
adictivo. Un hurgarse la nariz literario. Es La novela luminosa
de Mario Levrero, y es el diario que su autor perpetró como
calentamiento para escribir una novela por la que lo habían
becado. Lo eché a la mochila para leerlo en trenes, hoteles y salas
de espera, y ahora no puedo desembarazarme de él fácilmente. Le he
cogido el mismo cariño que termina generando lo freak. Me
repele y me encandila a la vez, y cada trivialidad consignada
minuciosa y maniáticamente me aburre y me causa ternura. El amigo
Mario era un neurótico, hipocondríaco y compulsivo que hacía
esfuerzos por recuperar la parte dañada de su espíritu de la que
arrancaba su escritura. Yo leo cada recaída en sus obsesiones como
si fuera vouyerista, cada impulso de reconstrucción con un aplauso
preparado. No puedo dejarlo. Tenemos una especie de compromiso.
Porque, sin darnos cuenta, este libro ha
atravesado conmigo el verano. Mi amigo Óscar me habló de él en una
de esas noches de terraza perfectas, uno de esos colofones a los días
en que se toman fotografías que sólo a nosotros nos hablan de
nostalgia. Cuando volví a casa, descubrí que ya lo tenía. Y me
propuse leerlo como un tributo a la amistad. Quién le iba a decir a
ese montón lamentable de páginas los paisajes que terminaría
conociendo: una playa de película en las islas Cíes, un vetusto
hotel de Oporto, un andén en Coimbra.
Paisajes que pertenecen ya a otras
fotografías.
Te he echado de menos bonita.
ResponderEliminarUn beso.
Yo también a mis queriditos!!! Bueno, es casi verídico: cuando estaba barco parriba, cuesta pabajo, zamburiña por aquí, pasteis por allá. .. Bueno, la criaturita bloguera podía esperar
EliminarTerminaron por gustarme los guijarros de las playas "granaínas". En alguno dejé un trocito alma, de esos irrecuperables, que lanzas y dan tres o cuatro saltos antes de hundirse en el mar. Y a veces allí para zambullirme en el agua fría y gritarle que me lo cuide bien.
ResponderEliminarY allí se pondrá redondito y suave tu trozo de alma, y las guiris risueñas lo recogerán como a esos trocitos de vidrio que se ponen tan bonitos.
Eliminarcomo tú nos recuerdas con tus formas tan bonitas... las playas serán como seas tú en ese momento... Cádiz, Motril... que más da...
ResponderEliminarUn point positivo para usted, porque esa precisamente es una de las cuestiones que quería dejar bien claritas como el agua gélida motrileña.
Eliminar¿Vamos a "ustedarnos"?... ¿por qué?.. ¿porque ya no te cuelgo cancioncicas?
EliminarJujuju. Me he picao porque ahora lo hace Usted en el Facebook, a la vista y disfrute del orbe. Jijiji.
EliminarY yo que me alegro, porque no soy codiciosa en absoluto: feliz de compartir a mi dj!
A sus o tus pies.
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