domingo, 21 de septiembre de 2014

Bolhão y los idiotas


Cerrado el parentésis, sigo con lo que importa.

Sé de un lugar en Oporto que es a la vez bello y zarrapastroso, y lo uno no le quita nada a lo otro. Tiene un superpoder muy curioso: mientras tú lo estás retratando, el lugar a su vez te hace una foto, y en ella, poses o no, siempre se te ve cara de tonto. Cosas así sólo están al alcance de caracteres poderosos.

Tiene otras cualidades que lo hacen especial. Para empezar, es ambiguo: es un mercado, pero visto desde fuera dirías que es el Gran Teatro de la Ópera. Tiene algo de la vanidad de Viena, y algo de la improvisación de un barrio malayo.  Y para continuar, te lleva de viaje atrás en el tiempo. Sí, ya sé que eso no es nada del otro mundo en una ciudad donde hasta el humo de los tubos de escape huele anacrónico. Pero al franquear sus puertas monumentales, y contemplar los puestos comandados por viejas, los toldos corredizos que los protegen, los kioskos de tejadillos negros en el patio, los desconchones, a uno la mente se le pone en blanco y negro.

Y si eres de natural romántico, y si lo que sale del mar y la tierra te parece el colmo de lo bonito, los tomates rosas y gordos, las alubias jaspeadas y las sardinas, las guindillas y tantos tipos de hojas verdes como para hacerte un ramo de novia, entonces el lugar te encandila. Te podrías conformar con mirar y preguntar precios a esa potencial tatarabuela, flipando con el de los maracuyás, que allí se confunden con papas y aquí casi cuestan una hipoteca. Pero no puedes dejar de fotografiar. Es todo...tan antiguo, tan sabroso, tan vital.

Y tu fascinación no es nada rara. Muchos otros turistas se pasean por entre los callejones estrechos y las pasarelas con buenas cámaras de fotos pegadas a la cara. Este es de ese tipo de sitios donde las réflex predominan sobre las vulgares automáticas. Pero es normal. Todos nosotros, visitantes, venimos del reino del plástico. Algunos somos más jóvenes que el primer supermercado. Nos servimos con abundancia de ese bufé en el que los alimentos, desde los filetes de pollo hasta la piña en rodajas, se sirven en barqueta. Y aquí hay señoras que te hablan y que tienen las uñas negras. Algunas desgranan vainas, y fíjate bien, de ahí es de donde salen las alubias jaspeadas. Otras pican muy menuditas las hojas de nabo que se usan en el caldo verde inevitable. Hay hogazas de pan de maíz y centeno que otra señora te vende en cuartos u octavos. Por dios, si hay hasta jaulas con pollos vivos. Con todas sus plumas y patas cagadas. Una de ellas tiene también palomas. Una de sus primas de la calle la observa del otro lado. Escenas de corredor de la muerte. Todo eso te encanta.

Los puntales para aplazar el desmoronamiento. El montón de puestos que ya nadie ocupa, los mostradores de mármol abandonados que fueron carnicerías y que conservan su aire forense. La ruina. Te burlas de todos los memos a los que esto les parece poco higiénico y europeo. Te recreas con lo decrépito. Una foto de esto, otra de aquello, envases de carne de membrillo con etiquetas escritas a mano, calendarios de la Vigen de Fátima de hace trece años.

Así hasta que ves ese cartel en el mostrador de la panadera: no fotos, por favor. Y entonces es cuando el Mercado de Bolhão te retrata. A ti, con tu camarita automática pero resultona, tu fascinación de antropólogo y tu celebración de un desenfado comercial al que no tienes acceso en tu mundo tan limpio y estilizado, se te ve idiota en la instantánea. Has estado coleccionando la vida cotidiana de esa gente, su modo de vida, su tiempo y su trabajo. Disparándole a escenas que están a punto de extinguirse pero que todavía respiran. Convirtiendo en costumbrismo lo que para esas mujeres no es más que costumbre. Encerrándolas en las vitrinas de un museo. ¿Qué pensarías si un forastero petulante te hiciera fotos cuando bostezas en el metro, de camino al trabajo? ¿Al bajar los envases al contenedor amarillo? ¿Esperando a que cambie el semáforo? ¿Llevando una caña y una tónica a la mesa número siete? Pensarías que un gilipollas te está mirando como a un animal de zoo o de granja-escuela.

Las tengo en blanco y negro, preciosas. De álbum. Llevátelas pa' casa, niña.

He ahí el superpoder principal del Mercado: te enfrenta a tu jeta de mema. Desactiva tu cámara y te convierte en turista, que es algo que, en tu infinita pedantería, te da mucha vergüenza.

3 comentarios:

  1. La culpa la tienen las cámaras digitales, que con estos cacharros todos tenemos complejo de fotógrafos.

    Por mi parte, si tuviera un puesto de mercado y los turistas me hicieran fotos, me pasaría el día sonriendo e intentando que mi puesto sea el más fotografiado. Por supuesto, con un correspondiente recipiente para las propinas.

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    1. Pensadora lista!
      Lo que me dio un poquito de vergüenza es ese quedarme flipada con lo pintoresco, con un modo de vida y un paisaje que se ha quedado sin espacio en nuestra actualidad tan aséptica. Como si me creyera que una casa donde todavía vive gente es el muro de Berlín, y arrancara pedacitos.

      A mí me gustaría que los turistas me comprasen tomates con sabor a tomate y que me pidieran la receta del salmorejo.

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