Cerrado el parentésis, sigo con lo que
importa.
Sé de un lugar en Oporto que es a la vez
bello y zarrapastroso, y lo uno no le quita nada a lo otro. Tiene un
superpoder muy curioso: mientras tú lo estás retratando, el lugar a
su vez te hace una foto, y en ella, poses o no, siempre se te ve cara
de tonto. Cosas así sólo están al alcance de caracteres poderosos.
Tiene otras cualidades que lo hacen
especial. Para empezar, es ambiguo: es un mercado, pero visto desde
fuera dirías que es el Gran Teatro de la Ópera. Tiene algo de la
vanidad de Viena, y algo de la improvisación de un barrio malayo. Y para continuar, te lleva de viaje atrás en el tiempo. Sí, ya sé
que eso no es nada del otro mundo en una ciudad donde hasta el humo
de los tubos de escape huele anacrónico. Pero al franquear sus
puertas monumentales, y contemplar los puestos comandados por viejas,
los toldos corredizos que los protegen, los kioskos de tejadillos
negros en el patio, los desconchones, a uno la mente se le pone en
blanco y negro.
Y si eres de natural romántico, y si lo
que sale del mar y la tierra te parece el colmo de lo bonito, los
tomates rosas y gordos, las alubias jaspeadas y las sardinas, las
guindillas y tantos tipos de hojas verdes como para hacerte un ramo
de novia, entonces el lugar te encandila. Te podrías conformar con
mirar y preguntar precios a esa potencial tatarabuela, flipando con
el de los maracuyás, que allí se confunden con papas y aquí casi
cuestan una hipoteca. Pero no puedes dejar de fotografiar. Es
todo...tan antiguo, tan sabroso, tan vital.
Y tu fascinación no es nada rara. Muchos
otros turistas se pasean por entre los callejones estrechos y las
pasarelas con buenas cámaras de fotos pegadas a la cara. Este es de
ese tipo de sitios donde las réflex predominan sobre las vulgares
automáticas. Pero es normal. Todos nosotros, visitantes, venimos del
reino del plástico. Algunos somos más jóvenes que el primer
supermercado. Nos servimos con abundancia de ese bufé en el que los
alimentos, desde los filetes de pollo hasta la piña en rodajas, se
sirven en barqueta. Y aquí hay señoras que te hablan y que tienen
las uñas negras. Algunas desgranan vainas, y fíjate bien, de ahí
es de donde salen las alubias jaspeadas. Otras pican muy menuditas
las hojas de nabo que se usan en el caldo verde inevitable. Hay
hogazas de pan de maíz y centeno que otra señora te vende en
cuartos u octavos. Por dios, si hay hasta jaulas con pollos vivos.
Con todas sus plumas y patas cagadas. Una de ellas tiene también
palomas. Una de sus primas de la calle la observa del otro lado.
Escenas de corredor de la muerte. Todo eso te encanta.
Los puntales para aplazar el
desmoronamiento. El montón de puestos que ya nadie ocupa, los
mostradores de mármol abandonados que fueron carnicerías y que
conservan su aire forense. La ruina. Te burlas de todos los memos a
los que esto les parece poco higiénico y europeo. Te recreas con lo
decrépito. Una foto de esto, otra de aquello, envases de carne de
membrillo con etiquetas escritas a mano, calendarios de la Vigen de
Fátima de hace trece años.
Así hasta que ves ese cartel en el
mostrador de la panadera: no fotos, por favor. Y entonces es cuando
el Mercado de Bolhão te retrata. A ti,
con tu camarita automática pero resultona, tu fascinación de
antropólogo y tu celebración de un desenfado comercial al que no
tienes acceso en tu mundo tan limpio y estilizado, se te ve idiota en
la instantánea. Has estado coleccionando la vida cotidiana de esa
gente, su modo de vida, su tiempo y su trabajo. Disparándole a
escenas que están a punto de extinguirse pero que todavía respiran.
Convirtiendo en costumbrismo lo que para esas mujeres no es más que
costumbre. Encerrándolas en las vitrinas de un museo. ¿Qué
pensarías si un forastero petulante te hiciera fotos cuando bostezas
en el metro, de camino al trabajo? ¿Al bajar los envases al
contenedor amarillo? ¿Esperando a que cambie el semáforo? ¿Llevando
una caña y una tónica a la mesa número siete? Pensarías que un
gilipollas te está mirando como a un animal de zoo o de
granja-escuela.
Las tengo en blanco y negro, preciosas. De álbum. Llevátelas pa' casa, niña. |
He ahí el superpoder principal del
Mercado: te enfrenta a tu jeta de mema. Desactiva tu cámara y te
convierte en turista, que es algo que, en tu infinita pedantería, te
da mucha vergüenza.
La culpa la tienen las cámaras digitales, que con estos cacharros todos tenemos complejo de fotógrafos.
ResponderEliminarPor mi parte, si tuviera un puesto de mercado y los turistas me hicieran fotos, me pasaría el día sonriendo e intentando que mi puesto sea el más fotografiado. Por supuesto, con un correspondiente recipiente para las propinas.
Pensadora lista!
EliminarLo que me dio un poquito de vergüenza es ese quedarme flipada con lo pintoresco, con un modo de vida y un paisaje que se ha quedado sin espacio en nuestra actualidad tan aséptica. Como si me creyera que una casa donde todavía vive gente es el muro de Berlín, y arrancara pedacitos.
A mí me gustaría que los turistas me comprasen tomates con sabor a tomate y que me pidieran la receta del salmorejo.
Ahí le has dado!
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