Su risa se despliega en la calle como una
serpentina. Como una piñata que estalla y cubre el suelo con un
montón de cositas brillantes.
Y mírala, ella misma parece una piñata;
una de esas antiguas de cerámica, no muy distinta de un botijo hasta
que la rompes. Lleva una de esas faldas que se quedan a medio camino
entre corva y tobillo, estampadas con flores grandes, tan propias de
su edad. Lleva sandalias de tiras estratégicamente dispuestas para
dejar una ventana abierta al juanete. Lleva un marido que pasea con
las manos unidas a la espalda y que siempre calla más que habla. Con
los años el paso de ambos se ha vuelto un poco zoológico: ella
bambolea un peso que no es el de su veintena sobre los pies aún
pequeños, y recuerda así a una paloma. Él dobla hacia afuera los
suyos como un pingüino tranquilo. Son la fauna autóctona del
mercadillo y de los bancos con más sombra de la plaza. Son tus
vecinos del segundo; la mercera que vende camisetas interiores
capaces de hacerte sudar en enero, y su marido; a lo mejor tus
abuelos; tal vez tus padres.
Y ella se ríe como una cría de hace
sesenta años, con una picardía de otro tiempo. Ahora los niños lo
saben todo o casi todo antes de cumplir los catorce, y ya no van a
reírse con una carcajada que mezcla subversión e inocencia. Pero tu
vecina del segundo, o tu madre, sí sabe hacerlo. Ha visto lo mismo
que tú hace un instante: una chica sentada a horcajadas sobre lo que
suponemos un chico, porque está tan a merced de la voracidad de la
de encima, que apenas asoman de él más que unas zapatillas
deportivas. La chica tiene unos minishorts que se le hunden en los
muslos de tersura desafiante, y una melena que es un telón. Qué
jóvenes deben de ser. Qué manera de estar expuestos y a la vez
ocultos en sí mismos.
¿Crees que la mercera, o tu abuela, se
está riendo de ellos? En absoluto. Al verlos le ha dicho a su marido
vamos a hacer nosotros lo mismo. Tú te sientas en un banco y yo
me espatarro encima. Y ha empezado a reírse como una chiquilla.
Como una serpentina. Como una piñata que estalla y derrama todo su
contenido. Pongamos que ese todo son cincuenta años de intimidad
conyugal, puestos uno detrás del otro en una serie que a veces
conduce al tedio, y a veces a la complicidad. Y también la
conciencia divertida de la edad que ambos tienen, la aceptación de
que ellos ya han cedido dos y hasta tres puestos en la cadena de la
generación.
Seguro que de novios no hicieron lo que
hacen estos chicos de ahora. No se besuquearon en un parque, no se
dieron el lote delante de gente que, cuando aprieta la hormona, es
menos que nadie. No se restregaron bultos de cuya naturaleza ella no
tenía más que una leve sospecha. Se imagina echada sobre su Pepe a
la luz del día y en plena calle, y su osadía es la misma que si lo
hubiera propuesto en los tiempos de antes de casarse. Pero sin la
historia de su matrimonio, la risa no sería la misma: no sonaría
así de irónica, no llevaría tanta guasa, no estaría teñida de
camaradería. Toda esa solemnidad de los tiempos carnívoros, si es
que los tuvieron, se aflojó más bien rápida. Los muslos de gacela
se pican como si la celulitis fuera metralla. El ardor es una cosa
que no aguanta veinte mil cenas juntos en zapatillas de estar por
casa.
Y al final ningún lazo ata más fuerte
que el humor compartido. Tu vecina, tu madre, no sabe que su risa es
más sexy que las piernas de una chica.
¡Jope, he escrito un comentario y no ha salido! Te decía que me ha encantado: la serpentina y la risa y también ese humor cómplice que sólo lo dan los años frente a la osadía de una juventud que piensa que cuando vive algo por primera vez, es la primera vez que se vive.
ResponderEliminarNo me importa repetir los "besos mil" de antes.
Muuuas
Y a mí no me importa repetir que has nacido para hacer frases célebres. Por lo de la juventud que piensa que etc, lo digo.
EliminarBesos dos mil (por este comentario y por el esfumado)
Este último párrafo me ha derrotado. Ojalá sea como dices.
ResponderEliminarOjalá sabe a fatalismo. Lo contrario de la voluntad expresada por el humor como enseña.
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