domingo, 3 de agosto de 2014

Y nosotros, a medio camino

 
Su risa se despliega en la calle como una serpentina. Como una piñata que estalla y cubre el suelo con un montón de cositas brillantes.

Y mírala, ella misma parece una piñata; una de esas antiguas de cerámica, no muy distinta de un botijo hasta que la rompes. Lleva una de esas faldas que se quedan a medio camino entre corva y tobillo, estampadas con flores grandes, tan propias de su edad. Lleva sandalias de tiras estratégicamente dispuestas para dejar una ventana abierta al juanete. Lleva un marido que pasea con las manos unidas a la espalda y que siempre calla más que habla. Con los años el paso de ambos se ha vuelto un poco zoológico: ella bambolea un peso que no es el de su veintena sobre los pies aún pequeños, y recuerda así a una paloma. Él dobla hacia afuera los suyos como un pingüino tranquilo. Son la fauna autóctona del mercadillo y de los bancos con más sombra de la plaza. Son tus vecinos del segundo; la mercera que vende camisetas interiores capaces de hacerte sudar en enero, y su marido; a lo mejor tus abuelos; tal vez tus padres.

Y ella se ríe como una cría de hace sesenta años, con una picardía de otro tiempo. Ahora los niños lo saben todo o casi todo antes de cumplir los catorce, y ya no van a reírse con una carcajada que mezcla subversión e inocencia. Pero tu vecina del segundo, o tu madre, sí sabe hacerlo. Ha visto lo mismo que tú hace un instante: una chica sentada a horcajadas sobre lo que suponemos un chico, porque está tan a merced de la voracidad de la de encima, que apenas asoman de él más que unas zapatillas deportivas. La chica tiene unos minishorts que se le hunden en los muslos de tersura desafiante, y una melena que es un telón. Qué jóvenes deben de ser. Qué manera de estar expuestos y a la vez ocultos en sí mismos.

¿Crees que la mercera, o tu abuela, se está riendo de ellos? En absoluto. Al verlos le ha dicho a su marido vamos a hacer nosotros lo mismo. Tú te sientas en un banco y yo me espatarro encima. Y ha empezado a reírse como una chiquilla. Como una serpentina. Como una piñata que estalla y derrama todo su contenido. Pongamos que ese todo son cincuenta años de intimidad conyugal, puestos uno detrás del otro en una serie que a veces conduce al tedio, y a veces a la complicidad. Y también la conciencia divertida de la edad que ambos tienen, la aceptación de que ellos ya han cedido dos y hasta tres puestos en la cadena de la generación.

Seguro que de novios no hicieron lo que hacen estos chicos de ahora. No se besuquearon en un parque, no se dieron el lote delante de gente que, cuando aprieta la hormona, es menos que nadie. No se restregaron bultos de cuya naturaleza ella no tenía más que una leve sospecha. Se imagina echada sobre su Pepe a la luz del día y en plena calle, y su osadía es la misma que si lo hubiera propuesto en los tiempos de antes de casarse. Pero sin la historia de su matrimonio, la risa no sería la misma: no sonaría así de irónica, no llevaría tanta guasa, no estaría teñida de camaradería. Toda esa solemnidad de los tiempos carnívoros, si es que los tuvieron, se aflojó más bien rápida. Los muslos de gacela se pican como si la celulitis fuera metralla. El ardor es una cosa que no aguanta veinte mil cenas juntos en zapatillas de estar por casa.

Y al final ningún lazo ata más fuerte que el humor compartido. Tu vecina, tu madre, no sabe que su risa es más sexy que las piernas de una chica.

4 comentarios:

  1. ¡Jope, he escrito un comentario y no ha salido! Te decía que me ha encantado: la serpentina y la risa y también ese humor cómplice que sólo lo dan los años frente a la osadía de una juventud que piensa que cuando vive algo por primera vez, es la primera vez que se vive.
    No me importa repetir los "besos mil" de antes.
    Muuuas

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    1. Y a mí no me importa repetir que has nacido para hacer frases célebres. Por lo de la juventud que piensa que etc, lo digo.
      Besos dos mil (por este comentario y por el esfumado)

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  2. Este último párrafo me ha derrotado. Ojalá sea como dices.

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    1. Ojalá sabe a fatalismo. Lo contrario de la voluntad expresada por el humor como enseña.

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