martes, 5 de agosto de 2014

Torpe no, lo siguiente


Esta mañana me he caído en el río. ¿Mucho, Silvia? Bastante. He debido de puntuar un seis en la escala de revuelcos fluviales.

(Donde el 1 es un ay, me he mojado la puntita de la bota al saltar de piedra en piedra, pero si me callo aquí no se entera ni el Tato. El 10, algo parecido a la muerte de Virginia Woolf. El 6 viene a ser un bautismo evangélico a la inversa, en el que el sujeto digno de compasión aterriza no de espaldas, sino decúbito prono. Si no tiene su día, se rompe al menos una paleta. Si Poseidón, que es el dios de las aguas saladas, pero también de las dulces, estaba en ese momento trajinándose a una ninfa, el desdichado, el muy torpe, puede darse con un canto en los dientes – intactos – si la broma se salda con un ibuprofeno y una tarde con permiso para abusar del de al lado)

Bendita alegría, Poseidón, bendita alegría.

Al principio la rodilla me duele lo justo. He superado el modesto talud de la orilla sin que de mí tenga que tirar nadie. Llevo las gafas puestas; no he perdido las llaves. En lo físico, lo material y lo anímico estoy más o menos entera. Por supuesto que me he acordado de ese vídeo casero de hace treinta años, en el que se ve y se oye bien clarito cómo el dominguero de mi padre me regaña mientras cruzamos un arroyito en un pinar de San Roque, y cómo mi torpeza parece exasperarle; cómo sus advertencias sólo sirven para llevar mis pezuñitas directamente al meollo del barro. Pero, vamos, no creo que necesite ni media ración de psicoanálisis.

Lo único que me preocupa es que los papeles que tenía que rellenar con observaciones sobre el hábitat se han empapado. He venido a hacer este trabajo, y mi trabajo se ha convertido en... papel mojado. Y no sólo eso. Mis pies hacen chof chof dentro de unas botas de vadear demasiado grandes, como niños saharauis tras una tormenta. El uniforme está pidiendo a gritos un centrifugado. Los calcetines también, y las bragas. La ropa mojada es un insulto a la condición humana. ¿De qué sirve este pelaje que apenas logra aislar la humedad interna?

Mis buenos compañeros se han quedado en el río, ocultos tras el talud y los sauces. Ellos no me ven a mí; yo sólo puedo oírlos: el ruido intruso del motor que usamos en la pesca eléctrica, sus voces indistintas, a veces una risa que justifica por sí misma este día. Podría decirse que estoy sola, tras las bambalinas del bosque, desvalida como un guacharillo. Podría, pero no seré yo quien lo diga. En apenas un cuarto de hora la humedad dejará de ser ese problema humillante.

Me desabrocho las botas subidas hasta la ingle; me las saco haciendo equilibrios; de cada una desalojo medio litro de río. Esa era la prioridad número uno. Siguiente tarea. ¿Qué puede hacer una cuando el uniforme se ha convertido en una segunda piel viscosa, como la de una trucha? Jose siempre me dice que en días como este no me olvide de echar una muda de recambio. Nunca le hago caso. Menos mal que él es un hombre porfiado: estoy segura de que dentro de su mochila habrá un par de calcetines secos, y hasta unos calzoncillos. Así que voy descalza hasta el coche. Mis pies empapados se ensucian de barro y hojarasca, y yo los miro asombrada, como una virgen que está dejando de serlo. Hurra por la tenacidad: aquí está ese par de calcetines secos, mi Santo Grial. Ya puedo seguir saqueando. Cuando ayer cargamos la camioneta con todo el material necesario, incluimos un vadeador más de la cuenta (Esto es un vadeador, amiguitos). Y bendita sea mi suerte, no era el mío, pero tampoco es de talla XL. Ande yo como un pato bien seco, y ríase la gente.

Ya estoy en paños menores. Ponerme unos calzoncillos me parece un abuso, así que me seco las bragas con unas hojas que he arrancado de mi libreta. Me introduzco en el botín textil recién rapiñado. Ahora toca sacar el coche de la sombra. Las botas me están tan grandes que no atino a pisar bien los pedales, y el motor se me cala. Desmañada como un astronauta me hallo. Al tercer intento consigo dejar mi solarium preparado. Dejo abiertas las puertas del coche con las ventanillas bajadas: de una cuelgo el polo del uniforme; de la otra, los pantalones. Cada folio empapado de mi carpeta se va arrugando sobre el capó por separado. Qué bonita colada de papiros estoy preparando. Mis propios Calcetines de la Vergüenza cuelgan del techo: dos farolillos de feria. 
 
Los calcetines siempre tardan más en secarse. Los farolillos sobreviven a la feria.

Y al rato estoy lista para seguir trabajando. Mis papeles tienen historia. Mi rodilla ya renquea. En la escala del dolor de rodilla me apunto esta vez un cinco, que significa: ojalá tuviera un pene para mear sin tener que agacharme. Pero el río lleva un rato esperándome. Voy cojeando hasta la orilla, y antes de bajar el talud, contemplo mi ropa tendida y sonrío. He sentido algo muy cálido al desplegar mi diligencia precaria. Caer, mojarme. Salir, secarme. Esto no es ser torpe, papá. Esto es acatar la ley del río. Esto es no rehuir su intimidad. Hoy he estado muy cerca de un gran corazón fluido.

5 comentarios:

  1. Es que me encantas tanto que me han dado ganas de salir corriendo con una toalla (y unas bragas secas) en mano!
    Eres increíblemente adorable.

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  2. Pobre hija mía. Que dolor!.
    Solo me consuela mirar el calendario: estamos en Agosto.

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  3. Bendito Jose, que además de porfiado, es un hombre previsor.

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    1. Y yambién más viejo que yo. Sobre todo en ese tipo de trabajos.

      Por cierto, el agua estaba a 12,3 ºC. Me dio tiempo a tomar su temperatura antes del suceso. La ropa mojada con eso, y a la sombra de los fresnos, convierte agosto en marzo. Por lo menos.

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