sábado, 30 de agosto de 2014

No estaba muerto

 
A veces te descubres usando formas verbales impropias. Hablas en pasado de heridas que todavía huelen; conjugas en presente cuentos de tu vida que no han sucedido. Das por muerta una cuarta parte del año. Y automáticamente te sale: qué corto se me ha hecho el verano. A las chicharras les da coraje, y por eso redoblan sus restregones frenéticos. El pelo aún se te pega a la nuca, y colocarte el ordenador sobre el regazo sigue siendo una modesta tentativa de suicidio. Te quitas el vestido, sacas los pies de las chanclas, miras por la ventana para comprobar que nadie del parque vecino te va a ver las tetas si te quitas el sujetador. Sudas: el bigote, el pubis, la axila izquierda, sólo esa. Ojalá pudieras arrancarte también el aire viscoso de tu alrededor inmediato. El verano es un muchachote, y tú te empeñas en jubilarlo.

Es verdad que tienes cómplices. La ciudad ha cambiado en apenas cinco días, sin sutilidad ninguna: los ausentes empiezan ya a ventilar el ambiente enfermizo de sus pisos, como si achicaran calor en vez de agua. Poco a poco la circunvalación se va congestionando. En el gimnasio los habituales se abrazan, y arrepentidos confiesan todas las cervezas y las tarrinas de helado a las que no han sabido negarse. El ruido de la cuesta te ha vuelto a robar la opción de dormir con los balcones abiertos. Ya no le cantas poemas de amor a la brisa. De noche la gente pasea por el bulevar como si estuviera en una cámara hiperbárica: entre la playa y el adiós a las vacaciones, una aclimatación. Los carteles publicitarios rebosan mochilas y chándales. Los locutores estrella de la radio empiezan a incorporarse. El calendario intimida. Si esto fuera un complot contra el clima, no haría falta que nadie os delatara. Qué más da que ahora haga más calor que en julio. El verano se acaba, y tu papagayo interior lo sabe.

Qué corto se te está haciendo este verano. Qué pocos remojones en el mar por culpa de levanteras y ponenteras y de una temperatura hostil del agua. Qué poca o ninguna montaña. Qué poca vida exterior. Formentera queda lejos. Las horas sentada al fresco no parecen computar en la calculadora de lo importante. Si te dejaras llevar por la nostalgia de septiembre, puede que lo que ha pasado estos meses te pareciera escaso.

Y, sin embargo, un recuerdo tonto y mágico te sirve de antídoto. Estás otra vez en casa de tu padre, empujando las puertas de la verja. Vuelves de tirar la basura en el contenedor comunitario. Huele tan bien a matojo húmedo. No hay muchas estrellas, porque nos las han robado a nivel planetario, pero algunas sí que resisten. Siempre te sorprende lo bonita que se ve la casa desde fuera: el exterior bordado de sombras vegetales, una palmera, un cactus, una cenefa de jazmín que parece un tatuaje; el interior, tan cálido y naranja como la pulpa de un mango. Entonces la sientes perfectamente: la razón de que el verano sea tu estación favorita. En estos meses hay una especie de relación romántica entre tu cuerpo y el aire. Tu piel ya no es una barrera sino una puerta abierta. Te pasas el resto del año echando de menos esa falta de diferenciación, y sólo esta noche has sido consciente de ella. De repente has notado con todo tu ser una cosa más bien idiota: que es verano y que te encanta. Sin más adorno ni planes. No hace falta verbo siquiera. En tu mente, el mismo clamor de las chicharras: verano, verano.

A veces usamos maquinalmente los tiempos verbales. A mí no me importan las señales de que esto se va ya acabando. Todavía verano. 
 

2 comentarios:

  1. Es verano. No me quites eso antes de tiempo.

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  2. Leyendote, he estado a punto de empezar a añorar este verano al que le quedan ya tan pocos días; pero me he dado cuenta a tiempo de que el invierno también tuvo cosas buenas. Ay, ese arco iris increible, esas salidas del sol en las heladoras mañanas...

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