Este es otro río, y este, otro de esos
momentos en los que te congratulas de haber nacido. No pasa nada
absolutamente, pero quién echa de menos una trama. Este es uno de
esos días que nos guardaremos para el invierno, cuando tan
necesitados estemos de aire amable y espacios sin techo.
Una avispa inspecciona el menú que mis
pies ofrecen. Lo primero que hice cuando dimos por buena esta sombra
fue quitarme las botas y los calcetines sudados. Hemos andado sólo
una hora, y por un camino bastante llano, porque mi rodilla no está
para mambo. Pero quién se resiste a jugar a los montañeros
curtidos; quién no se remoja los pies en esta corriente de hielo
líquido. No le he cogido miedo ni rencor a ese tipo de piedras que
sólo son firmes a la vista. Así que he buscado un hueco en el lecho
para meterme hasta las corvas. El agua tan fría debe de tener el
efecto que le supongo a una raya de coca: un latigazo en todo el
cuerpo, unas ganas simultáneas de huir y quedarse, un ataque de
euforia. Sólo que no hay manera de quedarse sin que la parálisis te
pueda. Yo no le he aguantado el tipo más de un minuto al río. Con
las piernas puestas a la plancha de una piedra brillante, con el
libro en el regazo, espero a que mi sangre vuelva a coger temperatura de
mamífero.
Razón por la cual siempre se me olvida jugar al Euromillones |
Debe de creerse que tus uñas son
flores, dice Jose a propósito de la avispa. Yo le echo un
vistazo tranquilo: tengo ese superpoder de no entrar en pánico ante
la visión de los bichos, por más que su picadura genere en mi
cuerpo algo así como la revolución rusa. Miro cómo husmea en torno a los
cuadraditos turquesa que rematan mis dedos, y esa deducción de Jose
me parece de pronto increíblemente obvia e increíblemente hermosa:
me honra que los ojos tan especializados de la avispa me acepten como
nicho ecológico.
Pero no parece que me considere demasiado
suculenta. La avispa se aleja ofendida, y yo puedo volver a mi libro.
El Viaje a Rusia de Steinbeck es un libro hecho para la
orilla: tiene ese mismo desenfado, ese descuido elegante de la vida
que transcurre bajo la sombra de un río. La ropa se llena de tierra
y pajitos. El runrún continuo del agua arrastra el barullo de tu
mente. La inteligencia se despeja para levantar un salón de té con
los dos tocones, las tres piedras medio planas, el techo lleno de
guiños que ofrece la naturaleza. Este libro no es esa llamarada de
espacio y de hierba que era Viajes con Charley, pero sí
adelanta gran parte de su encanto macizo y sin artificio. El río no
deja de pasar ni un instante. Yo no puedo dejar de leer ni de pasear,
magia de la lectura mediante, por la orilla del mar Negro.
Bueno, un instante sí paro. Lo
suficiente para darme cuenta de cuánta plenitud, qué pocos
recovecos, guarda este momento. Levanto la mirada de la página y me
topo con una ladera apretada de árboles. Todos elásticos como
corresponde a un hábitat tan inestable, todos luminosos y
cimbreantes. El agua pasa sin pausa, como el río de la literatura, el aire por nuestros
pulmones, la circulación en nuestras arterias, las generaciones que
han desembocado en nosotros, el
tiempo. Jose me rodea con un brazo para hacerme hueco en la piedra
que usa de respaldo. Leemos a la orilla de un río, y el
resto del mundo sólo es una entre tantas conjeturas posibles. O
precisamente lo contrario: aquí, en este instante a la vez suspendido
y escurridizo, el mundo acaba y comienza.
Tu sí que sabes disfrutar de lo bueno que nos rodea.
ResponderEliminarUn beso.
Y con cuánta frecuencia, esos momentos de plenitud nos pillan cerca de un río o en un camino perdido o descansando en la falda de un monte.
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