viernes, 1 de agosto de 2014

De repente, un oasis


Estoy acostumbrada a echarme sobre superficies inertes, la arena de la playa, la cama. Por eso, la primera impresión al tumbarme sobre el césped es como mínimo chocante. Es una cosa tan imitada que ni siquiera parece viva, y sin embargo, debajo de la toalla tan fina y a todas luces insuficiente que he sacado de mi taquilla, algo bulle y amenaza. Como si la voluntad de un montón de criaturas diminutas no estuviera muy dispuesta a permitir que mi cuerpo las aplaste. Las hojas son ásperas y pinchan. Una humedad inesperada, en esta ciudad de aire tan seco, empieza a calarme. Cuando uno ha olvidado lo que era tenderse medio en cueros sobre la hierba, no adivina por qué se siente algo cohibido al principio. Hasta que me doy cuenta de lo que pasa: el tacto del césped, duro, ensortijado y grasiento, recuerda bastante al del vello púbico.

Sólo espero que la nación de insectos que imagino debajo de mi peso haya desterrado a las ladillas. Que se conformen conmigo las moscas. Voy a soportarlas como si quisiera llegar a santa. Su precisión para detectar los puntos donde mi piel se quiebra es asombrosa: no ha pasado ni medio minuto desde que me tumbé junto a la piscina y ya las tengo bebiéndome las picaduras de mosquito viejas, las magulladuras que tres pares de zapatos bonitos me hacen invariablemente en estos pies aburguesados por las botas de campo. Aguantar a las moscas así es como ir ensayando lo de estar muerta. Soy su nicho ecológico, su tremendo banquete, el lugar que habían soñado para colocar sus huevos y sus mandíbulas.

Y a la vez estoy tan en carne viva. Las moscas me exploran de arriba abajo y, gracias a ellas, mi piel se convierte en un grito. Es como si estuvieran perfilando con un khol mi silueta para hacerla más obvia. A veces olvido que tengo esa concavidad en la espalda, un par de codos que son un erial, ese pedazo especialmente sensible en la cima del omóplato. Las moscas me lo recuerdan. Pero, vamos, que no hay que ponerse estupenda. Esas son cuestiones que a lo mejor quedan muy bien en un haiku. En el rato de piscina que me he regalado tras sudar linfa con las sentadillas, las moscas son el Coñazo con el que la evolución compensó la soberbia del ser humano. Agosto no se hizo para el nirvana. Con una frecuencia muy poco elegante, mis brazos y piernas son puro espasmo.

Los demás también se las espantan. Qué gente tan bonita, sin embargo. La tarde ya languidece, las sombras son largas, toda esta carne humana parece artesanía en madera de olivo. Sobre las tumbonas de línea ondulante; sentados sobre el bordillo o a él asomados; amontonados unos sobre otros en un mosaico de toallas; patrullando el filo de la piscina; arrancándose sin disimulo un pelo de las piernas. Se sacuden las moscas mientras siguen charlando o dejando que el mundo los admire. Es verano. Estamos casi desnudos de ropa y malestar en el corazón de nuestro hábitat cotidiano. Por ninguna razón en concreto, somos admirables.

Y entonces sé que esta tarde no voy a bañarme. Aunque el olor a cloro me atraiga como una trampa de feromonas. Tengo mi cuerpo sobre el césped y esas extensiones suyas que son la libreta y el libro. Y tengo una sensación muy íntima de alegría. Esta tarde soy una micro-pionera. La superficie viva que me da asiento es un espacio ganado a edificios que conozco de sobra. Bloques de pisos mal amueblados donde se cuela a todas horas el escándalo del tráfico. Oficinas. El centro comercial donde casi todos los locales se alquilan. Y en medio del humo y del cemento, en avenidas de poca sombra que vertebran nuestra prisa, yo estoy casi quieta y en bikini. Como si delante de mí no tuviera ni más ni menos que la inmensidad del mar y todo el tiempo por delante. Nunca había hecho esto en la ciudad. 

Sudadita y con los cuádriceps hechos papilla mola más
 

8 comentarios:

  1. A mi me gusta tumbarme en el césped. Aunque me gusta más hacerlo solo que acompañado. Cuando me tiendo en la hierba recuerdo la alfombra que había en casa de Mari Ángeles. Aquella que sus padres tenían en el salón donde dormimos una noche entera desnudos. ¿La de ácaros que debe tener una alfombra de esas? Pero da igual. Ni ácaros, ni bichos come hierbas, ni ladillas. Me gusta el césped y me gusta más solo que acompañado.
    Cuando me tumbo con alguien tengo la sensación de que Mari Ángeles puede estar en el otro lado de la toalla y... ¡No sabe que rollo da eso!

    ResponderEliminar
  2. Un post de Bubo dentro de mi post es una cosa que me encanta.

    (¿Te da rollo porque ese alguien no es Mari Ángeles o porque a lo mejor casi lo es?)

    ResponderEliminar
  3. Me encanta que las moscas sean el "Coñazo con el que la evolución compensó la soberbia del ser humano". Quien se ocupara de crear todo esto, o la evolución misma, es un/a cachondo/a mental.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Si no lo hubiera hecho ya, entre otros, Desmond Morris en "El mono desnudo", me pondría a escribir sobre los manejos cachondos de la evolución sobre el H. whatsappiens sapiens.

      Eliminar
  4. Mejor, castigó; no que compensó.
    O compensó y castigo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. La soberbia es un pecado que merece castigo, no equilibrios evolutivos. ¿O es que no fuiste a catequesis?

      Eliminar
  5. Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

    ResponderEliminar