Estoy acostumbrada a echarme sobre
superficies inertes, la arena de la playa, la cama. Por eso, la
primera impresión al tumbarme sobre el césped es como mínimo
chocante. Es una cosa tan imitada que ni siquiera parece viva, y sin
embargo, debajo de la toalla tan fina y a todas luces insuficiente
que he sacado de mi taquilla, algo bulle y amenaza. Como si la
voluntad de un montón de criaturas diminutas no estuviera muy
dispuesta a permitir que mi cuerpo las aplaste. Las hojas son ásperas
y pinchan. Una humedad inesperada, en esta ciudad de aire tan seco,
empieza a calarme. Cuando uno ha olvidado lo que era tenderse medio
en cueros sobre la hierba, no adivina por qué se siente algo
cohibido al principio. Hasta que me doy cuenta de lo que pasa: el
tacto del césped, duro, ensortijado y grasiento, recuerda bastante
al del vello púbico.
Sólo espero que la nación de insectos
que imagino debajo de mi peso haya desterrado a las ladillas. Que se
conformen conmigo las moscas. Voy a soportarlas como si quisiera
llegar a santa. Su precisión para detectar los puntos donde mi piel
se quiebra es asombrosa: no ha pasado ni medio minuto desde que me
tumbé junto a la piscina y ya las tengo bebiéndome las picaduras de
mosquito viejas, las magulladuras que tres pares de zapatos bonitos
me hacen invariablemente en estos pies aburguesados por las botas de
campo. Aguantar a las moscas así es como ir ensayando lo de estar
muerta. Soy su nicho ecológico, su tremendo banquete, el lugar que
habían soñado para colocar sus huevos y sus mandíbulas.
Y a la vez estoy tan en carne viva. Las
moscas me exploran de arriba abajo y, gracias a ellas, mi piel se
convierte en un grito. Es como si estuvieran perfilando con un khol
mi silueta para hacerla más obvia. A veces olvido que tengo esa
concavidad en la espalda, un par de codos que son un erial, ese
pedazo especialmente sensible en la cima del omóplato. Las moscas me
lo recuerdan. Pero, vamos, que no hay que ponerse estupenda. Esas son
cuestiones que a lo mejor quedan muy bien en un haiku. En el
rato de piscina que me he regalado tras sudar linfa con las
sentadillas, las moscas son el Coñazo con el que la evolución
compensó la soberbia del ser humano. Agosto no se hizo para el
nirvana. Con una frecuencia muy poco elegante, mis brazos y piernas
son puro espasmo.
Los demás también se las espantan.
Qué gente tan bonita, sin embargo. La tarde ya languidece, las
sombras son largas, toda esta carne humana parece artesanía en
madera de olivo. Sobre las tumbonas de línea ondulante; sentados
sobre el bordillo o a él asomados; amontonados unos sobre otros en
un mosaico de toallas; patrullando el filo de la piscina;
arrancándose sin disimulo un pelo de las piernas. Se sacuden las
moscas mientras siguen charlando o dejando que el mundo los admire.
Es verano. Estamos casi desnudos de ropa y malestar en el corazón de
nuestro hábitat cotidiano. Por ninguna razón en concreto, somos
admirables.
Y entonces sé que esta tarde no voy a
bañarme. Aunque el olor a cloro me atraiga como una trampa de
feromonas. Tengo mi cuerpo sobre el césped y esas extensiones suyas
que son la libreta y el libro. Y tengo una sensación muy íntima de
alegría. Esta tarde soy una micro-pionera. La superficie viva
que me da asiento es un espacio ganado a edificios que conozco de
sobra. Bloques de pisos mal amueblados donde se cuela a todas horas
el escándalo del tráfico. Oficinas. El centro comercial donde casi
todos los locales se alquilan. Y en medio del humo y del cemento, en
avenidas de poca sombra que vertebran nuestra prisa, yo estoy casi quieta y en
bikini. Como si delante de mí no tuviera ni más ni
menos que la inmensidad del mar y todo el tiempo por delante. Nunca
había hecho esto en la ciudad.
Sudadita y con los cuádriceps hechos papilla mola más |
A mi me gusta tumbarme en el césped. Aunque me gusta más hacerlo solo que acompañado. Cuando me tiendo en la hierba recuerdo la alfombra que había en casa de Mari Ángeles. Aquella que sus padres tenían en el salón donde dormimos una noche entera desnudos. ¿La de ácaros que debe tener una alfombra de esas? Pero da igual. Ni ácaros, ni bichos come hierbas, ni ladillas. Me gusta el césped y me gusta más solo que acompañado.
ResponderEliminarCuando me tumbo con alguien tengo la sensación de que Mari Ángeles puede estar en el otro lado de la toalla y... ¡No sabe que rollo da eso!
Un post de Bubo dentro de mi post es una cosa que me encanta.
ResponderEliminar(¿Te da rollo porque ese alguien no es Mari Ángeles o porque a lo mejor casi lo es?)
Me da rollo! ¡Mal rollo!
EliminarMe encanta que las moscas sean el "Coñazo con el que la evolución compensó la soberbia del ser humano". Quien se ocupara de crear todo esto, o la evolución misma, es un/a cachondo/a mental.
ResponderEliminarSi no lo hubiera hecho ya, entre otros, Desmond Morris en "El mono desnudo", me pondría a escribir sobre los manejos cachondos de la evolución sobre el H. whatsappiens sapiens.
EliminarMejor, castigó; no que compensó.
ResponderEliminarO compensó y castigo
La soberbia es un pecado que merece castigo, no equilibrios evolutivos. ¿O es que no fuiste a catequesis?
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