Cuando me levanté y lo vi preparando
crepes para el desayuno supe que estaba perdida. Me restregué los
ojos, pero ahí seguía él, dos metros de más hueso que carne
batiendo a mano unos huevos, adivinando la ubicación de las especias
y la harina como si llevara más de una noche en mi casa. Se sabía
la receta de memoria, y eso tenía que significar algo. Ni más ni
menos que me había llegado la hora de darme por vencida en el pulso
que me traía conmigo misma para no admitir que estaba enamorada
hasta las trancas. Un hombre que sabe preparar crepes nada más
despertarse es un espectáculo que me llegaba muy hondo: una
coreografía de gentileza y autosuficiencia. Una demostración de
destreza. Un modo de aristocracia. Era meticuloso: cortó la fruta
que agonizaba en mi nevera con una precisión milimétrica, y cuando
pensé que ya había visto suficiente, alehop, le dio a la primera
crepe una vuelta impecable con un movimiento seco y escueto de
muñeca. Debí haber intuido en ese momento que todo lo hacía con la
misma precisión: voltear una crepe. Darle la vuelta a un flechazo
para transformarlo limpiamente en desprecio. Devolverme mi admiración
sin desenvolverla. Romperme el corazón.
Hay que ser de una pasta meticulosa y
audaz para servir crepes con finura. Yo no soy así, en absoluto. Así
que ¿qué locura transitoria me cableó la mente y me llevó a
pensar que hacer estas crepes de zanahoria y garbanzo era una buena
idea? Mis modos en la cocina son resultones, pero nada elegantes.
Hago lo que puedo con mis manos de osito panda. A veces sobrevaloro
mi pericia, decididamente. Con estas mimbres, y a una hora de
largarme al trabajo, lo de hacer crepes, más que audaz, fue un acto
irreflexivo.
Seguí la receta punto por punto. Mezclé
el huevo con la harina de garbanzo, que es una cosa que deben de
abominar todos los gurús de la cocina que enumero cuando picar
verdura me hace acordarme de Sísifo. El gurú de la alta cocina es
un señor que articula reguleramente el lenguaje y que reprueba esa
actividad animal y sucia que es comer con hambre. La gurú de la
cocina tradicional es esa vecina madre de Yosua que viste
impenitentemente un bambi y que sería capaz de freír en aceite de
girasol hasta el café con leche. El gurú de la cocina vegana, como
yihadista que es, tiene mucho pelo, en la cara si es hombre; en el
sobaco si mujer.
La masa de crepes en cuestión habría
irritado a los tres. Resumiré diciendo que cuando tocó cocinarla,
se pegó apasionadamente al fondo de mi sartén. Agosto, una y veinte
de la tarde: el momento de ponerme el uniforme se acerca. Granada: me
resbalan por la frente gotas de sudor e ira. El relleno de espinacas
y ricotta lleva tanto rato preparado que un poco más, y su destino será el contenedor azul. Jose contempla el manicomio en que he
convertido la cocina y, sin medir las posibles consecuencias, se
atreve a preguntar si no hubiera sido más fácil freír unas papas
con huevo. Mirada glacial por mi parte. Por comentarios así debieron
de echarse al monte las amazonas.
Dos menos veinte. Hora punta del
autorreproche. ¿Pa' qué te metes, Sila, pa'qué te lías en asuntos
en los que no das la talla? Me avergüenza confesarlo, pero hay uno o
dos pasos en el arte de cuajar tortillas que no logro dominar. Y una
crepe no es más que una tortilla con ánimo de progresar en la
escala social. Una tortilla esnob y trepa. Estoy tan fuera de mí que
reviento mi nuevo minutero de cocina al intentar darle cuerda. Esto
sí que no sé dónde voy a tirarlo. El tic tac ya no hay quien lo
pare, y si lo echo a la basura normal, probablemente algún vecino
del barrio termine avisando a los TEDAX.
En fin, no voy a alargar la historia. Ese
día no se comieron crepes en mi casa, sino tortillas rellenas, sí,
tortillas, moderadamente endiabladas y más o menos manejables. ¿Hay
una moraleja capaz de justificar este post absurdo? Ninguna. Dejadme anotar sólo estos apuntes:
- Las preparaciones que van a ser
gratinadas no merecen tanto esmero ni sofoco. Tú cúbrelas con una buena
capa de tomate y queso rallado, y cuando llegue la hora de hincarles
el diente, nadie notará si debajo hay una chabola de cartones o un
Tal Mahal culinario.
- No soy habilidosa, pero sí terca, y las
cosas que en principio me superaban, más feas o más bonitas,
terminan sabiendo buenas.
- Hace mucho, mucho tiempo que el glamour
de un hombre que sabe hacer crepes como el que extirpa un tumor
cerebral no me dice tanto. Un buen corazón y alegría: eso es lo
único por lo que estoy dispuesta a perderme.
Cuarta moraleja: "escribir sobre cocina con humor, mola mil... ¿será este mi camino en la escritura? ¿Acaso no sería yo la autora de la versión granaína de Tomates Verdes Fritos o misilares novelas?"
ResponderEliminarJajaja. Me ha encantado.
Muuuas
"Misilar" mola mil!! ¿Versión granaína?¿Choto amamantado con ajos y refrito con cineto veinte mil cabezas de ajo? ¿Habicas? ¿Olla de San Antón con todo el contenido de una autopsia de marrano? Ni lo sueñes. Mi paladar es universal a la par campogibraltareño. Delicado.
EliminarApuntémonos todos a esa última moraleja.
ResponderEliminarBesos.
Hija mía, "bambi" ? En mi pueblo se dice babi o bambo.
ResponderEliminarMadre mía, a lo mejor es que no somos del mismo pueblo. Y a lo mejor es que la madre del Hombre que Nunca Hizo una Crepe tiene un dialecto tan bizarro e infeccioso como el de Padrede.
EliminarPues sí, Laura, lo he comentado en otras ocasiones, que no puedo evitar reirme -ni lo intento, claro- cuando leo un post sobre la "cocina creativa" de esta chica; no sé si es un invento suyo, pero lo borda.
ResponderEliminarAy, ¡cuánto cambio nos trajo el Zapatero que hasta han rebautizado con uno de sus sobrenombres el clásico vestidito de andar por casa!
Querida, no hay crep que pueda competir con un buen corazón aromatizado de alegría.
¡
Cocina con pinta de amasao de pollos que sabe a gloria. Con perdón. Sí, creo que es invento mío.
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