viernes, 8 de agosto de 2014

Cuidarnos

Dejas de hacer lo que estás haciendo y me espetas un qué. Qué de qué, te respondo, casi esperando que entres al trapo y sigamos encadenando qués hasta la hora de acostarnos. Me apetece jugar a ese pun puñete dialéctico. Que qué miras (Te plantas rápido). Pues qué voy a mirar: a ti, te digo. Y, misteriosamente, das por buena esa respuesta. No te escama, no vacilas. Mi mirada no te pone nervioso. Por mi expresión facial debes de adivinar que no hay en ella ni gota de juicio. Nos tenemos muy cerca el uno al otro como para que yo te parezca un testigo incómodo.

Sigues con lo tuyo. Te acercas mucho la cuchara de medir a los ojos para que este pan no se hunda por exceso de levadura. Mueves los brazos con mucha ceremonia, como un director de orquesta encumbrado, acercándote la harina de dos tipos, la sal, las semillas. Hacer pan de máquina es una cosa muy seria, cuando tu nivel culinario no pasa de componer en el plato un mosaico de mejillones en escabeche y espárragos blancos. Pero la lista de tus tareas no acaba, por mucho que el espíritu del viernes se vaya posando en los muebles. Vas y vienes por este piso minúsculo con la expresión de plenitud de una embarazada, como si ser un hombrecito de provecho te colmase realmente. Riegas el jazmín que mochaste anteayer aunque yo te diga que hace demasiado calor todavía. Rompes un montón de papeles en pedacitos, que es una cosa que te hace disfrutar de un modo que raya en la patología. Me acercas una silla para que estire ese morcón en que se ha transformado mi rodilla desde mi teatral caída en el río. Me arrimas la botella de agua fresquita antes de que te la pida. De mil maneras sutiles o flagrantes, me cuidas.

Bandera hogareña


Y yo te sigo con la mirada, y contemplando tu formalidad alegre, recuerdo cuando hace un par de semanas estuviste malo. Ahora eres el espejo de lo que yo fui aquellos días. Bajé al huerto para cocer una ensalada de judías verdes bien fresquita. Maldije a Putin, a Rasputín y a todos los hijos de la Madre Rusia que me bloqueaban los pasillos del Carrefour de Estepona cuando yo sola empujaba el carro. Cociné alguna cosita inocua con esa misma seriedad que por dentro silba. Te sujeté la frente cada vez que te abrazabas al váter.

Te miro, me recuerdo, y entonces comprendo que estamos creciendo. Puede que la clave de la maduración sea precisamente el modo en que se invierte el sentido del cuidado. De bebés acaparamos atención como banqueros. Tras el destete, y después de cada cumpleaños, nos vamos convirtiendo en seres quebrados: tu mamá y la realidad entera han dejado de responder de manera servicial e inmediata a la menor de tus necesidades. Te pasas el resto de tu vida tratando de rellenar ese hueco de mimo, de sanar una herida cuyo diagnóstico coincide más o menos con haber sido abandonado. Te dedicas a defenderte de manera algo patética: te conviertes en sujeto y objeto de tus propios cuidados. Te labras un futuro, construyes una casa, rascas amor de debajo y de encima de las piedras.

Entonces descubres que tu enfermedad de atención tiene cura, y que sólo necesitas cuidar para compensar la falta de cuidados que vivir te ha ido escamoteando. Te reproduzcas o no, dejas de ser hijo y te conviertes en padre.  Y así te haces grande.

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