Dejas de hacer lo que estás haciendo y me
espetas un qué. Qué de qué, te respondo, casi
esperando que entres al trapo y sigamos encadenando qués hasta la
hora de acostarnos. Me apetece jugar a ese pun puñete dialéctico.
Que qué miras (Te plantas rápido). Pues qué voy a mirar:
a ti, te digo. Y, misteriosamente, das por buena esa respuesta.
No te escama, no vacilas. Mi mirada no te pone nervioso. Por mi
expresión facial debes de adivinar que no hay en ella ni gota de
juicio. Nos tenemos muy cerca el uno al otro como para que yo te parezca un
testigo incómodo.
Sigues con lo tuyo. Te acercas mucho la
cuchara de medir a los ojos para que este pan no se hunda por exceso
de levadura. Mueves los brazos con mucha ceremonia, como un director
de orquesta encumbrado, acercándote la harina de dos tipos, la sal,
las semillas. Hacer pan de máquina es una cosa muy seria, cuando tu
nivel culinario no pasa de componer en el plato un mosaico de
mejillones en escabeche y espárragos blancos. Pero la lista de tus
tareas no acaba, por mucho que el espíritu del viernes se vaya posando en los muebles. Vas y vienes por este piso minúsculo con la
expresión de plenitud de una embarazada, como si ser un hombrecito
de provecho te colmase realmente. Riegas el jazmín que mochaste
anteayer aunque yo te diga que hace demasiado calor todavía. Rompes
un montón de papeles en pedacitos, que es una cosa que te hace
disfrutar de un modo que raya en la patología. Me acercas una silla para que estire
ese morcón en que se ha transformado mi rodilla desde mi teatral
caída en el río. Me arrimas la botella de agua fresquita antes de
que te la pida. De mil maneras sutiles o flagrantes, me cuidas.
Bandera hogareña |
Y yo te sigo con la mirada, y
contemplando tu formalidad alegre, recuerdo cuando hace un par de
semanas estuviste malo. Ahora eres el espejo de lo que yo fui
aquellos días. Bajé al huerto para cocer una ensalada de judías
verdes bien fresquita. Maldije a Putin, a Rasputín y a todos los
hijos de la Madre Rusia que me bloqueaban los pasillos del Carrefour
de Estepona cuando yo sola empujaba el carro. Cociné alguna cosita
inocua con esa misma seriedad que por dentro silba. Te
sujeté la frente cada vez que te abrazabas al váter.
Te miro, me recuerdo, y entonces
comprendo que estamos creciendo. Puede que la clave de la maduración
sea precisamente el modo en que se invierte el sentido del cuidado.
De bebés acaparamos atención como banqueros. Tras el destete, y
después de cada cumpleaños, nos vamos convirtiendo en seres
quebrados: tu mamá y la realidad entera han dejado de responder de
manera servicial e inmediata a la menor de tus necesidades. Te pasas
el resto de tu vida tratando de rellenar ese hueco de mimo, de sanar
una herida cuyo diagnóstico coincide más o menos con haber sido abandonado.
Te dedicas a defenderte de manera algo patética: te conviertes
en sujeto y objeto de tus propios cuidados. Te labras un futuro,
construyes una casa, rascas amor de debajo y de encima de las
piedras.
Entonces descubres que tu enfermedad de
atención tiene cura, y que sólo necesitas cuidar para compensar la
falta de cuidados que vivir te ha ido escamoteando. Te reproduzcas o
no, dejas de ser hijo y te conviertes en padre. Y así te haces grande.
¡Pero que ternura, por Dios!
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