Dormir, dormir, dormir. El aire de mi
habitación se ha convertido en oceáno. Una red extraviada me
engancha un tobillo y me arrastra hacia el fondo. ¿Soy un pez
gordo o morralla? La sensación no es mala del todo. Dormir, dormir:
hay algo que se te insinua en la somnolencia. Una forma de entrega.
Después de que ayer dejé todo el día suelta a la bestia de la
hipocondria, hoy ya no lucho. Soy neutral como un campo de batalla,
observando con compasión lo que pasa. Y pasa esto: que mi cuerpo va
perdiendo la guerra contra esta especie de sopor. Los pies y las
manos entumecidos, prisioneros. La pesadez que sube y que baja
como la marea. Olas entrando en la cabeza. Un buen billón de
neuronas parecen haberse puesto a bailar un vals a mi costa. Pero la
sensación no es mala. No del todo. Quizás sólo anormal. La
seguridad que la mente humana busca como al Santo Grial odia la
anormalidad.
El móvil palpita en la mesilla de noche:
es Whatsapp, ignorando que mi cuerpo anda en guerra. De vez en
cuando me gusta cómo suenan sus mensajes. Una campanada con eco. Si
dejo de atender a lo que sucede en mis piernas, puedo imaginar que
estoy tumbada en un pasto, a la sombra de un fresno y a poca
distancia de las últimas casas de un pueblo que cierra su puño en
torno a una iglesia. Quizás en un monasterio budista: un monje
buenazo hace tolón sutilmente para que me centre un poco en mi
meditación. Pero no le hago ni chispa de caso: alargo un brazo que
me sirve perfecta e insólitamente, por más que me parezca un poco
el de otra persona, y empiezo a pasar pantallas de forma indolente,
como si el mundo entero fuera un juguete.
Mi madre a cuarenta kilómetros de
distancia; mi prima, a doscientos; mi hermana, a mil quinientos.
Vivimos día a día milagrosas ficciones de proximidad. ¿Cómo
diablos pasa? La conciencia de mi hermana formula un pensamiento en
el sur de Inglaterra, viaja instantáneamente hasta el sur de España,
y se acomoda en mi propia conciencia. ¿Cómo podemos devolver el
móvil a su mesita con la misma displicencia; esperar distraídamente
a que cambien los semáforos con la música de Spotify embutida en
las orejas; apagar el ordenador y el módem para hacer la ensalada de
la cena? Esta mente apenas es ya tuya o mía: se ha convertido en una
pandemia. El virus de la información prosigue su viaje casi sin eco
y sin huellas, concediéndole un papel testimonial a la materia. Una
maraña infinita de campos electromagnéticos envuelve mi cuerpo
tendido aún en la cama. Tu narración cotidiana, tu lista de la compra y
tus horarios, tus emociones y tu necesidad de atención. ¿Qué es
esa energía, qué coño es eso que espesa el aire sin que nos demos
cuenta?
Trato de visualizar todo este barullo de
fuerzas mientras el sopor sigue conquistando mi cuerpo. Su poder
increíble, su omnipresencia. La electricidad invisible convertida en
algo divino, capaz de alterar tu configuración neuronal. Pienso en
esto, y deja de extrañarme así que los impulsos nerviosos que
recorren mis piernas y brazos se estén comportando de modo macarra. Y me acuerdo nostálgica de charlas que tuve con Laura mientras comíamos
en la playa. Ella me hablaba, y yo intentaba hacerle un hueco en mi
mente occidental a la idea de que nuestros cuerpos son tanto
energía como carne. Me costaba un huevo, todavía me cuesta. Y, sin embargo,
palabras sin tinta siguen imprimiéndose frente a mis ojos en una
pantalla; palabras que nadie pronuncia siguen llegando a la orilla de
tu conciencia sin que las oigas. Y no nos asombra.
Y mientras, una energía tarumba sigue ondulando a
sus anchas por esos trozos de carne que llamo mis pies y mis manos.
Ya no le tengo miedo. Poco a poco el letargo se irá retirando.
Antes de llegar al final del post, me venía a la mente la perorata que te conté y las ganas que tengo de sentarme un rato y divagar sin tino pero también sin tinta tangible sobre esa cosa de la dualidad cuerpo-energía. Después me ha hecho gracia que me mentaras acerca de lo mismo.
ResponderEliminarHace un rato me hablaba mi compañera de ofi sobre la playa de Ses Illetes... casualidades...o quizá y por qué no, esa red que nos envuelve y nos conecta. Queramos o no.
Besitos, mi guapa.
PD.: También he tomado nota de la palabra "nostalgia". Ay!
Venga, tía, ponte ya con la divagación, que la laca de uñas de tu foto se va a quedar descascarillada.
ResponderEliminarLo de las casualidades también habría que divagarlo. Antes de que me llevaras, nunca había escuchado el nombre de esa playa. Desde entonces, no paro de escucharlo en la tele o en los comensales de mesas vecinas, como una embarazada que no deja de ver preñadas.
Un beso, profe.