No hay día del año en que el granado no
se vea bonito. Bajo la luz plana del mediodía, sus hojas brillan
como variedades minerales exóticas. Los frutos tienen ya el tamaño
de pelotas de béisbol; a lo largo de los meses sus panzas se irán
abombando, y luego, cuando las nuestras estén ya ahítas, se rajarán
en el árbol obscenas, discutiendo la idea fija de que la creación
culminó en el Homo sapiens y no en su interior digno de un
joyero de zarina. Luego se prenderá el fuego que al brotar
prometieron las hojas. Cada una se ruborizará como si les diera un
poco de apuro formar parte de algo tan hermoso. Luego aparecerá una
alfombra de oro en el huerto. Luego veremos el tronco y las ramas
desnudos, la madera gris tallada, ni un asomo de decrepitud u
obsolescencia. Luego, otro rebrote, otro montón de botones rojos
despuntando en las uñas y axilas de unas ramas que parecían huesos
mondos. Y luego la llamarada verde de nuevo, como si lo natural nunca
se cansara de repeticiones. Este árbol muestra un tipo particular de
belleza en las cuatro estaciones del año, bajo vientos de cualquier
signo, bajo el calor, bajo el frío húmedo. Si al final hay
reencarnación, ojalá en esta vida haga méritos para ser un granado
en la próxima .
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Subo la cuestecilla del huerto sin más
botín que el que han rapiñado mis ojos. Esta mañana no llevo un
cubo lleno hasta arriba, o el faldón de la camiseta convertido en
capacho. Sólo he cogido una perita sanjuanera que me he llevado
inmediatamente a la boca, una fresa todavía un poco pálida, una
ciruela. Soy una de esas mirlas desaprensivas que sacan de quicio a
mi padre. Confiada en la abundancia del mundo, sin necesidad de
abastecer de más la despensa antes de que la fruta se pudra. Sin
codicia. Ha llegado la época en la que podría sustentarme con muy
poco más de lo que ofrece este pedazo de tierra: tomates, judías
verdes, calabacines aún, aguacates, más peras. Si mis vacaciones
fueran más largas, buscaría la manera de que alguien me explicara
la alquimia de mi pan favorito, del queso fresco de cabra que cuaja a
menos de veinte kilómetros de la casa; haría por embarcarme en uno
de esos barquitos de juguete que comparten mar conmigo cuando bajo a
la playa, entendería cuánto trabajo cuesta que en nuestra mesa haya
unas sardinas pequeñitas y azules como las que mi padre preparó
ayer a la brasa. Si siempre viviera aquí y de este modo, llenarme el
buche valdría una ridícula cantidad de petróleo. Pero sólo tengo
diez días por delante. El placer adelanta a la conciencia.
Esta foto es de hace un par de semanas. Hoy lo he dejado todo en su mata |
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Antes de las doce está la comida hecha.
Una fuente mastodóntica de ensalada de judías que protejo con film
transparente y guardo en la nevera. Acabo la tarea con cara muy
seria, como si yo fuera la encarnación de ese refrán tan pesado de
la obligación antes que la devoción que siempre ha repetido
mi madre. Pero en realidad estoy cantando por dentro, igual que
cuando preparaba el picnic playero en Formentera. Guardaré siempre
ese as en la manga. Si un día pierdo la motivación para seguir
madrugando y gastando neumáticos, me las apañaré para llevar
cosas ricas y sanas a otras bocas.
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Hoy no me sale dormir la siesta, a pesar
de que anoche dormí apenas seis horas. La sensación de plenitud me
tiene un poco revuelta, como a una de las mariposas malvas que juegan
a confundirse con las flores del romero. Sigo con los ojos cerrados,
aunque ya no eche de menos el sueño. Me empeño en sentir los pies y
las manos. He pasado unos días en los que esa sensación era un
lujo, y ahora me estoy recreando. De manera un poco petulante. Por
todos los enfermos y tetrapléjicos; por los distraídos, los menesterosos y los muertos, por todos los que no pueden o no se acuerdan de
hacerlo: siento mi cuerpo y me vanaglorio de ello.
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A la vez, suben a respirar imágenes de
mi memoria. Yo conduciendo desde Lisboa, demasiado llena de música y
kilómetros como para que una relación fallida me arrastrara a la trsiteza. Yo en la cocina de mi primera casa en Jimena, escribiendo
cartas absurdas en una absurda mesa de plástico, o a punto de
permitir que se quemara un sofrito a fuerza de mirar el bosque por la
ventanita. Yo chorreando bajo una lluvia repentina y gritando yihaaa.
Yo sobre la cama recordando yoes del pasado y enamorándome de ellos
como si fueran personajes de una novela.
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La glotonería de leer después de
semanas en las que no encontraba otra cosa que libros raquíticos. Ya
mismo hablaré del que por fin me ha devuelto el hambre. Ahora, sólo
esto:
Cuántas
cosas había dado por sentadas antes de la guerra. Deseó volver
atrás y apreciarlas como era debido.
Leer ese par de frases simplísimas, y
lamentar que cada uno de aquellos yoes no fuera capaz de advertir su
propia osadía y belleza. Leerlas, y estar orgullosa de haber
aprendido a apreciar como es debido lo que en cada momento se
presenta. He escrito esto un millón de veces. Bendita insistencia.
Estás iluminada
ResponderEliminarQué va, mujer, sólo morenita.
EliminarChica, a veces eres como un libro de autoayuda.
ResponderEliminarY chica, yo a veces no sé si tus comentarios son halagüeños o no. Atención, bromita.
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