viernes, 4 de julio de 2014

El cuerno de la abundancia

 
No hay día del año en que el granado no se vea bonito. Bajo la luz plana del mediodía, sus hojas brillan como variedades minerales exóticas. Los frutos tienen ya el tamaño de pelotas de béisbol; a lo largo de los meses sus panzas se irán abombando, y luego, cuando las nuestras estén ya ahítas, se rajarán en el árbol obscenas, discutiendo la idea fija de que la creación culminó en el Homo sapiens y no en su interior digno de un joyero de zarina. Luego se prenderá el fuego que al brotar prometieron las hojas. Cada una se ruborizará como si les diera un poco de apuro formar parte de algo tan hermoso. Luego aparecerá una alfombra de oro en el huerto. Luego veremos el tronco y las ramas desnudos, la madera gris tallada, ni un asomo de decrepitud u obsolescencia. Luego, otro rebrote, otro montón de botones rojos despuntando en las uñas y axilas de unas ramas que parecían huesos mondos. Y luego la llamarada verde de nuevo, como si lo natural nunca se cansara de repeticiones. Este árbol muestra un tipo particular de belleza en las cuatro estaciones del año, bajo vientos de cualquier signo, bajo el calor, bajo el frío húmedo. Si al final hay reencarnación, ojalá en esta vida haga méritos para ser un granado en la próxima .

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Subo la cuestecilla del huerto sin más botín que el que han rapiñado mis ojos. Esta mañana no llevo un cubo lleno hasta arriba, o el faldón de la camiseta convertido en capacho. Sólo he cogido una perita sanjuanera que me he llevado inmediatamente a la boca, una fresa todavía un poco pálida, una ciruela. Soy una de esas mirlas desaprensivas que sacan de quicio a mi padre. Confiada en la abundancia del mundo, sin necesidad de abastecer de más la despensa antes de que la fruta se pudra. Sin codicia. Ha llegado la época en la que podría sustentarme con muy poco más de lo que ofrece este pedazo de tierra: tomates, judías verdes, calabacines aún, aguacates, más peras. Si mis vacaciones fueran más largas, buscaría la manera de que alguien me explicara la alquimia de mi pan favorito, del queso fresco de cabra que cuaja a menos de veinte kilómetros de la casa; haría por embarcarme en uno de esos barquitos de juguete que comparten mar conmigo cuando bajo a la playa, entendería cuánto trabajo cuesta que en nuestra mesa haya unas sardinas pequeñitas y azules como las que mi padre preparó ayer a la brasa. Si siempre viviera aquí y de este modo, llenarme el buche valdría una ridícula cantidad de petróleo. Pero sólo tengo diez días por delante. El placer adelanta a la conciencia.

Esta foto es de hace un par de semanas. Hoy lo he dejado todo en su mata
 
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Antes de las doce está la comida hecha. Una fuente mastodóntica de ensalada de judías que protejo con film transparente y guardo en la nevera. Acabo la tarea con cara muy seria, como si yo fuera la encarnación de ese refrán tan pesado de la obligación antes que la devoción que siempre ha repetido mi madre. Pero en realidad estoy cantando por dentro, igual que cuando preparaba el picnic playero en Formentera. Guardaré siempre ese as en la manga. Si un día pierdo la motivación para seguir madrugando y gastando neumáticos, me las apañaré para llevar cosas ricas y sanas a otras bocas. 
 
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Hoy no me sale dormir la siesta, a pesar de que anoche dormí apenas seis horas. La sensación de plenitud me tiene un poco revuelta, como a una de las mariposas malvas que juegan a confundirse con las flores del romero. Sigo con los ojos cerrados, aunque ya no eche de menos el sueño. Me empeño en sentir los pies y las manos. He pasado unos días en los que esa sensación era un lujo, y ahora me estoy recreando. De manera un poco petulante. Por todos los enfermos y tetrapléjicos; por los distraídos, los menesterosos y los muertos, por todos los que no pueden o no se acuerdan de hacerlo: siento mi cuerpo y me vanaglorio de ello.

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A la vez, suben a respirar imágenes de mi memoria. Yo conduciendo desde Lisboa, demasiado llena de música y kilómetros como para que una relación fallida me arrastrara a la trsiteza. Yo en la cocina de mi primera casa en Jimena, escribiendo cartas absurdas en una absurda mesa de plástico, o a punto de permitir que se quemara un sofrito a fuerza de mirar el bosque por la ventanita. Yo chorreando bajo una lluvia repentina y gritando yihaaa. Yo sobre la cama recordando yoes del pasado y enamorándome de ellos como si fueran personajes de una novela.

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La glotonería de leer después de semanas en las que no encontraba otra cosa que libros raquíticos. Ya mismo hablaré del que por fin me ha devuelto el hambre. Ahora, sólo esto:

Cuántas cosas había dado por sentadas antes de la guerra. Deseó volver atrás y apreciarlas como era debido.

Leer ese par de frases simplísimas, y lamentar que cada uno de aquellos yoes no fuera capaz de advertir su propia osadía y belleza. Leerlas, y estar orgullosa de haber aprendido a apreciar como es debido lo que en cada momento se presenta. He escrito esto un millón de veces. Bendita insistencia.

4 comentarios:

  1. Chica, a veces eres como un libro de autoayuda.

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    1. Y chica, yo a veces no sé si tus comentarios son halagüeños o no. Atención, bromita.

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