martes, 24 de junio de 2014

Vamos, que era una lerda


Hace unos días mi madre santa pedía en un comentario que contara cómo me convertí en una enamorada y una adicta a la playa, cuando resulta que de adolescente no me gustaba nada, pero nada-nada-nada. El mar sí, por supuesto, porque hay que estar medio muerto por dentro para que no te embelese el espectáculo de esa masa informe que sigue el ritmo de las pasiones y de las nanas, y que esconde un mundo enigmático lleno de soluciones alternativas a nuestra manera de respirar y movernos. A quién puede no seducirle el mar, las pepitas macizas de sol sobre su superficie, los vaivenes y el secreto bien guardado de la otra orilla, el juego de la espuma, todo ese poder que desde la orilla parece que disimula.


Lo que a mí parecía no gustarme era la playa entendida como hobby y como acto social: el meterte a codazos en medio de una manada desnuda para pasarte las horas derritiéndote boca arriba, boca abajo, boca abajo, boca arriba. Así resumido, suena lo bastante absurdo como para mantenerte alejado de ello con un gesto aristocrático de morro. Pero todas las cosas que hay bajo el sol apenas soportan resúmenes, y todas las explicaciones lógicas se quedan siempre cortas. Pienso ahora en ello, y me surgen tantas preguntas que me da la impresión de que la vida se parece a un sudoku al que le faltaran cifras de pista. Pienso, y llego a la conclusión de que la realidad es demasiado compleja como para pretender despacharla en un post.

Por ejemplo:

¿Era yo esa persona a la que no le gustaba tumbarse en la playa? ¿En serio? Porque ahora me gusta tanto que no creo que pueda meterme en ese cascarón estrecho de mi yo pasado sin reventarlo. ¿Es posible que seamos seres totalmente distintos conforme la vida va pasando? ¿Que la identidad sea una especie de competición darwinista en la que los personajes más fuertes y adaptados empujan a los más endebles hasta la extinción?

Si te lo planteas así, ¿puedes seguir hablando de tu identidad sin bochorno? ¿No parece como si cada uno fuera el producto de un montón de meneos sucesivos de coctelera, de una serie de tiradas de dados perfectamente aleatorias? ¿Pueden llevar todas estas combinaciones posibles de yoes que se sustituyen unas a otras el mismo DNI y el mismo nombre? ¿La frase Conócete a ti mismo no resulta entonces un poco tramposa?

¿Y puede uno definirse a través de sus aficiones y de sus aversiones? A los diez años el puré de verduras me daba arcadas. A los quince, toda actividad gimnástica o pasar una tarde entera en la playa. A los veinte, la música latina. A los veinticinco, la vida de pueblo. A los treinta, tener que hacer fintas para tomar una decisión entre dos. Ahora, a los treinta y cinco, no me importaría llevar siempre en el bolso una cantimplora con mejunjes veganos; escribo en mallas y deportivos para salir disparada al gimnasio en el próximo punto y seguido; siento desde aquí cómo late mi bikini como el corazón en el cuento de Poe; me estremecen de manera insana los primeros compases de un raeggetón; soy feliz cotilleando bodas a la puerta de las iglesias, y lo sería mucho más si pudiera vivir en una casa con gallinero y conexión directa con el cielo y el monte; y he desarrollado humor suficiente como para que en la vida en pareja no me importe mucho transigir o llevar siempre la razón. Así que ¿cuál de estas personas identificadas con lo que le gustaba o dejaba de gustarle era más yo?

Pero ¿no será todo mucho más sencillo? ¿No es posible que mi pasada aversión se debiera a que la gente con la que iba a la playa elegía siempre las horas de abono preferente al melanoma, y que entre el astro rey y la sesera no había ninguna barrera de protección? ¿O que lo único que me impedía disfrutar de estar ricamente a la bartola, arrullada por el vaivén de las olas, era mi adolescencia? Aquella crisálida mía de pudor físico e introversión. Visto así, yo no habría sido un vecindario de personas distintas, sino un mismo árbol que con el tiempo se ha ido podando de tirrias y manías. Quién sabe, quizás cuando sea vieja mi trato con el mundo llegue a estar tan limpio de broza subjetiva como una cámara de vídeo.

Y podría seguir pero paro, que luego mi santa madre me dice con sutileza que con posts como este es como una se queda sola en su mismidad bloguera.

10 comentarios:

  1. Madre de S, no estoy de acuerdo. Pero claro, a mí me gustan todos los posts de su hija...
    Besos

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    1. Madrede se merece cañita brava por insinuaora. Y tú, amor y requeteamor.

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  2. Siempre me gustó tu alma de jardinera. La jardinería es una metáfora gráfica de la vida. Regar, dejar crecer, podar, mirar, arrancar, dejar morir...

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    1. Maigod,emoción.
      Quiero tu primera frase de epitafio.

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  3. ¡Ah! Y almacer y olvidar semillas con poder de germinación latente.

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    1. Y al cabo del tiempo asombrarse de que te brote una mata de calabaza en medio de los tulipanes.

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  4. Lo que importa es que nuestro árbol crezca con buena dirección.
    El tuyo está muy bien encaminado.

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    1. Yo voy cortando humildemente ramitas. Otras se caen, gracias a dios, de forma natural.

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    2. Autoayudado, alma de jardinera tendrá, pero lo que es mano...

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    3. Yo creo que se merece un P. A.

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