domingo, 8 de junio de 2014

Ahora entiendo ese rollo del menos es más

 
Ya casi me estoy yendo de Formentera, pero antes, una última estampa, una penúltima lección.

Todos están echando la siesta en la isla, salvo mi sombra y yo. Esa silueta, maigod, es la mía, ese par de pies también: irreconocibles los dos. Me he puesto para la caminata unos deportivos negros que apenas uso ya en el gimnasio y que combinan de manera infame con las mallas tan cómodas que he elegido para el viaje. Tengo por delante un futuro inminente de salas de espera y travesía marítima, y no estoy dispuesta a que mi carne sufra. Mi pobre sombra delata el atuendo de exploradora sonada: una camiseta ancha que en la vida civil jamás me pondría, un pañuelo de lunares al cuello, un sombrero del Decathlon que no es precisamente el colmo de la elegancia. Esa soy yo: un adefesio caminando entre las cuatro y las cinco de la tarde por caminos polvorientos. Una mochila por joroba, mi maleta no menos contrahecha pasando de mano a mano. Tiro de ella, tiro de mí hacia el puerto.

Pero esta es la ruta final, y sólo me importa mirar lo de fuera: cosechar más paisaje del que puedo comerme de una sentada, meterlo en conserva, y tener así con que alimentarme de isla el tiempo que me quede hasta que vuelva. Voy repasando la geografía con la que he intimido en esta semana de estancia, y a todo le voy diciendo adiós, contenta de que el camino me ofrezca un último menú degustación: hasta pronto, muretes de piedra del color de la miel que se pone grumosa en un bote. Adiós, sabinas resignadas al polvo; adiós, chulería de las viñas ensimismadas en su propio verdor. Hasta pronto, gaviotas y lagartijas, las más bonitas que he visto nunca. Adiós también a las grandes higueras totémicas, matronas sostenidas por muletas. Adiós, Estany des peix, el lago de agua casi normal, pero sólo casi, puesto ahí como transición para que el color del mar no resulte tan brutal. Trato de cantar mis adioses, pero en realidad disimulo. En la arenilla del camino veo una huella que podría haber marcado la bicicleta que ya he devuelto. Va a quedarse en la isla más tiempo que yo.


Estany amortiguador


Como seguir mirando me agarrota, me doy permiso para notar que empiezan a dolerme los brazos. Sigo tirando de la maleta. A veces rueda a trompicones, a veces tropieza. Si me miro los dedos de las manos, no importa cuál de ellas, veré butifarras. Pero en ningún momento se me ocurrirá preguntarme qué diablos hago a esta hora andando hacia el puerto con una maleta que tendrá un tercio de mi peso, cuando llevo encima suficiente dinero como para pedirle a un taxista que le dé tres vueltas a Formentera. Estoy contenta de hacer lo que estoy haciendo: cumplo mi pequeño y absurdo reto de esfuerzo.

Hace sólo un par de horas, cuando trataba de adivinar la mejor opción para desandar el camino con mi equipaje a cuestas, la idea de recorrerlo a pie me parecía bastante insensata. Y mírame, here we are. No era para tanto la incomodidad. Voy poniendo un paso detrás de otro paso con mucho cuidado, para que la duda o la queja no borren las huellas de mi bicicleta. Me transporto sola por la tierra sin tener que pagarle a nadie para que lo haga por mí. Y sobre todo, me obligo a cargar con mi propio peso. Si he tenido el poco tino, o la poca experiencia, o el mucho hábito de acumular, para llegar hasta aquí con esta maleta, qué menos que permitir que mi espalda y mis brazos soporten lo que todo esto pesa. Yo lo he juntado, yo debo acarrearlo. Es bueno. Es sano. Lo que se acumula no debe salirnos tan barato. Quizás, a pesar de mi gorro, me está empezando a pasar factura la solanera. Quizás, tras este peregrinaje idiota, aprenda a andar por el mundo más ligera.

Al fin y al cabo, qué llevo encima. Una mala mezcla de especificidad y coquetería: tres pares de zapatos por si había distintos suelos que pisar; mudas para no repetir ropa ni un día; collares que no han catado el aire de la isla. Cosas que he acarreado por media península y que podría haber comprado aquí. Caprichos comprados aquí que podría haber encontrado en cualquier otro sitio. Mientras hago inventario percibo que mi incomodidad tiene cada vez más sentido. Esta soy yo: una transeúnte cargada con el peso de su exceso de antojos y de la importancia que le da su personaje.

Cuando por fin llego al puerto, vestida como un espantapájaros y con las manos como si hubieran estado envueltas en guita, me cuesta contener un we are the champions. Porque he llegado; porque la isla buena no queda atrás del todo y yo vuelvo a casa más rica. Porque afrontar lo incómodo me ha hecho sentir un poco más fuerte. Y porque podría dejar aquí, a cualquier otro pasajero, junto a cualquier silla dura, una maleta cargada de cosas inútiles que no iba a añorar.

5 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas10 junio, 2014 23:43

    Mujer, que los taxistas tienen que vivir...pero si superar ese reto te resultó satisfactorio, lo dejamos ahí.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Chavala, el taxista que al llegar a la isla me llevó hasta mi nido, se perdió por los caminos mucho antes que yo. Aunque te parezca chorrada, mujer pragmática, me resultó hu-ha.

      Eliminar
  2. Parece mentira todo el partido que se le puede sacar a un viaje, pero es verdad... ¿será porque se hizo un poquito el vacío y se dejaron oír cositas buenas?. Beso gordo!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Jo, pues podría seguir domingo tras domingo el sermón de Formentera, y no acabar hasta Navidad. Fue como si en mi armario toda la ropa de verano que he metido revuelta se ordenara mágicamente con un chasquear de dedos.

      Eliminar
  3. Como sigáis así, vais a conseguir que Formentera se convierta en un Benidorm cualquiera.

    ResponderEliminar