Ya casi me estoy yendo de Formentera,
pero antes, una última estampa, una penúltima lección.
Todos están echando la siesta en la
isla, salvo mi sombra y yo. Esa silueta, maigod, es la mía,
ese par de pies también: irreconocibles los dos. Me he puesto para
la caminata unos deportivos negros que apenas uso ya en el gimnasio y
que combinan de manera infame con las mallas tan cómodas que he
elegido para el viaje. Tengo por delante un futuro inminente de salas
de espera y travesía marítima, y no estoy dispuesta a que mi carne
sufra. Mi pobre sombra delata el atuendo de exploradora sonada: una
camiseta ancha que en la vida civil jamás me pondría, un pañuelo
de lunares al cuello, un sombrero del Decathlon que no es
precisamente el colmo de la elegancia. Esa soy yo: un adefesio
caminando entre las cuatro y las cinco de la tarde por caminos
polvorientos. Una mochila por joroba, mi maleta no menos contrahecha
pasando de mano a mano. Tiro de ella, tiro de mí hacia el puerto.
Pero esta es la ruta final, y sólo me
importa mirar lo de fuera: cosechar más paisaje del que puedo
comerme de una sentada, meterlo en conserva, y tener así con que
alimentarme de isla el tiempo que me quede hasta que vuelva. Voy
repasando la geografía con la que he intimido en esta semana de
estancia, y a todo le voy diciendo adiós, contenta de que el camino
me ofrezca un último menú degustación: hasta pronto, muretes de
piedra del color de la miel que se pone grumosa en un bote. Adiós,
sabinas resignadas al polvo; adiós, chulería de las viñas
ensimismadas en su propio verdor. Hasta pronto, gaviotas y
lagartijas, las más bonitas que he visto nunca. Adiós también a
las grandes higueras totémicas, matronas sostenidas por muletas.
Adiós, Estany des peix, el lago de agua casi normal, pero sólo
casi, puesto ahí como transición para que el color del mar no
resulte tan brutal. Trato de cantar mis adioses, pero en realidad
disimulo. En la arenilla del camino veo una huella que podría haber
marcado la bicicleta que ya he devuelto. Va a quedarse en
la isla más tiempo que yo.
Estany amortiguador |
Como seguir mirando me agarrota, me doy
permiso para notar que empiezan a dolerme los brazos. Sigo tirando de
la maleta. A veces rueda a trompicones, a veces tropieza. Si me miro
los dedos de las manos, no importa cuál de ellas, veré butifarras.
Pero en ningún momento se me ocurrirá preguntarme qué diablos hago
a esta hora andando hacia el puerto con una maleta que tendrá un
tercio de mi peso, cuando llevo encima suficiente dinero como para
pedirle a un taxista que le dé tres vueltas a Formentera. Estoy
contenta de hacer lo que estoy haciendo: cumplo mi pequeño y absurdo
reto de esfuerzo.
Hace
sólo un par de horas, cuando trataba de adivinar la mejor opción
para desandar el camino con mi equipaje a cuestas, la idea de
recorrerlo a pie me parecía bastante insensata. Y mírame, here
we are.
No era para tanto la incomodidad. Voy poniendo un paso detrás de
otro paso con mucho cuidado, para que la duda o la queja no borren
las huellas de mi bicicleta. Me transporto sola por la tierra sin
tener que pagarle a nadie para que lo haga por mí. Y sobre todo, me
obligo a cargar con mi propio peso. Si he tenido el poco tino, o la
poca experiencia, o el mucho hábito de acumular, para llegar hasta
aquí con esta maleta, qué menos que permitir que mi espalda y mis
brazos soporten lo que todo esto pesa. Yo lo he juntado, yo debo
acarrearlo. Es bueno. Es sano. Lo que se acumula no debe salirnos tan
barato. Quizás, a pesar de mi gorro, me está empezando a pasar
factura la solanera. Quizás, tras este peregrinaje idiota, aprenda a
andar por el mundo más ligera.
Al fin y al cabo, qué llevo encima. Una mala mezcla de especificidad y coquetería: tres pares de
zapatos por si había distintos suelos que pisar; mudas para no
repetir ropa ni un día; collares que no han catado el aire de
la isla. Cosas que he acarreado por media península y que podría
haber comprado aquí. Caprichos comprados aquí que podría haber
encontrado en cualquier otro sitio. Mientras hago inventario percibo
que mi incomodidad tiene cada vez más sentido. Esta soy yo: una
transeúnte cargada con el peso de su exceso de antojos y de la
importancia que le da su personaje.
Cuando por fin llego al puerto, vestida
como un espantapájaros y con las manos como si hubieran estado
envueltas en guita, me cuesta contener un we are the champions.
Porque he llegado; porque la isla buena no queda atrás del todo y yo
vuelvo a casa más rica. Porque afrontar lo incómodo me ha hecho
sentir un poco más fuerte. Y porque podría dejar aquí, a cualquier
otro pasajero, junto a cualquier silla dura, una maleta cargada de
cosas inútiles que no iba a añorar.
Mujer, que los taxistas tienen que vivir...pero si superar ese reto te resultó satisfactorio, lo dejamos ahí.
ResponderEliminarChavala, el taxista que al llegar a la isla me llevó hasta mi nido, se perdió por los caminos mucho antes que yo. Aunque te parezca chorrada, mujer pragmática, me resultó hu-ha.
EliminarParece mentira todo el partido que se le puede sacar a un viaje, pero es verdad... ¿será porque se hizo un poquito el vacío y se dejaron oír cositas buenas?. Beso gordo!
ResponderEliminarJo, pues podría seguir domingo tras domingo el sermón de Formentera, y no acabar hasta Navidad. Fue como si en mi armario toda la ropa de verano que he metido revuelta se ordenara mágicamente con un chasquear de dedos.
EliminarComo sigáis así, vais a conseguir que Formentera se convierta en un Benidorm cualquiera.
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