Es un espectáculo matemático y
conmovedor. Suena un primer zambonazo que también a nosotros nos
hace dar un respingo, e inmediatamente, un arañar salvaje en la
puerta de entrada a la casa. Un empujón sobre la madera, un suave
aldabonazo como si el viento jugara con ella. Bola se cuela con
descaro y se pone a dar vueltas por el salón como una tía abuela de
visita. Siempre me cuesta decidir si su miedo es real o sólo una
excusa para echar un vistazo a la perrera prohibida de los humanos.
Zara la sigue mucho más tímida y se hace un ovillo en su rincón.
Así se están un buen rato, Zara cerrando cada vez más su postura
como si así lo que la asusta no pudiera encontrarla; Bola más
incapaz de fingir mundanidad a cada cohetazo.
Pero el escándalo que asusta a las
perras va acompañado de luz: en la playa están lanzando fuegos
artificiales, y nosotros nos olvidamos de ellas. ¡Fuegos, palomitas de maíz
descomunales! Probablemente sean la guinda de la boda que por la
tarde vimos celebrar a pocos metros de nuestras toallas. Una persona
une su vida a la de otra, gastan un pastizal para que sus familiares
y amigos se queden contentos, y tres desconocidos nos
sentimos los verdaderos destinarios del momento. ¡Fuegos en la
pantalla de un millón de pulgadas del cielo! Hacía mucho que no me
quedaba embobada mirándolos. Hace sólo unos pocos días que mi
madre se sorprendió al enterarse de cuánto me gustan.
Con el mismo asombro de cuando era niña,
contemplo cómo el cielo estalla en chispitas, cómo crecen pétalos
de fuego desde un núcleo invisible, cómo después llueve luz de
colores que se disuelve en el cielo como si nunca hubiera existido. Y
cada disolución me da ganas de aplaudir y dar gracias por todo este
juego y esta hermosura, pero también me obliga a pensar en la
muerte. Qué mierda de celebración es esta que me hace entender
nuestras vidas como si fueran fuegos artificiales: algo que se
dispara a velocidad vertiginosa y que se abre un instante para no
dejar luego ni un rastro en el negro. Estamos buenos.
Me doy cuenta de que la conciencia mortal
me visita muy pocas veces de día. Cuando lo hace suele ser durante
el sueño, y tiene poder para despertarme. Es una visita apasionada y
violenta que en cuestión de segundos lo alborota todo y me deja tan
vitalmente exhausta que enseguida vuelvo a dormirme. Abro los ojos,
me doy de bruces contra lo increíble, creo que braceo como si me
estuviera ahogando, incluso me siento. No es miedo ni rabia, sino
desesperación absoluta de no comprender cómo el no-ser es posible.
Cómo no voy a seguir contemplando y entendiendo y poseyendo mi
cuerpo y metiéndome bajo los árboles. Cómo la luz del día dejará
de arrimarse a mí y se largará indiferente a otro barrio.
Digo que vuelvo a dormirme como si no
hubiera pasado, como si el demonio hubiera venido a follarme y a la
mañana siguiente yo no me acordara de nada. Pero la última vez que
mi muerte me dio un toquecito, dejó un papel garabateado con un
mensaje importante, un conocimiento esencial que ahora no encuentro
por ninguna parte. Sé que en las últimas migajas de conciencia me
deslumbró una luz que le sacaba la lengua a la desesperanza. Sé
que, aunque suene naíf, tenía que ver con el amor. Sé que se
fundió a negro como el más fastuoso de los fuegos artificiales.
Cuando suena la traca final y los nuevos
esposos bostezan deseando que el día se acabe, me separo de la
ventana. Zara sigue hecha un gurruño en el rincón, Bola se mete
debajo de la mano suelta de mi padre en busca de su contacto. Ahí
están otra vez, las barrigas perrunas subiendo y bajando, la casa
cálida, la luna llena que, gracias a dios, no se deshace. Otros dos
pares de pulmones por donde entra y sale el mismo aire que yo estoy
respirando. La seguridad de que hay otro puñado pequeño de seres
que me resultan tan íntimos como estos dos. Me vuelvo a mi vida y
parece que en la habitación flota un resto de chiribitas. No
me acuerdo de lo que decía exactamente el papel que me dejó la
muerte, pero creo que puedo entenderlo.
¡Que hermosura, prenda!
ResponderEliminarCreo que para bien, o para mal, siempre queda algún rastro nuestro.
Pero sirven de poco, los rastros. Sin el pie, la huella no es nada.
EliminarAl empezar a leer el post no he podido evitar recordar al que creo que fue mi primer ligue (creo que esa palabra ya no se usa) adolescente: se volvía loco por los fuegos artificiales, tan inevitable como recordar su muerte terrible cuando le estallaron los que manipulaba en una especie de taller casero. He pensado que no era algo para poner aquí, por lo trágico, cuando tú has empezado a relacionar esos juegos chispeantes con la muerte y con ese recado que te dejó, creo que también a mí y que no queremos olvidar ni recordar demasiado, pero del que entendimos lo esencial.
ResponderEliminarQueridisimis, aquí cabe de todo, como en el Estado. Me gusta esa fórmula de no querer olvidar ni recordar demasiado.
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