lunes, 16 de junio de 2014

Adoro los fuegos

 
Es un espectáculo matemático y conmovedor. Suena un primer zambonazo que también a nosotros nos hace dar un respingo, e inmediatamente, un arañar salvaje en la puerta de entrada a la casa. Un empujón sobre la madera, un suave aldabonazo como si el viento jugara con ella. Bola se cuela con descaro y se pone a dar vueltas por el salón como una tía abuela de visita. Siempre me cuesta decidir si su miedo es real o sólo una excusa para echar un vistazo a la perrera prohibida de los humanos. Zara la sigue mucho más tímida y se hace un ovillo en su rincón. Así se están un buen rato, Zara cerrando cada vez más su postura como si así lo que la asusta no pudiera encontrarla; Bola más incapaz de fingir mundanidad a cada cohetazo.

Pero el escándalo que asusta a las perras va acompañado de luz: en la playa están lanzando fuegos artificiales, y nosotros nos olvidamos de ellas. ¡Fuegos, palomitas de maíz descomunales! Probablemente sean la guinda de la boda que por la tarde vimos celebrar a pocos metros de nuestras toallas. Una persona une su vida a la de otra, gastan un pastizal para que sus familiares y amigos se queden contentos, y tres desconocidos nos sentimos los verdaderos destinarios del momento. ¡Fuegos en la pantalla de un millón de pulgadas del cielo! Hacía mucho que no me quedaba embobada mirándolos. Hace sólo unos pocos días que mi madre se sorprendió al enterarse de cuánto me gustan.

Con el mismo asombro de cuando era niña, contemplo cómo el cielo estalla en chispitas, cómo crecen pétalos de fuego desde un núcleo invisible, cómo después llueve luz de colores que se disuelve en el cielo como si nunca hubiera existido. Y cada disolución me da ganas de aplaudir y dar gracias por todo este juego y esta hermosura, pero también me obliga a pensar en la muerte. Qué mierda de celebración es esta que me hace entender nuestras vidas como si fueran fuegos artificiales: algo que se dispara a velocidad vertiginosa y que se abre un instante para no dejar luego ni un rastro en el negro. Estamos buenos.

Me doy cuenta de que la conciencia mortal me visita muy pocas veces de día. Cuando lo hace suele ser durante el sueño, y tiene poder para despertarme. Es una visita apasionada y violenta que en cuestión de segundos lo alborota todo y me deja tan vitalmente exhausta que enseguida vuelvo a dormirme. Abro los ojos, me doy de bruces contra lo increíble, creo que braceo como si me estuviera ahogando, incluso me siento. No es miedo ni rabia, sino desesperación absoluta de no comprender cómo el no-ser es posible. Cómo no voy a seguir contemplando y entendiendo y poseyendo mi cuerpo y metiéndome bajo los árboles. Cómo la luz del día dejará de arrimarse a mí y se largará indiferente a otro barrio.

Digo que vuelvo a dormirme como si no hubiera pasado, como si el demonio hubiera venido a follarme y a la mañana siguiente yo no me acordara de nada. Pero la última vez que mi muerte me dio un toquecito, dejó un papel garabateado con un mensaje importante, un conocimiento esencial que ahora no encuentro por ninguna parte. Sé que en las últimas migajas de conciencia me deslumbró una luz que le sacaba la lengua a la desesperanza. Sé que, aunque suene naíf, tenía que ver con el amor. Sé que se fundió a negro como el más fastuoso de los fuegos artificiales.

Cuando suena la traca final y los nuevos esposos bostezan deseando que el día se acabe, me separo de la ventana. Zara sigue hecha un gurruño en el rincón, Bola se mete debajo de la mano suelta de mi padre en busca de su contacto. Ahí están otra vez, las barrigas perrunas subiendo y bajando, la casa cálida, la luna llena que, gracias a dios, no se deshace. Otros dos pares de pulmones por donde entra y sale el mismo aire que yo estoy respirando. La seguridad de que hay otro puñado pequeño de seres que me resultan tan íntimos como estos dos. Me vuelvo a mi vida y parece que en la habitación flota un resto de chiribitas. No me acuerdo de lo que decía exactamente el papel que me dejó la muerte, pero creo que puedo entenderlo.

4 comentarios:

  1. ¡Que hermosura, prenda!
    Creo que para bien, o para mal, siempre queda algún rastro nuestro.

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    1. Pero sirven de poco, los rastros. Sin el pie, la huella no es nada.

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  2. Anónimo entre comillas17 junio, 2014 23:47

    Al empezar a leer el post no he podido evitar recordar al que creo que fue mi primer ligue (creo que esa palabra ya no se usa) adolescente: se volvía loco por los fuegos artificiales, tan inevitable como recordar su muerte terrible cuando le estallaron los que manipulaba en una especie de taller casero. He pensado que no era algo para poner aquí, por lo trágico, cuando tú has empezado a relacionar esos juegos chispeantes con la muerte y con ese recado que te dejó, creo que también a mí y que no queremos olvidar ni recordar demasiado, pero del que entendimos lo esencial.

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  3. Queridisimis, aquí cabe de todo, como en el Estado. Me gusta esa fórmula de no querer olvidar ni recordar demasiado.

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