Los días seguían la pauta ideal de un
convento. Nos despertaba un sol invasivo que se colaba por ventanas
sin párpados, un buen puñado de minutos antes de lo que mi reloj
biológico tiene memorizado. Lo primero que veía era la mosquitera.
Nunca hasta entonces había dormido así, envuelta en telas etéreas.
Por un instante el decorado y el amanecer tan temprano me hacían
creer que estaba en el Lejano Oriente. La ilusión se
desvanecía rápido. Bastaba con salir de la cabaña y lavarme los
ojos legañosos en el lavabo comunitario para toparme con el trozo
marrón de tierra en barbecho en que se disolvía el patio de la
casa. Con las sabinas. Con una muchedumbre increíble de lagartijas.
Con hojas secas de unos árboles que recordaban a Sergio Leone. Con
una punta reluciente de lago en la esquina de la mirada.
Me preparaba el desayuno y me lo tomaba
justo allí, en una mesita que vigilaba la transición entre el hogar
y el campo. No hacía nada más que masticar y frotarme de vez en
cuando los brazos, porque el viento tenía todavía mucha noche
adentro. Miraba también las gaviotas y alguna nube solitaria. Luego
lavaba mi plato y mi vaso, y mientras unos meditaban y otros se iban
espabilando, yo ponía en práctica mi propio método para apaciguar
el alma. Unos días caminaba por entre muretes de piedra rubia, y a
veces llegaba hasta el lago salado o hasta el mar, y entonces casi
creía que seguía soñando. Otros días dejaba que un libro me
borrase la identidad.
Después me inventaba alguna tarea
doméstica y la completaba como mejor me salía, pero puedo decir
tantas cosas al respecto que lo dejaré para otro capítulo de esta
pequeña crónica de Formentera. La daba por terminada cuando la
rebeca que había tenido que ponerme durante el desayuno ya me
sobraba, y entonces me iba a la cocina a preparar el picnic
del día. Debía de tener un gesto concentrado y serio mientras
picaba la verdura en trocitos menudos, pero en realidad cantaba por
dentro. Cuando guardaba lo cocinado en dos tupper, y los metía
en la bolsa con dos tenedores y dos servilletas, sentía que la
plenitud podía parecerse a eso.
Entonces la bolsa iba a la cesta de la
bicicleta, y los pies en sandalias a los pedales. Seguro que
íbamos dejando por los caminos un rastro de olor a ungüentos solares. El
recelo de mi esqueleto se disipaba poco a poco, pedalada tras
pedalada. Me gustaba ver la sombra montada de L. e imaginar la mía
propia. Quería que fuera así para siempre, aguerrida y alegre,
completamente entregada al juego de un mundo que rueda. Con las
brazos rojos del traqueteo y la cara caliente llegábamos por fin a
la playa inconcebible que L. había vuelto a escoger. Y ya sólo
bastaba con dejar que las necesidades más simples fueran marcando el
horario. Cuando teníamos hambre, que era cinco minutos después de
tender la toalla, comíamos. Cuando nos daba frío o ganas de mear,
nos levántabamos. Tomabámos un café sin separarnos más de la
cuenta del turquesa. Buscábamos otro sitio. Coleccionábamos otro
puñado de caminos, otro faro y otro acantilado, otra playa y otro
pedazo de tarta. Todo era tan fácil.
Y así, confiando en la brújula de lo
elemental, empecé a darme cuenta de que una de las razones que
podría haber achacado para hacer este viaje era la búsqueda de mi
propia honestidad. He hecho muchas cosas creyendo que así daba la
talla. He querido parecerme a personas que me parecían exitosas. Me
he medido con el talento y la experiencia de otros. He comprado
expectativas al peso. He hecho mía la ambición de ser productiva e
influyente de algún modo. He pretendido ser atractiva. Me ha dado
apuro escribir unas cosas y dejar de escribir otras. Me ha
podido muchas veces la ansiedad de la respuesta, y andando por esos
caminos ajenos, he llegado a distraerme de mi verdad.
En la isla aprendí - ¡ me lo enseñó
la isla! - que no necesito diseñar ni cumplir proyectos, ni
justificar mi existencia mediante un número impuesto de páginas, anécdotas o relaciones. Que no preciso ser mirada mucho más
que mirar. Que los agujeros de la vida se reparan a fuerza de
simplicidad.
Empezar el día callando y mirando. Celebrando. |
¡Madre mía, qué bonitez!.
ResponderEliminarDe nuevo admirada por tu poner palabras precisas a cada momento.
Sigue con la serie. Me va a encantar conocer este viaje desde tu ángulo.
(Permiso para poner las letras que siguen a la letra L... only if you want).
Besazos!
I want, of couse, y me parece un poco chorra usar iniciales cuando a sus dueños sólo les tengo puro amor, peero.. me daba cosica por lo de la ley de protección de datos y la intimidad y tal y tal.
EliminarSeguiré con la serie porque sigo enganchá y, como Amy Winehouse, no-no-no me pienso rehabilitar.
¡Bien!
ResponderEliminarEscuetez
EliminarQue bonito!!!!!!!
ResponderEliminarEres una artista Silvia!!!!!!
Gracias x plasmar tu mirada; porque sin darte cuenta nos aportas un pokito más de alma a nuestras vidas!!!!!
Q el amor y la luz siempre estén contigo guapa!!!!!
Gracias, gracias mil. Yo voy a intentar que estén a gustito en mi casa. Un abrazo.
EliminarEchaba de menos saber más (o algo, porque casi no sabía nada) de tu viaje. Sigues contándolo de maravilla: sigue contándolo.
ResponderEliminarMe apropio de la última frase, porque me parece muy sabia: "Que los agujeros de la vida se reparan a fuerza de simplicidad".
Te la cedo graciosamente, porque es una frase tipo propiedad múltiple: tú la demuestras in vivo en tu huerto y bajo los naranjos.
EliminarA estas fechas, con 4º en la calle y la "boira preta" (niebla espesa, en aragonés) insistiendo en quedarse aún sin ser invitada, de verdad que esa foto me ha incitado a la huida caribeña... y la lotería sin mirarme si quiera ¡ains!
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