viernes, 30 de mayo de 2014

Empeñarse en que la alegría haga juego con la vida


No has llegado aún del hospital cuando yo vuelvo del gimnasio. Curioso, ¿verdad?, la de trayectorias antónimas que se cruzan en una misma casa, o en este mismo instante, en cualquier punto de la ciudad: tú vienes del lugar donde los cuerpos se desmoronan. Yo, de un templo donde, por mucho que te duelan las rodillas, es fácil olvidarse de la caducidad. Vienes del desaliento. Vuelvo del tesón. Te traes un máster de fatalismo. Yo sigo cursando los primeros cursos de la esperanza. Te tuteas con fuerzas que nos zarandean como un gato retozón a un topillo. Yo a veces tengo una fe exagerada en el poder de la voluntad. Viniendo de países tan distintos, no sé cómo podemos entender lo que decimos al saludarnos.

Antes de llegar me llamas con voz quebrada. Cuelgo el teléfono, y ninguna operación de la consciencia necesita apuntarme que tu dolor es también mío. Y sin embargo, me inquieta una duda fugaz. He venido de la calle cargada de contento. Por ninguna razón, o por mil. Porque después de mucho tiempo sin entrar a una clase de yoga, la de hoy supo mezclar la dosis perfecta de vigor y levedad. Porque los árboles del paseo se ven acogedores como la cabaña recién barrida de unos robinsones. Porque a la meteorología por fin le cae bien mi piel. Porque queda gente hermosa que entrega su risa de forma gratuita, y gente que regala cortesía y se vuelve así hermosa. Porque he exfoliado muchas células muertas de mi mente durante el viaje. O porque soy risueña de natural.

Tan alegre vengo, tan suelta y ligera por dentro, que por un momento temo que el dolor no arraigue, que se me escape de las tripas como un aborto. Que mi gozo sea sulfúrico, corrosivo, y que con un par de aleteos disuelva graciosamente, si no mi empatía, sí al menos mi caprichosa capacidad de atención. Pienso eso, y me doy cuenta de que así caigo otra vez en ese prejuicio de que la alegría es una cosa sin enjundia. Un tipo de coquetería. A veces, al publicar uno de esos post con los que intento compartir mi asombro por lo que voy viendo, he sentido un poco de apuro. Me ha dado cosita mostrarme incansablemente complacida. Tan jubilosa y campante. Tan encantada de la vida hasta un límite quizás irritante. A veces he pensado que la auténtica alegría no necesita tanta publicidad.

Y hoy, mientras te espero, recelo otra vez. Vuelvo a plantearme si la alegría es un proyecto viable. Si apostar por ella no será como construir una casa junto a una rambla. Si teniendo como tengo corazón y ojos, mantenerse sonriente no será empecinarse.

Pero la duda me dura lo que tardas en entrar. Veo tus hombros cargados y el alma se me parte. Y entonces te abrazo, y mi alegría primordial nos envuelve, a ti, a mí, a todo el dolor que permanece intacto y sin disolverse, que arraiga pero no consigue levantar el asfalto. Porque la alegría a la que me aferro es una forma de fortaleza, no un juguetito, ni una pose. Ni una venda en los ojos, ni una frivolidad. Es un tronco y un buen cimiento. Una respuesta a la extravagancia increíble de haber nacido y tener que derrumbarme y morir cualquier día de estos.

Cómo voy a renunciar a ella o a dejar de expresarla.

2 comentarios:

  1. Claro que sí. Besos.

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  2. Anónimo entre comillas04 junio, 2014 22:39

    No dejes de transmitirla siempre que puedas y quieras, por favor.

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