Quizás el título del post anterior me
quedó un poco ambiguo. Cuando lo publiqué se acercaba la hora de la
cena. Tenía hambre de rúcula. La Sierra mostraba un rubor
primoroso. Las cosas del mundo se veían dulces y llenas. Un
cachorrito humano de casi cuarenta años me esperaba para jugar a las
piernas revueltas. El momento conspiraba para que cerrara rápidamente
la faena. Y eso hice. Volver cuesta un poco más que irse.
Bueno, sí: retomar el hábito de la escritura pública cuesta;
quitarme de encima el sueño letal de las primeras horas del día
cuesta. Para lo demás habría sido mucho mejor usar otra acepción
de esa palabra: estoy desandando cuesta abajo el viaje.
Hay algo raro en esta vuelta. Una
sensación de desajuste con respecto a la persona que se marchó de
manera un poco impetuosa. Mantengo que es fácil marcharse. La
excitación de los preparativos y del arranque, el desconocer todavía
que es lo que vas a encontrarte allá donde vas te mantiene alejado
de la comparación. No tienes referencias de lo que serás los días
venideros. Estás en el corazón de la aventura y das por sentada tu
estabilidad .
Pero al cabo del tiempo regresas a la
rutina que dejaste, y a lo mejor te pasa esto que a mí: que tus
coordenadas habituales parecen haberse desplazado ligeramente. En un
hemisferio del cerebro tienes bien fresco el mundo bien cuajado de antes
de irte. En el otro, el momento presente, compartiendo escenario con
él. Y entre medias, una semana lejos, en un sitio tan nuevo y tan
familiar a la vez que es como si te hubieran injertado un recuerdo
ajeno. Como si hubiera sido una semana soñada y, sin embargo, en la
vigilia del regreso te quedaran huellas del sueño. Como si los
marcianos te hubieran abducido y manipulado ligeramente el circuito de la percepción y el comportamiento. O como si fueras un personaje de Las mil y una noches:
un genio te sacó de tu aldea para después devolverte, y apenas
creerías que has estado zascandileando por palacios de cuento si no
fuera porque llevas un rubí en el bolsillo del pantalón .
Lo que quiero decir con toda estas
paparruchas es que readaptarme a mi hábitat y a mi trama no me está
costando precisamente, sino que me pasma. Me siento rodar sin frenos
a lo largo del día. Apenas doy pedaladas. Si me paro a pensarlo a lo
mejor me da algo de miedo la facilidad y el espacio que me han nacido
adentro, pero el caso es que no lo pienso. Es como si el viaje
hubiera derribado tabiques internos, quizás un muro de carga que aún
no he identificado muy bien. Como si la libertad no tan chocante de
irme de vacaciones a destiempo, sin la compañía habitual y sin más
guía que la que allí tuve a bien encontrar, se hubiera propagado a
otros ámbitos.
Vivir resulta de pronto una cosa
insólitamente asequible, y supongo que también a eso hay que saber
amoldarse.
Causa estrañeza lo poco que les cuesta a algunos adaptarse a lo que sea, verdad?
ResponderEliminarNo creo que sean paparruchas lo que dices para explicar que puede ser muy fácil andar y desandar viajes, irse y volver, siempre con algo nuevo en el bolsillo. Viajar ayuda a simplificar la vida de alguna forma, aunque no sé exactamente cómo; pensaré en ello mientras deshago la maleta.
ResponderEliminarQué a propósito, chica viajera. Yo voy adivinando cada vez más cómo simplifica la vida el viaje: te pone en contacto con lo elemental de tus capacidades, buscar comida y cama, moverte y mirar. Escogiendo itinerarios y horarios. Limpiándote de lo que en el día a día te parece inexcusable, y a lo mejor no lo es tanto.
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