jueves, 22 de mayo de 2014

Aclaro


Quizás el título del post anterior me quedó un poco ambiguo. Cuando lo publiqué se acercaba la hora de la cena. Tenía hambre de rúcula. La Sierra mostraba un rubor primoroso. Las cosas del mundo se veían dulces y llenas. Un cachorrito humano de casi cuarenta años me esperaba para jugar a las piernas revueltas. El momento conspiraba para que cerrara rápidamente la faena. Y eso hice. Volver cuesta un poco más que irse. Bueno, sí: retomar el hábito de la escritura pública cuesta; quitarme de encima el sueño letal de las primeras horas del día cuesta. Para lo demás habría sido mucho mejor usar otra acepción de esa palabra: estoy desandando cuesta abajo el viaje.

Hay algo raro en esta vuelta. Una sensación de desajuste con respecto a la persona que se marchó de manera un poco impetuosa. Mantengo que es fácil marcharse. La excitación de los preparativos y del arranque, el desconocer todavía que es lo que vas a encontrarte allá donde vas te mantiene alejado de la comparación. No tienes referencias de lo que serás los días venideros. Estás en el corazón de la aventura y das por sentada tu estabilidad .

Pero al cabo del tiempo regresas a la rutina que dejaste, y a lo mejor te pasa esto que a mí: que tus coordenadas habituales parecen haberse desplazado ligeramente. En un hemisferio del cerebro tienes bien fresco el mundo bien cuajado de antes de irte. En el otro, el momento presente, compartiendo escenario con él. Y entre medias, una semana lejos, en un sitio tan nuevo y tan familiar a la vez que es como si te hubieran injertado un recuerdo ajeno. Como si hubiera sido una semana soñada y, sin embargo, en la vigilia del regreso te quedaran huellas del sueño. Como si los marcianos te hubieran abducido y manipulado ligeramente el circuito de la percepción y el comportamiento. O como si fueras un personaje de Las mil y una noches: un genio te sacó de tu aldea para después devolverte, y apenas creerías que has estado zascandileando por palacios de cuento si no fuera porque llevas un rubí en el bolsillo del pantalón .

Lo que quiero decir con toda estas paparruchas es que readaptarme a mi hábitat y a mi trama no me está costando precisamente, sino que me pasma. Me siento rodar sin frenos a lo largo del día. Apenas doy pedaladas. Si me paro a pensarlo a lo mejor me da algo de miedo la facilidad y el espacio que me han nacido adentro, pero el caso es que no lo pienso. Es como si el viaje hubiera derribado tabiques internos, quizás un muro de carga que aún no he identificado muy bien. Como si la libertad no tan chocante de irme de vacaciones a destiempo, sin la compañía habitual y sin más guía que la que allí tuve a bien encontrar, se hubiera propagado a otros ámbitos.

Vivir resulta de pronto una cosa insólitamente asequible, y supongo que también a eso hay que saber amoldarse.

3 comentarios:

  1. lectoraadicta23 mayo, 2014 12:44

    Causa estrañeza lo poco que les cuesta a algunos adaptarse a lo que sea, verdad?

    ResponderEliminar
  2. Anónimo entre comillas24 mayo, 2014 21:46

    No creo que sean paparruchas lo que dices para explicar que puede ser muy fácil andar y desandar viajes, irse y volver, siempre con algo nuevo en el bolsillo. Viajar ayuda a simplificar la vida de alguna forma, aunque no sé exactamente cómo; pensaré en ello mientras deshago la maleta.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Qué a propósito, chica viajera. Yo voy adivinando cada vez más cómo simplifica la vida el viaje: te pone en contacto con lo elemental de tus capacidades, buscar comida y cama, moverte y mirar. Escogiendo itinerarios y horarios. Limpiándote de lo que en el día a día te parece inexcusable, y a lo mejor no lo es tanto.

      Eliminar