Me acuerdo todavía de la noche del
jueves. La tele está encendida. La cuchara cargada de yogur no llega
a su destino, como si hubiera un atasco en el tráfico de las cosas del aire. Quiero terminar de cenar y no puedo. Debo de
tener el aspecto de un crío cautivado por Bob Esponja. Y me rebelo
ante ello. Porque es un hecho sin pose que hace tres o cuatro años
a mí dejó de gustarme la tele.
Quizás fue uno de los primeros y sutiles
síntomas de que mi edad estaba empezando a despegarse oficial e
inexorablemente de la juventud. Ver la tele después de la cena, como
solía hacer hasta entonces, dejar que con el resplandor titilante de
la pantalla la conciencia se fuera aletargando hasta el coma, chocaba de
pronto con la certeza de que el tiempo nunca ofrece segundas
oportunidades. Era preciso desintoxicarse pues de esa droga de
colorines triviales, romper con el sofá y la mantita, olvidar las
horas empantanadas en la modorra que pasé abrazada a un cojín o
recostada contra el perfil de mi madre. Así que fuera películas entrevistas
tras la celosía de las pestañas. Fuera series que te metían un
pico de sumisión a cada rodeo mal disimulado de la tensión sexual
no resuelta. Fuera el esfuerzo de tratar de entender el lenguaje
humano bajo las aguas del sopor.
Pero no es preciso ponerse estupenda. A
lo mejor la cosa no tuvo nada que ver con aprender a despedirse
dignamente del día. A lo mejor la programación televisiva, así en
general, es inmundicia.
El caso es que el jueves una fuerza
satánica impedía que me acabase la cena. Yo empujaba la cuchara en
dirección a mi boca, haciendo cálculo mental de las operaciones que
me quedaban hasta dar con mi libro y mis huesos en la cama: lavarme
los dientes, ponerme el pijama, un disco de algodón por la cara, la
crema y la botella de agua, los tapones de cera bajo la almohada.
Pero la Fuerza borraba mis cuentas como si hubieran sido escritas
sobre una pizarra. Se estaba quedando conmigo. Me estaba hechizando.
La Tele. Con sus historias forzosas y sus argucias para anestesiar toda crítica.
Esa de ahí que aparece en vuestras
pantallas soy yo: la cucharilla por fin en la boca, pero ahora
incapaz de iniciar el viaje de vuelta; su mango asomando por mi cara
igual que un termómetro. Los ojos redondos como los de un monito,
absorbiendo la sucesión de personajes delirantes que desfilan por el
programa llamado Un príncipe para Laura. La mirada que muy a
duras penas se desengancha y pide asilo en los ojos igualmente
alucinados de esa otra persona que tampoco ha terminado de chupar la
tapa de sus natillas. El cuello que por fin vence su resistencia y se
deja doblegar por la carcajada. La vergüenza efímera de comprobar
que la figura del bufón conserva aún todo su encanto y su perverso
poder. Los dientes sin su ración de sabor a menta, la cara
sucia de horas, el pijama desinflado sobre la cama, el libro huérfano
de atención. Ahí podéis verme, zambulléndome de risa en el sofá,
agradeciendo humildemente cada manipulación y cada tonto amaño
capaz de mantenerme clavada en la hilaridad. O lo que viene a ser lo
mismo: en un presente radical.
Y lo mejor es que ... ¡¡ sólo me
quedan tres días para una nueva dosis de tontuna !!
Yo me quedo con los que Laura no quiera. |
Vi unos minutos el programa y pensé que no era de verdad, que los participantes eran actores haciendo un papel, no me cabe en la cabeza otra explicación.
ResponderEliminarSi me hace reír, me da igual si es artificio o sinceridad
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