Se desparraman los maltratados cedés que
llevo en la guantera desde hace mil años, como cartas del tarot que
hubiera que interpretar. Yo no creo en señales ni símbolos, ni en
interruptores que de pronto iluminan visiones transcendentes de la
realidad, pero jugar me encanta, sobre todo cuando me invento las
reglas del juego y las aplico como me da la gana. Así que, jugando, recojo
al azar uno de los cedés que han sembrado la alfombrilla. Cualquiera
dice algo de mi vida, le pone banda sonora a mi pasado, habla de una
escena de desamor o de libertad. Pero este es el que ha salido, y esa
de arriba es la primera canción que suena. Y, medio comprendiendo
la letra, no me queda otra que reconocer que a veces el azar sabe
portarse como un verdadero profesional.
Tudo vai terminar, tudo era un
momento, oigo cantar a la voz resfriada de Bebel Gilberto. Y,
entonces, tantas cosas que no me ha hecho falta poner en palabras
para comprenderlas; tantas que en cambio he querido expresar; tanto
que he dicho malamente con la intención de ofrecer algo así como un
consuelo, todo explota también en mi voz e inunda mi coche, como si
una piñata hubiera reventado adentro.
Y es tan viejo, tan viejo ese
conocimiento, que resulta chocante la forma en que cada vez que
reaparece tiene todavía poder para erizarme la médula y convertirme
en un animal avisado. No importa que lo estudiáramos en clase de
filosofía ni que sepamos cien mil refranes al caso. Hay que
olvidarlo una y otra vez, para una y otra vez incorporarlo a la
carne. Nosotros lo supimos anoche, mientras hablábamos por
teléfono de la aventura engorrosa en que se ha convertido esto de
ser un adulto. Lo supe yo esta mañana, mientras volvía a sentarme
en pijama sobre la gravilla del patio, fiel a mi ceremonia de sol y
ojos cerrados, y con la acequia canturreando a mi espalda.
Todos aquellos momentos que parecían un
nudo gordiano pasaron. Los que creímos definitivos, los que sólo
podían ser un compendio de lo que habíamos conseguido o dejado
conseguir en la vida. Los que nos tuvieron en ascuas y nos hicieron
sujetarnos la tripa a dos manos. Los que amenazaron con destruir de
un plumazo el personaje que nos habíamos escrito u otros habían escrito para que lo interpretáramos. Los que nos llevaron a levitar a
dos palmos del suelo. Todo se libró de nosotros.
Todo pasa y se funde con todo: la
angustia y los platos que fregamos hace tres días; el arrebato con
el tiempo empleado esperando a que cambie el semáforo. Todo momento
álgido termina poniéndose al ras de sus compañeros. Todo momento
trivial recibe su baño de oro al ser recordado. Todo momento es a la
vez humo y tesoro. Y tal vez la mente humana no haya evolucionado
bastante como para comprender esa paradoja y saber descargar de
importancia a tanta cosa que pasa y nos pasa.
Creo que la lección de dar menos importancia a las cosas no la aprenderemos nunca.
ResponderEliminarPero estamos trabajando en e-lli-o
EliminarSupongo que si se aprende a eso uno adquiere la etiqueta de sabio...
ResponderEliminarO de gato que contempla o se entretiene con sus moscas imaginarias.
EliminarLección fundamental de una de las asignaturas fundamentales -para mí- de esto que llamamos vivir; procuro no faltar a ninguna clase cuando toca.
ResponderEliminarPreciosísima la canción!.
ResponderEliminarComparto todo lo que dicen las vecinas de arriba.
Me quedo con la cantidad de veces que hay que aprender y re-aprender que, aunque nos parezca siempre lo mismo, quiero creer que cada re-aprendimiento no es exactamente igual al anterior.
¿Te imaginas que aburrido sería si un día nos diéramos cuenta de que ya lo sabemos todo, todo y todo?
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