Al
final he venido a parar a Paros. Perdona la frase tan mema, pero casi
me sentía en la obligación de enlazar esas dos palabras: el verbo
del que mi cuerpo y mi mente estaban empezando a olvidarse, el
topónimo tan ajustado.
Espera, que no, que estoy en Paxos. Perdona otra vez. Paxos, Paros, Naxos,
Patmos... Creo que he pasado demasiado tiempo estudiando ese confeti
a las puertas de una iglesia que es la geografía griega. He cavilado
sobre rutas y etapas encima de camas de hotel revueltas, también en
los minutos en blanco esperando a que un camarero me trajera el
enésimo café con posos o la enésima hoja de parra rellena. He
viciado los lomos de mi guía, la he hecho engordar a fuerza de
marcas. Estoy borracha de islas. Y ahora más que
nunca necesito parar. Aunque sea en Paxos y no en Paros.
Así
que Paxos, Paxos y Paxos. Mi mochila descansa ya en un rincón de
otro cuarto con paredes blancas y postigos compasivamente entornados.
La vibración que el motor
del barco y las olas transmitieron a cada uno de mis músculos se
disipó hace un buen rato. La cerveza está fresca. Estiro las
piernas debajo de la mesa, por encima de la cabeza estiro los brazos.
Estoy dispuesta a dejar de escribir en cuanto el primer barco asome.
Aunque quizás los esté esperando en vano. He leído aquí y allá
lo difícil que es llegar a esta isla. No avión, pocos barcos,
horarios enigmáticos. A mí no me ha parecido para tanto: entré a
una agencia de viajes en Corfú y salí de ella en tres minutos con
un billete en la mano y tiempo justo para mear. Con el ánimo sintonizado
perfectamente con la perspectiva de pasar cinco horas meciéndome en
una cuna tremenda, siguiendo con la yema del dedo la línea de costa
del continente, navegando en paralelo y como con
displicencia, a salvo de cualquier jaleo contemporáneo.
Pero va
siendo cierto que los barcos no llegan. Consulto de nuevo mi guía
oracular: sólo cinco ferrys
a la semana. La gente que pasa por delante de esta terraza se
contonea ligeramente, como si para compensar hubieran ensayado una
coreografía minimalista en homenaje a las olas. Veo chicas morenas y
un viejo muy pertinente, como a punto de ponerse a secar pulpos para
que los turistas tiren la foto. Veo alemanes con muchas horas de
yoga en la espalda y toda esa chusma de dioses y héroes parricidas y
traidores tan fresquita en la mente como mi cerveza.
Yo ya
he roto con ellos. Con los dioses, no con los alemanes. O al menos
con la pretensión un poco idiota de encontrar su correlato en el
paisaje. No voy a buscar en la Wikipedia
si Poseidón se pasó por aquí con la loable intención de follarse
a alguna una sirena. No llevo encima ningún adorable tocho de Robert
Graves. No voy a rellenar con la espuma aislante de los cuentecillos
y de las fechas la poca distancia que ahora me separa del cielo
salvaje, el mar delirantemente turquesa, la piedra caliente como un
abrazo. La ausencia flagrante de sombra se basta a sí misma para ser
regia. Cuando esta noche caiga rendida tal vez sí que lea un par de
frases de algún folleto; tal vez volveré a dormirme con una sonrisa
dedicada a aquellos compañeros de infancia. Pero los acebuches y
granados que respiran detrás de mi nuca no necesitan reivindicarse
con la demanda de haber sido antes una ninfa en aprietos. Y de aquí
hasta que me marche acogeré cualquier propuesta de ir a ver ruinas
con el talante un poco soñador y abstraído con que uno pasa
las hojas de una revista de decoración.
Postal imaginaria por cortesía de ... |
Ya lo
sabes entonces. He cruzado fronteras en el aire, he saltado de Italia
a Grecia, y he sorteado islas e islotes como si fuera la bola blanca
del billar, tan sólo para ofrecer el hocico al sol con los ojos
cerrados y estirarme como un gato callejero ante una cerveza que sabe igual que en Granada, pero qué dónde va a parar. No tengo
muchos más proyectos. De tanto en tanto abriré los ojos y me
maravillaré de que este sueño se esté desarrollando en un
escenario así de sencillo y a la vez de excelso. Tal vez antes de que me traigan
la comida aparezca uno de esos barcos fantasmagóricos con
otra carga de europeos del norte o de americanos, ávidos de que algún
dios calentón les acaricie la bragueta. Después dormiré la mona de
feta y belleza en mi pensión de fachadas vainilla. Mañana
será cuando recorra de punta a punta los diez kilómetros de isla a
golpe de bota o sandalia. O ni siquiera. Hay calas y calitas a las
que tengo intención de tutear. En los campos hay muretes de piedra
que seguir como a venas en el brazo de tu amante. Hay árboles, y la
posibilidad de dar paseos en barca hasta que los hombros se pongan
tostados y mórbidos y la frescura de la noche se quede a vivir en su curva. Hay también buganvillas, pero no un bolsillo lo bastante
grande como para desmantelar la isla de Paxos guijarro a guijarro y llevármela encima.
Si no se tienen disponibilidad o ánimo, o lo que sea que haga falta para viajar,
ResponderEliminarojalá dispongamos de una imaginación exuberante como la tuya.
Es una manera de sacarle algo de partido a la virginidad de las guías de viaje.
EliminarGenial!!. Ahora, a disfrutar del viaje (real o imaginario). Yo me quedo con que "En los campos hay muretes de piedra que seguir como a venas en el brazo de tu amante". Me encanta.
ResponderEliminarBesos!
Guuuau, cómo está de buena la tiropitakia!!!
EliminarYo lo haría también, con los ojos cerrados...
ResponderEliminarPo, chica, vamos a hacerlo con los ojos abiertos. No vaya ser que, en vez de a Grecia, lleguemos a Australia.
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