domingo, 6 de abril de 2014

Hacerse de la familia

 
Es temprano, pero el sol ha madrugado más que yo. En un momento estaré montada en el coche del trabajo, acariciándome, entre distraída y obsesa, la parte de cráneo que ayer me aporreó una de sus puertas. En un momento habré recuperado la costumbre de vivir y con ella, la de enajenarme en mis paisajes mentales. Pero después del desayuno, y haciendo hora hasta que llegue la de marcharme, soy una recién casada de las de antes: cómplice con todo lo que tenga que ver con la carne; consciente de haber amanecido distinta de cuando me metí entre las sábanas con aprensión. ¿De verdad creía anoche que si me quedaba dormida después de la presunta conmoción cerebral a lo mejor no llegaría a despertarme? Bueno, no. Pero un cerebro está compuesto de muchos recodos y capas, y quién sabe en cuál de ellos puede estar fraguándose la sedición.

Y sin embargo, he despertado. Aquí estoy. Desposada con el sol. Me siento junto a un arriate de flores donde mi madre ha intercalado perejil y rabanillos. Cierro los ojos. Mi flamante marido me acaricia. Regalos de boda a mi alrededor: la acequia que canturrea y me guiña; naranjas en los árboles tan gordas como globos terráqueos; una alfombra de hierba sin polvo ni ácaros. Todavía hay un potosí de nieve en la montaña de enfrente, pero esta mañana el clima ha amanecido distinto. Igual que yo. ¿Cuánto tiempo me queda para irme a trabajar? Probablemente, la duración de una vida, porque con esta luz, con esta piel mía que ya está reclamando suavito que la libere de ropa, y sin más techo que el del coche y el cielo, el fardo de la palabra trabajo se anula. ¿Concibo unas vacaciones perpetuas? Las concibo. Yo me creo todo lo que mi marido el sol me promete.

Ahora me levanto imantada, y curioseo por el huertecillo que mi padre y mi tía han plantado. Habas y fresas, plantones de lechuguitas. Cebollinos delgados como el pelo de un bebé. Las manos de mi familia pululan por todas partes, y cada porción de realidad se convierte en familia. Todo pregona su propio olor y me remite a algo más viejo y más grande. Me voy a pasar todo el día haciendo inventario de aromas: el asombroso silencio, al despertarme, huele como un muerto nuevo que todavía no ha empezado a pudrirse. Café, sinónimo de raíz y de casa. Mi madre huele a limpieza y panadería. Los jazmines: noches calientes junto a una fachada encalada, postal en blanco y negro de Andalucía. Los naranjos que le sirven de cúpula al huerto están llenos de botones de azahar: huelen igual que el candor de mi infancia. En las charcas adonde me lleva la tarea, lodo y mierda de pájaro y la memoria intrusa de algún canal veneciano. Mi compañero pisa mastrantos al acercarse a una orilla: olor dominguero, olor a excursiones, a Tom Sawyer y Huckleberry, libélulas y cruzar un arroyo sin preocuparte de que se te mojen las zapatillas. Y por encima de todo, el mar, que es como a mí me gustaría que oliese mi tiempo de vida.

Y así todo el día, oliendo de modo maníaco como las preñadas. Como si esta mañana el sol me hubiera hecho un niño. Mientras estoy escribiendo la mano se me escapa una y otra vez al chichón, pero más que un tic hipocondriaco, es un recordatorio de lo bien que viene desacostumbrarse a vivir para que lo real se incorpore de lleno a la familia.

3 comentarios:

  1. Por el relato que haces de los olores, parece que tuviste un buen día.
    Demos gracias al sol.
    Y a ti,por contárnoslo.

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  2. Anónimo entre comillas07 abril, 2014 23:38

    Ayer por la mañana oí nombrar por primera vez esa planta, el mastranto y bautizar ya con él el olor, como de una menta no refrescante, sino cálida, y el tacto de sus hojas, que sí conocía.
    Bueno, quizás el responsable de esa calidez fuera tu "esposo", que ayer repartió momentos de felicidad a las que habitamos -algunas sólo unas horas- ese pequeño paraíso...

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    1. Entonces seguimos pisándonos alegremente los talones. tu descripción del yerbajo es perfecta.

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