Al final casi del día podemos agradecer
que la primavera haya sido tan desertora.
La mano que sujetaba el paraguas anda
todavía un poco asustada, la cara humillada por el maltrato del
aire. Los pies no olvidarán fácilmente el instante en que entraron
en combustión: mala idea, la de ponerme unos calcetines de lana sin
habérmelos secado antes; una torpeza, perderle el respeto a los
tiempos del calor corporal. El frío como una puñalada trapera
traumatiza a la sangre igual que a las hojas recién brotadas de los
árboles, o a los escaparates repletos de blusas pastel. Había un
bullir secreto ahí adentro, una estampida de fluidos que se ve
obligada a detenerse en seco. Pero damos todo eso por bueno. O al
menos lo toleramos.
Llegamos a casa con la piel desvalida y
el estómago en rebelión, y rápidamente nos ponemos a fabricar una
primavera de emergencia.
Llegamos a casa y otra vez resucitamos a Ulises.
Llegamos a casa, y ya no me importa haber
escrito esto antes. Igual que el post anterior. Hay certezas a las
que sólo se llega, como en las letanías, por repetición.
Llegamos a casa y nos reconciliamos con
la madriguera. Las paredes que hace un par de días se me caían
encima hoy son blandas como un abrazo. El decorado de la que
consideraba como una sola entre todas mis vidas posibles se hace
reivindicación.
Seguimos en casa: mi colchón –
Casanova. Mi manta. Las albóndigas de restaurante que al final
consiguen quedarse ahí quietecitas, apaciguadas, resignadas a la
idea aterradora de la digestión. Mi calor que también poco a poco
se va reajustando. Soy una de nuevo, y no un revoltillo de pies
encendidos, huesos crujientes, mejillas y dedos de muerto.
En casa: despertamos con rigidez en las
muñecas por habernos cogido de la mano sin darnos cuenta.
En casa: me aferro como un naúfrago a mi
taza de té mientras tú corres las cortinas. Una vez dije que cuando
una canción me emociona, bostezo. Así son a veces de marcianos los
diálogos entre lo de afuera y lo de adentro. Durante la película
que has elegido no paro de bostezar. Largos, indecorosos bostezos de
gato. Trato de contenerlos para que no te ofendas. Una vez dije que
no lloro durante las películas. Mentía sin darme cuenta; ¿vale eso
como mentira? Porque hay al menos cien formas de llorar. Esta vez,
sin embargo, no hay duda: mi cara empapada debe de verse iridiscente
a la luz de la pantalla .
Todavía en esta casa en lo alto de un
árbol, esta casita de azúcar que Hansel y Gretel se comen sin miedo
a la bruja. Este castillo de palabras que se desmorona al poco de ser
levantado igual que si fuera de naipes.
(Blue Valentine es la película, y no
voy a poner el enlace porque probablemente sea delito. Buscadla para
conjurar un domingo que se espera perro también. Para moriros de
pena y empacharos de verdad. Cada una de sus escenas resuena aún en
mí, de un modo u otro me apela)
También influyen los estados del ánimo en como vemos nuestra casa: Por momentos refugio acogedor, y otros puro desbarajuste, cubil de un enfermo del mal de Diógenes.
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