jueves, 13 de marzo de 2014

Soltar


Empezar a partir de ahora mismo a registrar cada uno de los libros leídos, cada película que logró conmover alguna de tus fibras más bien facilonas. Ser ese tipo de lectora y de espectadora aplicada y respetuosa, incapaz de olvidar fácilmente una historia, no la donjuán que invierte todo su efímero ardor en un libro y luego, alegremente, lo abandona.

Atesorar cientos de notitas que alguna vez te dejaron o dejaste bien a la vista, y que digan lo que digan – si vas al Alcampo tráete el desodorante del tapón malva; ¡¡No te olvides de grabarme el baloncesto!! A las 20:30, en la 2 – siempre parecerá que hablan de amor.

Querer escribir todos los días, un poquito al menos, en la libreta que te concede la venia de ser una zarrapastrosa del corazón y el lenguaje. Anotar cada atisbo de epifanía. Estar atenta a cada posibilidad de naufragio. Embalsamar cada sensación.

Pretender que cada cosa, cada escena, cada gesto, cada rostro, se desencripten: que se abran y se dejen hurgar por dentro para saber qué cuenta su mecanismo. Acaparar la vida huidiza de los demás. Desear rescatar a los desconocidos del higiénico, imprescindible olvido.

Estar dispuesta a aprovecharlo todo, a guardar en la memoria mental o en la escrita cualquier instante anodino, como esos zapatos blancos de talón descubierto que escondes en el armario por si un año de estos vuelven a ponerse de moda.

Coger el reloj y que te espante saberlo inmune a la apnea. No querer cerrar la conciencia más tiempo del preciso para que tu salud mental no colapse, por si acaso te perdieras algo. Antes de que amanezca, tener ya un hambre monstruosa de día.

Aspirar a que cada instante sea el próximo capítulo de tu autobiografía. Que tu memoria sea compulsada como copia fiel del original.

Volverte cada vez más torpe a la hora de la renuncia, porque cada brizna de tiempo y cada barrunto de la realidad te parece que cuenta con una hermosura intrínseca.

Encontrarte de repente tan llena y a punto de licuarte como el cubo de la basura.

Y cuando este síndrome de Diógenes de la existencia esté a punto de corromperte la calma, abandonar tus empeños. Salir pitando escaleras abajo del faro donde nunca duermes. Darte al sofá hasta que tus fémures no se distingan de sus travesaños. Quedarte mirando las yemas del caqui el tiempo que haga falta, por si tuvieran el detalle de abrirse contigo delante. Ponerte ciega con el olor del mar y los azahares. Cerrar los ojos. Descuidar la apabullante exuberancia del mundo. Echarte una siesta. Respirar.


1 comentario:

  1. Pues si, un equilibrio perfecto de la existencia.

    ResponderEliminar