martes, 11 de marzo de 2014

Sólo es digno llorar

 
Me siento un poco miserable haciendo estas cosas. Descuidada como una dependienta del Corte Inglés que el día del Padre insistiera en que un huérfano comprara colonia. El oportunismo de las efemérides en general me repele. Su evolución infalible: olvido cotidiano / un sentimiento que se saca a pasear y que al final del día se satura / olvido cotidiano. Pero cuando lo que se recuerda es algo tan espantoso, cuando todavía gravita un satélite gigantesco de incomprensión y dolor alrededor de nuestras realidades más o menos amables, el mecanismo del aniversario puede rozar la indecencia. Está toda esa negrura ahí, colgando inaccesible del cielo, y gente como tú y como yo, repantigados frente a nuestras teles, tumbados en nuestras camas, deberíamos saber ya que ni siquiera tenemos derecho a intentar alcanzarla.

Recordar, sí, siempre, pero no porque el calendario lo mande. Recordar en silencio: las palabras se devalúan cuando se usan más de la cuenta. Intentar asimilar al menos que todas las cifras fueron una vez cuerpos reales, narraciones que, de repente, y con la sinrazón de las cosas tajantes, dejaron de contarse. Entender eso, para que algo tan vacío como una fecha no nos dispare una pena y una piedad automáticas.

A nadie le importa lo que yo estaba haciendo aquella mañana, pero a mí sí me importa lo que cada uno de aquellos 192 estaba haciendo una mañana antes, lo que una mañana después no les permitieron seguir haciendo. Fue precisamente eso, la quiebra de tantas cotidianidades particulares, tantas historias menudas que se esfumaron como la biblioteca de Alejandría, lo que me cortó la respiración. Te tomas un café con leche en tu casa; en el pasillo le das un apresurado beso a tu madre, o sales de puntillas de la habitación para no despertar a tu novio; te palpas los bolsillos ansiosa, igual que todos los días, creyendo que te has dejado el bono de viajes en el abrigo que llevabas ayer; bostezas; repasas mentalmente lo que tienes dentro de tu nevera; te fijas en los zapatos de la gente que espera el tren a tu lado; te dices que esa mujer tampoco se ve tan mayor como para que tengas que cederle el asiento, y que si a su edad tú tuvieras su aspecto, no te gustaría que te trataran como a una impedida. Y de repente ya no hay nada: ni un vaso caliente en las manos, ni madre, ni amor, ni prisa, ni sueño, ni planes, ni apariencias, ni edad. Ni tú, ni nadie de los que compartían contigo un vagón.

En esa época, y aunque a nadie le importe, llovió como yo no recuerdo. El día era oscuro, pero yo estaba enamorada de alguien que una vez me besó bajo la lluvia, y desde esa noche, y desde Gene Kelly agarrándose a una farola, la lluvia era amor. Íbamos mi compañero y yo en el Land Rover que compartíamos, levantando cataratas en cada charco; hacíamos altos en la jornada para tomar un brebaje parecido al café, o para ver cómo había amanecido de la fiebre su niña. La tele estaba siempre encendida allá donde íbamos. Hierros delirantes, sirenas, brechas en la cabeza, números que iban aumentando en cada una de nuestras etapas. Mirábamos la pantalla con esa especie de estupor morboso que en los primeros instantes de cada catástrofe siempre se congratula por la magnitud del daño. Ni ese día ni los siguientes anoté una palabra en el diario sordomudo de romanticismo que por entonces escribía.

Y sin embargó lloré. Una y otra vez. Vertí una borrasca de lágrimas reales por desconocidos. No creo que lo hubiera hecho antes. Mi capacidad para la compasión debió de tener hasta entonces una naturaleza más bien abstracta. Antes había llorado por lo que me era propio: mi propio desamparo, mi propia seguridad, mi propia distancia respecto a lo amado. Ahora el campo de la propiedad se agigantaba, y ante su pérdida, sólo tocaba llorar.

Y aunque a nadie le importe, yo sorbía un té verde y me ponía un uniforme en otra mañana lluviosa, mientras en Madrid estallaban las bombas. Y creo que en realidad sí que importa, porque lo que yo hacía en ese momento podría haberlo hecho cualquiera de los muertos, sólo un poco antes. La certidumbre de mi té, mis botas de montaña, mi enamoramiento, quedó en entredicho. Lo que creía mío, lo que nunca pensé que llegaría a considerar como tal: todo se volvió frágil. 
 

3 comentarios:

  1. ¡Tantas vidas destrozadas por unos pocos descerebrados!.

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  2. Anónimo entre comillas14 marzo, 2014 23:49

    Más terrible aún que las muertes directas (uno se muere de repente y no dolerá nada, supongo) me parece el dolor, aquí sí, infinito, de los que los querían; sus vidas tampoco habrán vuelto a ser como antes de aquella mañana, cuando aún no existía un bosque llamado de los Ausentes...

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  3. Sin palabras,Sil

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