Sólo pretendía ponerme una vacuna de
música. Curar el rumor sucio de ahí adentro con una sucesión de
sonidos moderadamente estructurada e inocua. Tenía inflamada la
mente, roja de urticaria. A veces me pasa cuando me secuestra la
siesta, y yo manifiesto mi síndrome de Estocolmo mediante una
almohada babeada. Debe de ser una especie de aversión orgánica: mi
cuerpo sabe de sobra que interrumpir un sueño profundo dos veces al
día acorta la vida.
Estaba haciendo pucheros. Remonoleando
para no acercarme al ordenador a juntar palabras como quien suda
integrales y derivadas. El recreo era encender el e-reader y
saltar de libro en libro como un monito enamorado de sus brazos
canijos y de su rabo. O embadurnarme de cuello a tobillos con una
pasta exfoliante que huele a jengibre y a vicio, envolverme en una
toalla y hacer de la bañera un diván algo feroz, alzar ahí las
piernas y maravillarme otra vez por tener unos pies fuertes que me
llevan adonde quiero.
Buscaba excusas por cada rincón de la
casa para no empezar la tarea. Ponía ojitos de necesitada. Un
engrudo en la panificadora que se resiste a convertirse en tostadas.
Las botas del uniforme necesitando una mano de crema que tendría que
salir a la calle a buscar, y entonces, qué plan de evasión
perfecto, qué libertad. Necesitaba energía mental para generar
todas las combinaciones posibles entre los elementos corvina -
mango - polenta, y así improvisar una receta que a mi
comensal consorte no le provocara ganas de vomitar. O de emigrar.
Necesitaba depilarme las piernas.
Todo antes que enfrentarme al hecho
flagrante de que, como Sandra Bullok en Gravity, había
perdido completamente el contacto con el estado de ánimo musculoso y
ligero que el tema sobre el que pensaba escribir hoy requería.
Arrancármelo a golpe de pico y barrena de la roca dura de la
aversión me parecía poco honesto. Quería que mi corazón resonara
con el corazón de lo escrito. Quería supurar nervio hablando de un
viaje en coche, y lo más vital que encontré en mis primeras frases
de prueba fue una nostalgia que le habría resultado cargante hasta a
un Pessoa intoxicado de ginjinha.
Pero encendí el ordenador como una
heroína. Ruido de coches. Ruido de vecinos. El ruido de una casa que
está viva y tiene carrasperas y borborigmos. Mi propio ruido mental.
Se me ocurrió ponerme los auriculares para aislarme de todo ello. Busqué música sin esqueleto
ni sangre, apta para meditaciones, en el Spotify. Pura linfa, puro
aire. Escuché corrientes de agua que me obligaron a levantarme a
mear, acordes de piano bradicárquicos, el Claro de Luna de
Debussy. Y entonces empecé a transformarme. Me fui deshaciendo
también. Olvidé mis obligaciones y mi propósito. Me dije total,
pa qué.
Y
luego entró Jose en el dormitorio, vio un resto de acordeón en mi
ceño y preguntó de forma ladina si estaba
enferma. No, claro que no. Pues claro que no. Hace ya un tiempo tuve
que admitir que no soy del tipo de persona que sufre el mal de las
letras. No estoy naturalmente dotada para entregarme a la seriedad
ciega del arrebato, y aún así, todavía lucho contra el prejuicio
de que esto sea un pasatiempo más que un destino o una herida. Mi
código interno ha mutado hacia el juego. Así de simple. Si se me va
la alegría no escribo.
Pues para no tener ganas y ser casi un suplicio te ha quedado perfecto, nena.
ResponderEliminarUn besito
¿Que no escribes...?
ResponderEliminarMuy bien parido, voy a hurgar más por aquí..
ResponderEliminarJajaja, suscribo: menos mal que estabas sin ganas...
ResponderEliminarUn besito
Por qué no puede ser solo un pasatiempo, sin más comederos de coco por tu parte?.
ResponderEliminarPuntualizo. Para mi, pasatiempo, no es el perdido entre otros asuntos o actividades más importantes.
ResponderEliminarCuando te leo, paso mi tiempo haciendo una de las cosas que me gustan, así quisiera que fuera para ti también la escritura.