lunes, 31 de marzo de 2014

On the road

 
No tengo más música que aquella con la que me topo al girar el dial. Es una radio así de arcaica, así de inmediata: para que en ella se muevan cosas, tú tienes que mover cosas. Un levísimo giro de muñeca, y el mundo sonoro cambia. No tengo más música que la de unos anuncios que parecen recrearse en su memez, pero la sensación de libertad es la misma de antes.

Entonces el trauma de aprender a conducir era cosa ya del pasado, tan reciente y tan viejo a la vez como la distancia que separa al adolescente del niño que fue a los diez años. Era como si hubieran crecido cerebros autosuficientes en mis pies y en mis manos, como si me hubiera vuelto repentina y obscenamente rica en conexiones neuronales. Y esa sensación de dominio sobre la máquina y el movimiento parecía propagarse al resto de la realidad. Abría la guantera, sacaba al azar cualquiera de los discos que acabara de comprarme, y al momento, esa canción, cualquiera que fuese, era completamente mía. Contaba mi historia recién comenzada, recogía las voces de unos paisajes de los que me iba adueñando también. Yo cantaba a voces y me movía adonde me daba la gana, o al menos eso creía. Por primera vez sin ser arrastrada por la corriente de lo que se esperaba de mí.

Y hoy ¿cuánto tiempo llevaba sin salir sola al campo, sin agarrar yo el volante de un coche en el que sólo se oye mi voz? Mucho tiempo. Suficiente como para que el momento me parezca nuevo, o muy bien restaurado. Llego casi hasta el límite oeste de la provincia para comprobar si han vuelto ya de África aquellas hermosas criaturas sobre las que escribí hace uno y dos años. Excitada por el reencuentro con un pájaro gris azulado que podría ser fácilmente aquel recuerdo que guardo de mí misma. Voy alegre, parloteando con los contertulios de Pepa Bueno, saludando a la señorita que le hace publicidad al Corte Inglés. Enamorada del desplazamiento, y al rato, casada con él. Empiezan los bostezos. El madrugón ensucia poco a poco el hechizo. ¿Paro y me tomo un café? Sigo. Vuelve la rigidez en el cuello, y ese miedo apenas pensado a perder el dominio que en mis primeros tiempos de conductora nunca sentí. El miedo de estar haciendo maquinalmente algo que puede acabar contigo y que, si lo piensas bien, no es diferente del miedo a estar vivo.

Comprendo entonces con claridad por qué las road movies son tan atractivas. Porque a lo mejor son un calco no muy lejano de ti, sentado como estás en tu sofá o en tu butaca del cine, empequeñecido por cielos señoriales que tienen que ver poco con el zurcido sucio que a veces se deja ver entre los edificios. Tú también sales cada día a la carretera, te confundes en ella, te pones a merced del tráfico. Respetas las normas impuestas. Todo pasa demasiado rápido como para que puedas hacer un retrato fiable de ello en tu cabeza. Se suceden las señales con nombres que no es probable que vuelvas a leer, los pueblos en los que apenas puedes imaginar que viva gente que se te parezca, tu punto de destino cifrado en números decrecientes. A veces no se te ocurre abandonar la autopista. Sigues parloteando, dándole vueltas al dial con la esperanza de que en alguna emisora pongan una vieja canción de la que te sepas la letra.

Y a veces te decides por fin a coger una de esas carreteras comarcales que no tienen línea central. No sabes bien adónde te diriges, pero da un poco igual. Reduces la velocidad. A lo mejor bajas la ventanilla, y el olor del mar y los árboles, del trigo amarillo, de todo lo que todavía crece y se encoge, se hace parte de ti. Tú te haces parte del paisaje. Creces también, cambias como siempre les pasa a los protagonistas de las road movies. Cada cactus, cada guijarro tras la cuneta tiene su propia elocuencia. A veces pierdes la confianza de estar controlando realmente los mandos, a veces te asustas, y a pesar de ello, sigues perseverando, haciendo kilómetros lentos con la misma constancia con que cada mañana te levantas. A veces llegas hasta a entender que, moviéndote, estás siempre llegando a algún lado. 

Y a veces el pájaro gris azulado, que ha vuelto, bate las alas delante de ti y hace piruetas en el cielo. Como si te reconociera.


6 comentarios:

  1. Te imagino en ese momento; extasiada,contemplando en silencio algo que de tan hermoso, parece preparado, no natural.
    Besos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Más o menos, pero no era una expresión de éxtasis, sino una sonrisa de bienvenida. Entre divertida y enternecida como una mamá espiando las payasadas de sus niños.

      Eliminar
  2. Me encantan el post y el comentario de Lectoraadicta.
    Muas

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. A mí también me parece un comentario precioso, pero no sé lo digo a Lectoraadicta para que no se me suba a la parra.

      Eliminar
  3. Anónimo entre comillas01 abril, 2014 23:23

    Me entretenía esta tarde, en el corto recorrido que nos devolvía a Granada, pensando sobre mi extraña relación con este asuntillo de la conducción; en que quizás un día de éstos se convierta en pasado mi animadversión a coger el volante, o puede que solo sea comodidad; me gustaría emprender mi propia road movie, bueno, aunque solo fuera un corto muy corto.
    Y ahora leo tu post...

    ResponderEliminar