lunes, 24 de marzo de 2014

La prueba del espejo

Natalia se pone nerviosa. Mira a su marido en el espejo, y conteniendo una de esas blasfemias a las que tanto se ha aficionado, le espeta apretando las muelas: Jorge, empieza ya de una vez. Él sigue vacilando, sin saber muy bien por dónde acercar la máquina a su cabeza. Tiene esa mueca de niño atareado que, si Natalia se propusiera escribirla, entraría en la lista de las veinte razones por las que se enamoró de él hace doce años: 1. Brazos de estibador. 2. Esa manera pulcrísima de picar las cebollas. 3. Las arrugas en la esquina del ojo cuando sonríe. 4. Se inventa la letra de las canciones al cantar en la ducha. 5. No ronca. 6. Siempre me incita a entrar en las tiendas y me trae prendas al probador sin quejarse. 7. No sabe disimular...

Natalia vuelve a comprobarlo. Él se disculpa diciendo que hay poca luz. Su mujer achina los ojos. Ahí está de nuevo, la vieja sonrisa mordaz, puesta al día y perfeccionada en los dos últimos meses. Venga, no me jodas, que tampoco tienes que hacer una obra de arte. Hay fastidio, hay rabia, hay cariño en su voz. El pobre Jorge, incapaz de disimular que ya se está despidiendo. Transparente en su pena, por más que insista en el dichoso lugar común de mantener la entereza. Llora ya de una vez, quiere decirle siempre, cuando se despiertan y se quedan un instante callados, como asegurándose de que todo sigue en su sitio; cuando tumbada en el sofá le alisa la manta y le trae zumo de naranja; cuando le aprieta la mano en las salas de espera. Llora, coño, tambaléate, deja de ser un pilar, deja de protegerme y de protegerte. Tampoco esta vez se lo dice. No soportaría verlo morderse los labios, que empezara en silencio, con aire agraviado.

Al fin y al cabo, ella también ha querido que este fuera un acto de despedida. Es verdad que en el cuarto de baño hay poca luz. Uno de los focos se ha fundido y Jorge va a tener que cambiarlo. Él propuso que salieran a la terraza. Puso su cojín favorito en uno de los sillones de mimbre; preparó el tubo de crema solar y la limonada con hierbabuena que su estómago sí que tolera. Pero Natalia quería mirarse mientras lo hacían: quería ser testigo de cómo su imagen de siempre se desmoronaba. La idea de pasar por un espejo y descubrir de golpe que una mujer calva le había robado la silla le resultaba indignante.

Así que ahí están los dos, sudando bajo una luz halógena y flaca, Natalia en un taburete tan alto que no sabe bien si parece un trono o una silla eléctrica; Jorge detrás de ella, casi escondido pese a su metro noventa, alzando el brazo derecho como un aprendiz de mago al que la capa le quedara larga de mangas. Los dedos de la mano izquierda se hunden furtivamente en su pelo. Su pelo. De repente se le hace raro pensar en esos términos: su aspecto; un cerco de sudor bajo su axila invadida por esa mierda. Su pecho subiendo y bajando en el espejo. El pronombre posesivo delante de partes de un cuerpo del que ha perdido el control. Su hombre disimulando el dolor de tener que despedirse de su melena color caramelo, como le dijo una vez un peluquero muy cursi. Color de ciervo, corrigió Jorge después.

La cortadora de pelo por fin ronronea. Natalia se da cuenta de que su sonido no es tan ominoso como esperaba, sino de algún modo reconfortante: una especie de arrullo tipo sana, sana, culito de rana. Jorge suspira, e inmediatamente los rizos pesados empiezan a desbocarse hacia el suelo. ¿Sabes una cosa?, le dice mientras rastrilla con las púas su cabeza, a los egipcios un cráneo mondo y lirondo les resultaba el colmo del erotismo. Tanto hombres como mujeres se lo afeitaban, y quitarse la peluca venía a ser lo mismo que quitarse el sujetador. Natalia sonríe con los ojos cerrados (8. Sabe miles de cosas idiotas) Abre los ojos de nuevo: sin el marco del pelo se ven el doble de grandes. Jorge, los dioses de los egipcios podrían haber tenido su propio programa en el Disney Channel. Esas arruguitas que todavía la seducen se despliegan como la cresta de una abubilla.

(9. Es ciego a las greñas y las legañas, y recién levantada es como le parezco más guapa) Las manos de él se pasean por su cabeza, asegurándose de que ningún pelo largo haya escapado de la masacre. Las manos de su marido, casi tan suyas como sus propias manos: los pronombres vuelven a ser palabras vulgares. Todo lo que el veneno iba a arrasar poco a poco ya está en el suelo, y él sigue acariciando (10. El pulso nunca le tiembla en los momentos clave) Natalia se mira en el espejo y reconoce que tampoco ha cambiado tanto.

6 comentarios:

  1. Si alguna vez me toca (cruzo los dedos, lagarto, lagarto), reelere este post . Me será de ayuda.
    Un beso.

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  2. Estoy con Buho: ¡qué bueno!

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  3. Anónimo entre comillas25 marzo, 2014 22:53

    Leo esto y me pregunto qué te haría pensar en escribirlo.
    Está bien eso de "las 20 razones..." Hay mucho amor revoloteando entre esos dos.
    Y como siempre, montones de hallazgos tuyos: "la mueca de niño atareado", "las arruguitas que se despliegan como la cresta de una abubilla"...

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  4. Gracias, queriditos.

    ¿Que qué me hizo escribir esto? Nada más que el testimonio de alguien que me dijo que había rapado a su mujer el día anterior, tras una primera sesión de quimioterapia. Se siente una un poco buitre al confesarlo.

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  5. Uff!! Muy bueno niña, pero en mi caso se me ha puesto la carne de gallina, con perdón, son recuerdos... digamos... cañeros.

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